Cuatro obispos y una guerra

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A partir del advenimiento de la II República, la irresoluta “cuestión religiosa” adquirió un protagonismo de inusitada intensidad. Para el historiador Hilari Raguer, abril de 1931 fue para la Iglesia española “el brusco despertar de una ilusión” y autorizadas voces de la jerarquía eclesiástica, como la de Isidro Gomá (arzobispo de Tarazona entonces y Primado de España después) llegaron a calificar la nueva situación democrática como de “monstruosidad”. El nacionalismo vasco de la época, católico y confesional, en absoluto monárquico pero reacio a un sistema político anticlerical, optó por marcar una prudente distancia que se resume en estas palabras de Jesús María Leizaola: “Que pase lo que pase del Ebro para allá, aquí Jaungoikoa eta Lagi Zarra”.

La política laicista de los primeros gobiernos republicanos, con la aprobación en diciembre de 1931 de una nueva Constitución, cuyo objetivo era “transfundirle roja sangre política” a la Carta Magna, planteando la disolución de facto de órdenes religiosas como la de los jesuitas (por su obediencia al Papa), generó un panorama de polarización de pasiones y opiniones, en el que millones de fieles se sentían ofendidos y los sectores político-sociales de izquierda legitimados para arrumbar los seculares privilegios eclesiales. A una Iglesia reaccionaria, ligada a los militares y terratenientes, se contraponía un anticlericalismo demoledor, desapareciendo así de la política toda prudencia y ponderación.

En aquel caldo de cultivo extremista, el catolicismo se transformó en un contrapoder político y en sectores derechistas se fue configurando la que el profesor Javier Ugarte ha denominado “ideología de la Guerra Civil”, que eclosionó en julio de 1936.

Salvo excepciones como las del clero vasco próximo al nacionalismo y la de algunos prelados afectos al orden republicano (la Otra Iglesia), la mayoría de la jerarquía eclesiástica se posicionó a favor del “Alzamiento Nacional”. Entre ellos, algunos obispos vascos, cuyas vivencias y peripecias en la guerra, retratan no solamente a la autoridad investida de poder sino al hombre contradictorio que aúna miserias y virtudes.

Olaechea, personaje contradictorio donde los haya, había negado tan solo unos días antes la bendición a las tropas facciosas “porque van contra el hermano obrero”. El 23 de agosto, organizó en la capital navarra una gran ceremonia político-religiosa de afirmación de los intereses de los sublevados en los que empleó el término “cruzada religiosa” y, en una nueva vuelta de tuerca, el 15 de noviembre del mismo año, denunció la salvaje práctica llevada a cabo en Nafarroa de fusilar a algunos rojos del pueblo cuando algún soldado franquista caído en batalla iba a recibir sepultura en la localidad. “No más sangre”, exhortaba Olaechea, “ni una gota más de sangre de castigo”. El miedo a las represalias pudo haber condicionado su comportamiento errático ya que, como reconoció tiempo después al nacionalista Manuel Aranzadi, “hubiera necesitado ser mártir y no me sentí con vocación de mártir”.

Gandasegui, Eguino, Olaechea e Irurita: miedo, contradicción, ingratitud, reconocimiento, ideología, desconfianza, cobardía… Condiciones humanas de cuatro obispos vascos que apoyaron el levantamiento fascista.

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