Credulidad y postverdad

La semana pasada leí en ‘El País’ un excelente trabajo de investigación periodística firmado por Joaquín Gil. La cosa va de estafas. Nada nuevo: los timos están documentados desde el Egipto faraónico. En este caso, sin embargo, el asunto tiene un interés muy especial debido al momento en que se produjo. Entre los años 2011 y 2012, los indicadores relacionados con la crisis económica tocaron fondo. La depauperación de las clases medias llegó a límites realmente preocupantes. En Europa no se habían visto desde finales de la década de 1920, con los efectos políticos que todos conocemos. Pues bien, justo en ese momento aterrizó en Madrid un señor mexicano que prometía intereses anuales del 700%. No, no me he equivocado añadiendo dos ceros al 7: dice setecientos por ciento. Esto quiere decir que usted invertía 15.000 euros, por ejemplo, y al cabo de 12 meses tendría 120.000. No está mal, ¿verdad? Este cebo se lo tragaron unas 5.000 personas de toda condición. Obviamente, se trataba de un truco más viejo que Matusalén: el de la pirámide de oro. Las ganancias, en este caso, se justificaban a partir de operaciones legales relacionadas con la publicidad en internet. Pero el enigma no es ese, sino la insensata creencia en la posibilidad de hacer un cajón del 700% en un momento como aquél y sin mover un dedo.

 

Recuerdo, hace aproximadamente 15 años, una persona que me cantó las bondades de invertir en sellos, con una rentabilidad de casi el 20%, que no tenía nada que ver con la de los productos financieros de la época. Recuerdo igualmente que, hace unos 25 años, se puso de moda la estafa de la multipropiedad, que es una figura legal que ni siquiera existe el término, juega a confundir los derechos de uso (que son algo) con los de acceso real a la propiedad (que son otra). Increíblemente, aunque hay personal que lo traga. Podríamos poner muchos ejemplos, pero lo que aquí nos interesa es otra cosa: ¿qué motiva a alguien a creerse que le darán un 700% de intereses por su carita? ¿La codicia? ¿La ignorancia? ¿Una mezcla explosiva de las dos cosas? Esta explicación es trivial e insatisfactoria. Hay personas con una formación adecuada y una actitud vital que no tiene nada que ver con la tacañería que no ve la punta del anzuelo, y se la tragan. ¿Cómo explican, pues, estas situaciones?

 

Cada vez tengo más claro que la sospecha sistemática, por defecto, y la credulidad forman pared. Son dos caras de la misma moneda, como se puede ver en el caso de las personas que fantasean constantemente retorcidas teorías conspirativas. Por norma general, son también los que se acaban creyendo las cosas más inverosímiles (estoy pensando en los personajes que pasan por el programa de Iker Jiménez, para entendernos). Al ‘suspicaz’ profesional le acaban timando: ¡qué cosas! Quien ha teorizado muy bien todo esto ha sido el filósofo Boris Groys. Afirma que atamos cada vez más nuestras decisiones al flujo de signos superpuestos que segregan los medios de comunicación de masas de forma incesante. Todo lo que se nos muestra es percibido como sospechoso: una superficie manipulada por fuerzas oscuras y recubierta por infinitas aglomeraciones de signos, por capas de imágenes descontextualizadas, por migajas recompuestas de fotografías ignotas o por textos de autor incierto, o incluso inexistente por completo. La duda hacia los medios convierte así en una especie de costumbre, una especie de escepticismo banal en forma de resorte mental. Si lo leemos en el diario es porque lo ha decidido alguna oscura conspiración de intereses secretos.

 

En cambio, confiamos en aquellas cosas que nos aportan un determinado grado de bienestar emocional. Es justamente así como el Oxford Dictionary define la postverdad («Que está relacionado o denota circunstancias en que los hechos objetivos tienen menos influencia en la formación de la opinión pública que las apelaciones a la emoción y las creencias personales»). En la era de la postveridad, el hecho de que determinadas cosas sean ciertas o no es exactamente secundario. Lo importante es que sean emocionalmente satisfactorias. La codicia y la ignorancia también hacen, claro, pero cada vez menos. Uno puede entender en esta clave la estafa que comentábamos al principio, pero no, por ejemplo, los cada vez más abundantes despropósitos pseudocientíficos relacionados con la dieta «sana», es decir, la que persigue la inmortalidad del alma postmoderna. La pirámide de oro o la venta de la Sagrada Familia están en horas bajas. Ahora buscamos cosas que nos hagan sentir mejor. Tanto da que sean una gilipollez: lo importante es que nos hagan sentir cosas, como aseguran todos los anuncios de coches.

ARA