¿Todavía no es la hora del debate ético?

¿Qué es eso de la ética? Podemos probar de acercarnos a través de lo que, con una lucidez incomparable, en uno de los pasajes más decisivos del pensamiento europeo, formuló el filósofo griego Aristóteles: “La naturaleza no hace nada en balde. Sólo el hombre, entre los animales, posee la palabra. La voz es una indicación del dolor y del placer; por eso la tienen también los otros animales. […] En cambio, la palabra existe para manifestar lo conveniente y lo nocivo, así como lo justo y lo injusto”. Veinticinco siglos después, todavía podemos volver a pensar estas palabras para extraer algunas lecciones prácticas.

Porque no sólo hacemos cosas, sino que las podemos juzgar y valorar, a través de “la palabra” que decimos, como reconoce Aristóteles, y, en realidad, las juzgamos y valoramos continuamente, respecto de nosotros y de los otros. Así, podemos considerar las acciones adecuadas o inadecuadas, convenientes o inconvenientes, beneficiosas o nocivas, justas o injustas. Tanto en términos individuales como colectivos. Y las acciones que encontramos adecuadas, convenientes, beneficiosas o justas, decimos que son buenas, desde una perspectiva ética, o podemos decir que son morales, porque se ajustan a lo que esperamos que sea una acción buena desde el punto de vista ético. Y las que encontramos inadecuadas, inconvenientes, nocivas o injustas, decimos que son malas, desde una perspectiva ética, o decimos que son inmorales, porque no se ajustan, sino al contrario, a lo que esperamos de una acción buena desde el punto de vista ético.

Y con eso valoramos nuestras acciones y las de los otros. Y descubrimos que no todo el mundo está de acuerdo en considerar qué está bien y qué está mal, sino que eso, a menudo, es causa de disputa. Y de esta naturaleza son buena parte de las grandes controversias éticas de nuestro tiempo.

Pero, en otras cosas, sin embargo, parece que todo el mundo está, de manera casi unánime, de acuerdo. En algunas cosas que “decimos” que son adecuadas, convenientes, beneficiosas o justas y en otras que “decimos” que son inadecuadas, inconvenientes, beneficiosas o injustas. Todo el mundo está de acuerdo en que es bueno que un servidor público no se apropie indebidamente de dinero público que tiene que administrar para gestionar el común, o que no se aproveche de los beneficios de su cargo para favorecer a gente próxima desde un punto de vista personal o ideológico, o…. Por eso nos escandaliza escuchar, como hemos podido hacer estos días, a cargos públicos o directivos de instituciones culturales que han actuado como auténticos depredadores de dinero público y de presupuestos que, formalmente, estaban destinados a mejor causa que el enriquecimiento propio. Por eso nos escandaliza que, a pesar de la unanimidad al considerar como aves de rapiña a quienes estos días están siendo juzgados en causas judiciales por corrupción, descubramos que hay personajes que, a pesar de proclamar, durante años, la rectitud de sus acciones, sus actos demuestran que han actuado en abierta y cínica contradicción con lo que, a menudo tan enfáticamente, proclamaban sus palabras. “De las palabras a los hechos”: ahora volvemos a descubrir que no hay nada más difícil, en ciertos ámbitos, que eso, que tendría que ser norma de conducta básica y elemental.

Y es que la ética, ya lo sabemos, no tiene que ver sólo con las palabras y con las justificaciones teóricas (“no investigamos para saber qué es la virtud, sino que para ser buenos”, escribió, en uno de sus estallidos de lucidez Aristóteles, en la Ética a Nicómaco), sino con el comportamiento, con la acción, con la orientación de la vida práctica. Y tiene que ver, la ética, con el bien al que la acción debería aspirar. Un bien que puede ser individual, claro está, cuando hablamos de ética personal y cuando intentamos actuar de manera tal que nuestra vida sea ética y regida por virtudes morales. Un bien que, por otra parte, como también nos enseñó a Aristóteles, tiene que ser realizable: sólo si es realizable puede ser considerado ético. Pero un bien, por otra parte, que también puede ser colectivo, cuando remite al bien común al que debería aspirar nuestra acción política colectiva, a través de las acciones impulsadas y promovidas desde la administración pública y de las que los servidores públicos deberían responsabilizarse.

¿Hay, pues, una ética personal y una ética pública? ¡Y tanto! Hay una ética personal, que aspira al bien para cada uno de nosotros, y una ética pública, que aspira al bien común. Y de la misma manera que la ética personal tendría que regir la acción individual, en la búsqueda inexcusable del bien, también la ética pública debería regir la acción de la administración pública y de los servidores públicos en la persecución inexcusable del bien común. Una ética pública, desde esta perspectiva, tendría que promover, impulsar y orientar la acción dirigida al bien común y, al mismo tiempo, tendría que impedir las acciones de la administración y los servidores públicos orientadas al bien y al beneficio exclusivamente personal de los destinatarios de sus acciones.

¿Y, en la ética pública, es posible hablar, como hace algunos, de una ética republicana? Este es un gran debate de la filosofía moral contemporánea.

¿Qué quiere decir una ética “republicana”? La ética “republicana”, como es fácil imaginar, no se distingue de una ética “monárquica” (si hubiera algo semejante a esto, pues es difícil que un sistema político articulado en torno a la “monarquía” como forma de gobierno, y, por lo tanto, fundada en una desigualdad fundacional entre los miembros del cuerpo social, pueda ser, estrictamente hablando, ético). No, una ética “republicana” no se distingue de una ética “monárquica”, porque la ética no se refiere, en primera instancia, a la forma de gobierno. La ética “republicana” se distingue, en primera instancia, de una ética “religiosa”: mientras que ésta se fundamenta en el carácter teológico del ser humano como creado por Dios, la ética “republicana” se basa en la dignidad intrínseca y constitutiva del ser humano considerado como un absoluto (o, si se quiere, como un fin en sí mismo). Y, en segunda instancia, una ética “republicana” se distingue de una ética “liberal”, básicamente porque, al valor de la libertad, como exigencia suprema, en la que coinciden tanto la ética liberal como la republicana, la ética republicana añade el requisito de la justicia como horizonte del bien común.

Lisa y llanamente, y nos podemos ahorrar toda la hojarasca académica habitual en las discusiones sobre estos términos: la ética republicana, y los valores (“republicanos”) que se derivan es una ética orientada a la preservación y al fomento de la libertad y la justicia como contenidos propios del “bien común”. El “republicanismo”, así, tal como lo han entendido, entre muchos otros, clásicos del pensamiento ético y político de nuestro tiempo, como Hannah Arendt o Philip Pettit, no hace referencia sólo a una forma de gobierno, que también, claro está, sino a una forma de entender la ética pública de acuerdo, primero, con una fundamentación laica y, segundo, con una aspiración en el bien común que se identifica con la libertad y la justicia: o, si tenemos que ser más precisos, con el respeto escrupuloso a los derechos considerados como fundamentales y, también, a los derechos que hoy llamamos “sociales”, basados en una consideración igualitaria del cuerpo social como contenido propio de la justicia.

En cualquier intento de regeneración moral de una sociedad como la nuestra, que ha convivido demasiado tiempo, por complicidad, negligencia o displicencia, con algunas de las formas más refinadas de corrupción, por comparación con el contexto europeo, es imprescindible, e incluso urgente, reabrir algunos debates, más allá de la urgencia informativa del día a día, en torno a cuestiones como estas. Habría que ponerse manos a la obra.

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