Quien ame a Shakespeare, que le pierda el respeto

Julio César, de Donmar Warehouse, dirigida por Phyllida Lloyd. Foto: Helen Maybanks.

Se abre el telón y aparece un grupo de mujeres en una prisión inglesa conspirando en pentámetros yámbicos para matar al tirano que está en el poder. ¿Cómo se llama la obra?

No es necesario que le busquen la gracia porque no es un chiste, aunque hay gente a quien hoy en día le sigue pareciendo una broma de mal gusto que los textos del autor inglés puedan ser adaptados a otra época o, incluso peor, que sus personajes masculinos sean representados por mujeres.

En 2012, en efecto, la directora Phyllida Lloyd llevó a la escena londinense un Julio César ambientado en una prisión de mujeres. El montaje recibió buenas críticas por la contundencia de su relectura y la fuerza expresiva de sus intérpretes, pero sin duda lo más comentado fue que el reparto fuera enteramente femenino. Ya Sarah Bernhardt interpretó a Hamlet en 1899 y en 1921 la actriz danesa Asta Nielsen protagonizó una versión cinematográfica del mismo texto en la que el príncipe de Dinamarca era una mujer que había sido criada desde niña como un hombre. Nada nuevo bajo el sol, por tanto, pero hubo quien se escandalizó cuando Lloyd reinterpretó exclusivamente con actrices un texto como ese, repleto de temas tan tradicionalmente masculinos como el poder, la política, la ambición, la tiranía, la conspiración, o el magnicidio. Afortunadamente aquello no se quedó en un ejercicio de estilo y el público pudo repetir la experiencia con otros dos montajes similares de Lloyd: Enrique IV, en un espectáculo que fusionaba las dos obras de Shakespeare sobre el rey inglés, y La tempestad. Además de continuar contando solo con actrices sobre la escena, la directora fue más allá en su búsqueda de la diversidad al contar con actrices de diferentes razas y acentos, siempre en el mismo entorno carcelario del primer montaje para resaltar así la opresión a la que se ven sometidos los personajes de esas cuatro obras shakesperianas. Por supuesto, no fue necesario añadir ninguna frase al texto explicando esto porque el público es suficientemente listo como para comprenderlo y, sobre todo, porque las tramas de las obras elegidas así lo permiten.

¿Pero por qué es necesario hacer estas cosas con los clásicos? ¿No sería mejor representarlos como siempre se ha hecho? Pues mire, no. Por su propia naturaleza, un buen texto teatral siempre da pie a diversas relecturas según va pasando el tiempo. De ahí que sean clásicos y no solo obras antiguas testimoniales de cómo se vivía en tiempos pasados. Algún purista habrá que argumente que estas actualizaciones son anacronismos que traicionan lo escrito por Shakespeare, pero la verdad es que sus obras están llenos de ellos: en la ya mencionada Julio César aparece un reloj, en Antonio y Cleopatra a la reina de Egipto le gusta jugar al billar, y El sueño de una noche de verano está ambientada en una Grecia clásica en la que aparecen duques medievales junto a hadas y duendes de la mitología celta.

Aparte, y esta es una de las claves del asunto, el gran hallazgo de Shakespeare fue el saber adoptar una tradición anterior a los gustos de un público contemporáneo. En sus obras, el bardo mezcla las tramas novelescas medievales y renacentistas con el teatro clásico de Grecia y Roma y la commedia dell’arte italiana para crear algo antiguo y nuevo al mismo tiempo que se adapte al gusto de la Inglaterra del siglo XVI. No olvidemos, además, que otro tanto hicieron Lope de Vega en España y Molière en Francia. Estos tres dramaturgos suelan ser la santísima trinidad para quienes predican que el teatro tiene que ser interpretado tal y como marca la tradición, lo cual no deja de ser curioso ya que los tres crearon códigos teatrales específicos en sus respectivos países a partir de una tradición anterior que, a partir de ellos, ya no se entiende como un dogma sino como un punto de partida. Por supuesto, los puristas de entonces también pusieron el grito en el cielo ante esta supuesta algarabía, pero los mismos autores se encargaron de poner las cosas en su sitio. En 1609, por ejemplo, Lope publicó su Arte nuevo de hacer comedias para defenderse de los gendarmes de la tradición dejando clara su postura con dos versos tan irónicos como eficaces:

… y cuando he de escribir una comedia

encierro los preceptos con seis llaves.

De ahí la paradoja de que el mayor respeto que se pude mostrar a estos autores es, precisamente, perderles el respeto y situar sus obras en una discoteca, en Chicago o en el espacio intergaláctico. Lo contrario es querer hacer pasar por beato de doce al iconoclasta llenando los escenarios de golas y miriñaques. Sobre esto ha escrito Alesandro Baricco en su ensayo El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin cuando reflexiona sobre el hecho de que Beethoven, que revolucionó no solo la historia de la música sino el concepto mismo de artista, sea hoy esgrimido como argumento por quienes piensan que la música clásica es algo sagrado que no admite cambio alguno:

En obras como esas late una fuerza capaz de «agujerear» el velo de lo real, dando voz a la legítima pretensión de que aquello que es no lo es todo. Pero hacerlas rígidos iconos de una mitología rancia equivale a domarlas y confinarlas en el parque natural de una espiritualidad dominguera.

La idea de música culta agoniza en la praxis que la asume como valor absoluto y la transmite recalcitrantemente como privilegio de un complacido cónclave de muertos vivientes. Pero la música que en un tiempo pretendió esa idea, como nombre de su propio enigma, sigue estando allí y sigue pretendiendo que todo tiempo vuelva sobre ella y libere su fuerza innovadora.

Hay muchos modos de adaptar clásicos, por supuesto, pero por simplificar diremos que hay dos. El primero es crear nuevas piezas basadas en mayor o menor medida en textos anteriores, llegando si fuera necesario a hacer que el público no vea la fuente original por ninguna parte. Cualquier hijo de vecino sabe, por ejemplo, que West Side Story es un remake de Romeo y Julieta en el NY de los años cincuenta. Pero según los creadores comienzan a alejarse de la literalidad nos podremos encontrar con un Rey Lear entre samuráis (Ran), un Enrique IV con chaperos (Mi Idaho privado), un Hamlet de dibujos animados con animales cantando en el Serengeti (El rey león) o incluso a Jim Carrey convirtiendo al príncipe de Dinamarca en el rey de un reality show (El show de Truman).

Con la otra forma de abordar un clásico teatral no se pretende crear una nueva trama sino dar vida a esos personajes que llevan siglos con nosotros, para que salgan por un rato del papel y puedan mirar a la cara al público para compartir sus conflictos con él. De lo que se trata es de usar esa misma obra y esos mismos diálogos con los que ya vibraron nuestros antepasados y quitarles el polvo y el olor a naftalina para que puedan presumir de lo que siguen siendo y no solo de lo que fueron. Al sacar un clásico de la estantería para llevarlo de nuevo a escena o a la pantalla le estamos haciendo un gran favor porque el teatro es un género literario que no se conforma con ser exclusivamente literario y necesita ser representado para brillar con luz propia.

Es posible que esto último parezca muy obvio, pero por si acaso adentrémonos un tanto en la teoría volviendo a las clases de Lengua y Literatura del instituto en que aprendimos aquello del esquema de la comunicación de Jakobson. A saber, que en todo acto comunicativo hay un emisor que envía un mensaje a un receptor valiéndose de un canal, un contexto y un código determinados. Un texto literario, como cualquier otra obra artística, es un mensaje que continúa vigente aunque el emisor haya muerto y el resto de elementos del esquema varíen. Los pazos de Ulloa sigue siendo una novela excelente, y da lo mismo que hoy la leamos en una pantalla (es decir, en un canal que no existía en el siglo XIX), con nuestra mentalidad de ciento treinta años después (un contexto diferente) o incluso traducida a otro idioma (un código diferente). Y por muchos años que pasen siempre habrá quien se conmueva con la historia de Sabela y Perucho gracias a Emilia Pardo Bazán, emisora única de ese mensaje literario tan oscuro y desgarrador.

¿Sucede lo mismo con el teatro? Sí, si nos conformamos con leerlo. Pero cuánto nos perdemos al hacerlo, porque eso a lo que algunos llaman la magia del directo se puede resumir en que el emisor es múltiple aunque el mensaje siga siendo el mismo. Shakespeare sigue mandándonos su mensaje, pero ya no se trata solo de él porque cada uno de los responsables de lo que el público tiene delante se convierte en un nuevo emisor: los actores, el director, el diseñador de vestuario y el de iluminación… Todos ellos están contribuyendo en mayor o menor medida para que ese mensaje nos llegue del mejor modo posible, y si para ello es necesario eliminar algunos fragmentos del texto original porque el código o el contexto han cambiado, pues se hace y santas pascuas.

Cuidado, que ahora es cuando los puristas se descuelgan con argumentos del tipo «¡Oh, no, sacrilegio! ¿Quién es tan atrevido como para mutilar un texto creado por una pluma tan brillante como la de los grandes autores de la tradición teatral?». Pues cualquiera con dos dedos de frente que entienda lo que ya hemos dicho antes: que la mejor forma de respetar un clásico es perderle el respeto. Un ejemplo: casi al final de la primera jornada de El burlador de Sevilla, y justo después de un tórrido cliffhanger, Tirso de Molina (o quien fuera el escritor de la obra) introduce una escena en la que un personaje se marca un monólogo de ciento treinta versos que empieza diciendo que Lisboa es la mayor ciudad de España. Lo que en el siglo XVII sería un instrumento de propaganda política castellana mientras Portugal quería independizarse de España, hoy es un anacronismo largo que invita al director de escena a coger las tijeras de podar. En la misma línea pero con más dificultad a la hora de representarlas hoy en día tenemos las obras de Aristófanes, plagadas de chistes con alusiones a personajes contemporáneos. El mejor modo de continuar ese deseo de ser actual es usar referencias de hoy en día, por muy chocante que pueda parecernos que en un texto de la Grecia clásica se hable de, por decir algo, Beyoncé y el Pequeño Nicolás. Siempre será mejor eso que esperar a que el público siga sabiendo, casi dos mil quinientos años después, quiénes eran, por ejemplo, Escelio, Melantio y Opuncio.

Hay otros casos en que el contexto ha cambiado tanto desde que la obra fue estrenada que no es suficiente con eliminar un texto o hacer unos pequeños cambios. Pensemos en Casa de muñecas, de Ibsen: ese portazo final con el que Nora se marchó de casa abandonando a su marido y a sus hijos hizo que, junto al código de vestimenta, las invitaciones a algunas fiestas de alto copete aristocrático especificaran que no se permitía hablar de la obra. Pero que una mujer pida el divorcio hoy en día no supone escándalo alguno, y una puesta en escena actual que pretenda estar a la altura del texto original necesita apoyarse (al menos visualmente sin añadir texto nuevo, como hace Phyllida Lloyd en sus montajes carcelarios) en un contexto diferente para ser algo más que un mero culebrón de telefilme de sobremesa. Por supuesto que en todos estos ejemplos el resultado puede dejar mucho que desear, pero también es posible que nos encontremos con hallazgos excelentes que abran la puerta a otras relecturas. Lo que es seguro es que representar esos textos sin adaptación alguna hará que el público mire el reloj para ver cuánto queda.

Y dejemos ya la teoría (hay que ver lo que da de sí el esquema de Jakobson, ¿verdad?) para volver a la fuente original a la que todo profesional del teatro termina regresando alguna vez. No solo se trata de que las historias del bardo lleven siglos arrancando aplausos, sino que durante todo ese tiempo actores y directores han encontrado en las palabras de Shakespeare la inspiración necesaria para los desafíos que iban apareciendo. Cuando el invento de los hermanos Lumière amenazó con dejar vacíos para siempre los teatros, autores y directores se dieron cuenta de que su arte se había quedado obsoleto. ¿De qué servía ya usar un telón pintado simulando un bosque si rodar con una cámara en el exterior permitía que los actores se movieran entre árboles de verdad? Necesitaban ofrecer algo diferente al público para seguir sobreviviendo, y la respuesta la encontraron en textos como el coro con el que el bardo da comienzo a su Enrique V.

Pero todos vosotros, nobles espectadores, perdonad el genio sin llama que ha osado llevar a estos indignos tablados un tema tan grande. Este circo de gallos, ¿puede contener los vastos campos de Francia? ¿O podríamos en esta O de madera hacer entrar solamente los cascos que asustaron los cielos de Agincourt? ¡Oh!, perdón, ya que una reducida figura ha de representaros un millón en tan pequeño espacio, y permitidme que contemos como cifras de ese gran número las que forje la fuerza de vuestra imaginación (…) Suplid mi insuficiencia con vuestros pensamientos. Multiplicad un hombre por mil y cread un ejército imaginario. Cuando os hablemos de caballos, pensad que los veis hollando con sus soberbios cascos la blandura del suelo, porque es vuestra imaginación la que debe hoy vestir a los reyes, transportarlos de aquí para allá…

Imaginar o no imaginar, he ahí la cuestión. El teatro es el arte de la imaginación. El cine invita al espectador a creer que lo que ve —sea un crucero espacial o una estampida de dinosaurios— es verdad, pero el teatro es un pacto según el cual autor, director, actores y cualquier otro emisor del mensaje le piden al espectador que imagine algo que no está viendo. Que esa escoba y esas dos tejas son un palacio renacentista o esos dos medios cocos una estampida de caballos, igual que el niño que con un bolígrafo en la mano nos dice «¿Vale que esto es un barco y tú eres un tiburón y yo el capitán pirata?». Algunos, por supuesto, no querrán aceptar ese pacto porque son adultos muy serios que no quieren que su corazón se sobresalte. Pero habrá también quien recuerde que hay muchos idiomas en los que actuar y jugar se dice igual, (to play, giocare, jouer…) y disfrute con el juego, sin pararse a pensar si la obra es lógica o anacrónica o verosímil o si una mujer representa a un hombre o viceversa. A fin de cuentas, si ya hemos conseguido creer que ese señor que tenemos delante es un príncipe de Dinamarca del siglo XIII que ve fantasmas nos debería ser más sencillo imaginar que una mujer es un hombre. Aunque a lo mejor se trata de eso y el problema que tienen algunos al ver a una mujer interpretando un personaje masculino no es una cuestión de verosimilitud sino otra cosa distinta que habría que hacerse mirar.

Perder el respeto a los clásicos es, nunca lo diremos lo suficiente, el mejor modo de acercarse a ellos. Que los lectores se acerquen sin miedo, que los directores ambienten las obras en una cárcel o en los vestuarios de una pista de baloncesto. Qué más da, si al final todo se reduce a cuatro tableros, dos actores, una pasión y un público radiante gracias a unos textos —o mensajes, si lo prefieren— que llevan muchos siglos jugando a responder nuestras preguntas mientras nos descubren otras nuevas.

EL PAIS

Quien ame a Shakespeare, que le pierda el respeto