Conocimiento y felicidad

Los humanos queremos cosas contradictorias. Queremos conocer, entender el mundo y a nosotros mismos, pero a la vez también queremos ser felices.

Nuestro cerebro es un objeto ciertamente complejo que realiza funciones sorprendentes. Por un lado, permite conocer y pensar mejor, unos ingredientes básicos para vivir una vida de calidad intelectual. La ciencia actual nos ofrece conocimientos espectaculares. Por ejemplo, podemos calcular la masa máxima que hace que una estrella termine su vida como una enana blanca (el límite de Chandrasekhar establecido en 1930) utilizando sólo la masa del protón y tres constantes universales: la velocidad de la luz, la constante gravitatoria y la constante de Planck. Es una conquista intelectual extraordinaria, comparable, o incluso algunos dirían que superior, a la de las mejores sinfonías y obras de arte creadas por la mente de estos extraños primates que somos los humanos.

Querer conocer nos hace formular preguntas que de momento no tienen respuesta. Cuando las respuestas llegan, a través de la ciencia, del arte o de la experiencia práctica, siempre aparecen nuevas preguntas que antes nadie formulaba. Probablemente Aristóteles, Hobbes y Kant serían hoy entusiastas de la teoría de la evolución, de la genética, los avances de la medicina, de la cosmología relativista, de la física cuántica o de la revolución tecnológica.

Pero, por otra parte, resulta que, además de conocer, los cerebros humanos también nos impulsan a querer ser felices. Y aquí empiezan las dificultades, ya que una vida con más conocimientos no conlleva una vida más feliz. De hecho, la felicidad parece requerir a menudo la condición intelectual contraria: requiere que seamos un poco idiotas, como mínimo a ratos. Aquellas que maximizan los afectos.

Podemos aspirar a vivir momentos felices, pero una vida feliz resulta casi una contradicción lógica. Hoy sabemos, por ejemplo, que cuando nos enamoramos estamos bajo los efectos de drogas bioquímicas del cerebro. Estar enamorado es ir drogado. A ojos de los otros aparecemos como unos idiotas felices (una famosa definición dice que un enamorado es un idiota que cree que los demás son idiotas por no estarlo). Seguramente, el enamoramiento ha sido una estrategia de éxito de la evolución para que nos reproduzcamos. Se trata de una situación de alienación mental afortunadamente transitoria.

Por otra parte, sabemos que hay conocimientos que podemos aprender pero que no son susceptibles de ser enseñados. Hay que descubrirlos individualmente. Así, en la vida práctica, el dolor y los errores nos enseñan normalmente más cosas que el placer y los aciertos. La mejor literatura recoge este conocimiento más profundo e intransferible. Los personajes principales de Gilgamesh (2100 aC) y de El rey Lear (1606 dC) se dan cuenta de las limitaciones que tenían sus vidas felices e ignorantes cuando experimentan una pérdida importante: el poder o la amistad incondicional. Ambos emprenden viajes de redención personal que pasan inevitablemente por un dolor que les lleva a la angustia o la locura. Después de sus viajes interiores ambos vuelven al lugar de origen siendo más sabios, pero también más infelices.

Finalmente, también sabemos que las palabras, los lenguajes que empleamos para tratar de entender el mundo y a nosotros mismos, nos embaucan con una facilidad que nos recuerda constantemente tanto nuestro pasado evolutivo como la fragilidad epistemológica de nuestras mentes.

De nuevo, la literatura. En los dos famosos discursos mantenidos por Bruto y Marco Antonio en el Julio César de Shakespeare, el primer cree que tan sólo con las «verdades» que expresa y con la actitud de mantener los valores austeros del estoicismo romano es suficiente para convencer al pueblo de Roma de la conveniencia de haber impedido la tiranía asesinando a Julio César. Marco Antonio, en cambio, no apela a la razón sino a las emociones y sentimientos de los ciudadanos. No les quiere convencer, les quiere persuadir. Con un discurso en clave populista, ofrece ventajas al pueblo. César, dice, amaba el pueblo y, por tanto, no podía ser su enemigo. Y desvanece el miedo a la tiranía que representaba César ofreciendo ventajas materiales inmediatas de futuro. Bruto, un sabio, comete dos errores: trata a los ciudadanos como seres eminentemente racionales, lo que muestra poco conocimiento del «pueblo», y, seguro de su lógica y de su moral, no tiene inconveniente en ser el primero en hablar. Marco Antonio, más astuto que bueno, refleja los argumentos de Bruto con la retórica del demagogo que apela a las emociones, los intereses inmediatos y a las soluciones sencillas de un liderazgo fuerte. Y se gana fácilmente a la asamblea ciudadana. Recordemos lo que nos decía Heródoto: «Es más fácil engañar a muchos hombres que a uno solo».

Nuestro cerebro no deja de ser un producto de la evolución que ha ido produciendo crecientes posibilidades cognoscitivas y un afán de felicidad, junto con una acumulación de errores y de imperfecciones que facilitan que nos engañemos a través de las ficciones aparentes de nuestros lenguajes. El cerebro humano es una maravillosa chapuza evolutiva que produce percepciones e ideas ante las que resulta siempre conveniente mostrar una actitud de escepticismo crítico. Este es el naturalismo escéptico que Shakespeare hereda de Montaigne.

ARA