El ser obsolescente

Todo parece indicar -y en esto estoy básicamente de acuerdo con las tesis de Evgeny Mozorov- que la gran conspiración del seudoparadigma civilizatorio basado en la mentalidad del silicio consiste fundamentalmente en una maquinación para la pérdida en la humanidad de su capacidad de razonamiento que este autor remite a la condición moral y que, por el contrario, el fuero interno de cada uno de nosotros debiera exigir hacerla extensible a otros muchos ámbitos. La vida en el mundo paralelo ya ha sido ensayada en multitud de ocasiones, generando lo que no es sino una escapista salida de la realidad. Hace tiempo que el arte llegó a la conclusión de que su excelencia no está en la perfección de lo realizado. Y, desde luego, que su acción en nada, o en muy poco, determina una solución para los problemas de la época y, a veces, ni tan siquiera sirve para su constatación. Son otros los ámbitos y las esferas a las que intenta dar respuestas, en ocasiones, incluso, bajo la fórmula de la duda y de la interrogación. Todo el silicio del mundo coadyuva con la dispersión frente a la concentración. Un abundancial descargo del dato en su inmensidad que somos incapaces de procesar adecuadamente con nuestros tradicionales sistemas críticos si no es abordado por el matematismo computacional en manos de unos pocos constituidos en entidades más que en personas. Y al afirmarlo de manera tan contundente tampoco debiéramos perder de vista el que para Hartmann, “un ente no puede tener sentido en sí, sino sólo para alguien”. Este alguien en modo alguno es un ser perfecto, al menos en lo espiritual, sino, muy al contrario, el protagonista de un proceso inconcluso y permanentemente modificable marcado por la plasticidad. De ahí, también, la advertencia que Mozorov nos haga al comienzo de su ensayo sobre el solucionismo tecnológico de que “la eficacia puede ser útil, pero la ineficacia también: si todo fuera eficaz, ¿quién se tomaría el trabajo de innovar?”.

Constata Nicolai Hartmann que para ser sujeto hay que ser persona: “El sujeto no existe antes de la existencia de la persona, así como el conocimiento no existe antes del querer y experimentar, del actuar y de sus reacciones. Lo que llamamos yo es la conciencia de sí mismo que surge a partir de la riqueza variada de las relaciones de la vida; y aquí primariamente se adhiere el saber de sí mismo del sujeto en la relación retrospectiva a partir de la objetividad”. La construcción del ser, por tanto, no es meramente una cuestión accidental del evolucionismo, aunque el previo necesario para ello consista en una transformación orgánica. La técnica abunda en ello, pero también es cierto el que debiéramos tener presente no constituir su unívoca manifestación. El filósofo alemán apuntaba en esta dirección a la identidad tetrastrastíca del ser humano que superpone las capas unitrástica de lo inorgánico, la bitrástrica de lo vegetal, la tritrástrica de lo animal, cada una de ellas independientes en su reino y unificadas en el del hombre que añade la cultura y lo espiritual del ser superior, tetrarca, que todo habrá de dominarlo; o al menos aún hoy en el continuo de su aspiración. Desde su tetrarquía ordena el mundo, que es espacio pero también tiempo en su multiversal acepción.

Ahora bien, a tenor de los datos procedentes de la información de muchos indicadores, bajo la constatación de la progresiva cantidad del desgobierno generado por su acción, parece intuirse el que el tiempo de su dominio tal vez esté llegando a un final: el del reinado de un obsolescente ser pre-programado por los intereses de la panóptica corporación hace tiempo denunciada, entre otros, por Foucault. Por otro lado, no viene a ser nueva esta metáfora que en su día ya utilizara el etólogo Irinäus Eibl-Eibesfeldt en el conocido, por clásico, ensayo de El hombre preprogramado. Lo que tal vez sea más actual es la cantidad de condiciones dadas para que ésta sea una realidad inminente que para mayor abundamiento asume el riesgo de no contar con un punto de retorno.

Creo, por tanto, participar de la necesaria idea adelantada en múltiples lugares por Hartmann de que “la vida anímica es inespacial, inmaterial, no-matemática; pero es temporal, tiene carácter de proceso y posee su propia causalidad y efecto recíproco”. La primera vez que leí la palabra multiverso lo hice de la mano de un discípulo de Hartmann, Hans-Georg Gadamer, que en colaboración con Paul Vogler coordinara la ambiciosa empresa de una Nueva Antropología en el ya lejano año de 1976. En su volumen IV -el único de que dispongo- se analizaba el fenómeno cultural a través de la colaboración de F. Wagner, impresionándome sobremanera una afirmación recogida en su colaboración sobre las grandes interpretaciones de la historia universal y la necesidad cada vez mayor de contar frente a la misma con una historia colectiva. Ahí es donde se menciona, analizando el pensamiento de Henry Adams, cómo a partir de la irrupción en las ciencias de la energía atómica la conciencia de pertenecer a un solo mundo saltó por los aires convirtiéndose automáticamente en una conciencia del multiverso, denunciando, para finalizar, el hecho de que:

“Puesto que el diagnóstico de la crisis, por así decirlo, se evita metódicamente, la pérdida de cánones histórico-antropológicos nos lleva, a través de las ideas de progreso futurológicas, hacia un progreso proyectivo en el cual el hombre es tragado, por decirlo así, por una evolución autónoma de fuerzas extrahumanas, quedándole sólo la esperanza de un cambio dialéctico. Sólo puede evitar esta autosupresión recurriendo a la Historia, la cual le puede ofrecer sus cánones en la decadencia de los órdenes valorativos del tiempo, si él la acoge imparcialmente mediante progresivas y cíclicas ideas directrices. El hombre mismo -y no su obligado y destinado sino del desarrollo económico, técnico o social- se convierte hoy inevitablemente en un universal, en un todo y en el tenor de su mundo histórico, que -como él mismo-, está amenazado por su causa, en una medida jamás conocida antes en la Historia”.

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