La cruda realidad

Hace ya mucho tiempo que el aranismo, al menos en su versión acomodaticia representada por el hegemónico Partido Nacionalista Vasco, ha caído en una suerte de política que no incide más allá del folklore. Pero no sólo hablo del batzoki, el aurresku, la ikurriña, el herri kirolak o la mitología vasca. Me refiero, asimismo, a una serie de lugares comunes o tópicos que podrían considerarse un mero folklore si los oponemos a la política con mayúsculas. Hablo, pues, del autogobierno, de la soberanía compartida, del pacto entre iguales y del nuevo estatus político. Pero lo más curioso de todo es que los citados argumentos parecen bastar al nacionalismo vasco para conformar una tarjeta de presentación que permitan a nuestro pueblo presentarse en el escenario internacional como una entidad perfectamente diferenciada. Es decir, que cualquier aranista que se precie puede viajar al exterior (más allá de España y de Francia) y ser identificado, como por ciencia infusa, como navarro y nada más que navarro –o como vasco y nada más que vasco-. Fantástico, ¿no es así?

Pues no, no es así. En realidad, si hemos nacido al sur de los Pirineos, pensarán que somos españoles; y, si hemos nacido al norte, pensarán que somos franceses. Y no hay nada que podamos hacer al respecto.

No hablo de memoria. Escribo estas palabras desde el extranjero. La primera pregunta que me hacen mis conciudadanos cada vez que me oyen hablar es relativa a mi procedencia. La ignorancia globalizada es cada día más acuciante, lo que me lleva a no hablar de Navarra, sino de España en cuanto lugar de referencia. Acto seguido, aclaro que soy del norte y menciono País Vasco –traducido a la lengua local-. Tras la sola mención de ambas palabras, en la mayor parte de las ocasiones recibo como respuesta una cara de póker, salvo en los casos en los que mi interlocutor ha viajado a nuestro país, en cuyo caso habla de Donostia o de algún paseo por la costa de la Navarra Marítima.

A poco que la conversación se anime, no faltan comentarios como “Me encanta España” o “veraneo casi todos los años en Málaga o en la Costa Brava” –que nadie ubica de modo explícito, en Catalunya”, por poner algunos ejemplos. O, por poner algunos otros, “imagino que echas de menos la luz del sol y las temperaturas suaves” o “me parece increíble el espíritu del flamenco”. Cuando les hablo de que en mi país hace frío y llueve tanto como el país en el que me ahora me encuentro, más caras de póker.

Sólo en pocas ocasiones he llegado a decir que “soy de Navarra”, temeroso de que las caras de póker me pidan que les explique “qué es Navarra” y haya de enzarzarme en una improvisada clase magistral… pronunciada en un idioma que, sin serme ajeno del todo, aún no domino. Cierto es que ni siquiera estoy seguro de si pronuncio bien el equivalente de Navarra en el idioma nativo de este país. Sin embargo, las caras de póker están aún más garantizadas que en el caso de “soy del País Vasco”.

La educación propia de la globalización, así como la progresiva desculturización del Viejo Continente, propician que la cultura general del ciudadano europeo sobre las civilizaciones que pueblan Europa no vaya más allá de los Estados que la conforman. Las gentes de este país saben de España porque muchos de ellos veranean allí o incluso poseen una vivienda estable. Sin embargo, aunque nunca hubieran viajado, también sabrían referenciar España o Francia en un mapa en virtud de su condición de Estados cuyo perfil fronterizo queda patente. ¿Cómo pedirles entonces que sean capaces de referenciar Navarra cuando ha sido despojada de los atributos propios de un Estado soberano y diferenciado de los estados circundantes? Y así fue como llegué a este país, bajo la bandera rojigualda y el resto de atributos nacionales del Estado español.

De igual modo, cuando el Lehendakari de la Navarra Marítima o cualquiera de sus consejeros viajan al extranjero no es un inexistente pasaporte vasco-navarro el que muestran, sino el español, porque, sencillamente, es el único que existe. Ante tan cruda realidad, las txalapartas, las partidas de mus, la Euskal Selekzioa, el txoko y otras menudencias no son más -en palabras de San Pablo en la I Epístola a los Corintios-, metal que resuena o címbalo que retiñe. Es decir, puro artificio sin nada de “chicha”. Un pueblo sin Estado propio es un pájaro sin alas. Ésa es la cruda realidad y no otra. Basta con pasar algún tiempo en el extranjero para comprobarlo. Nunca fue más cierto aquello de que el nacionalismo se cuida viajando. El nacionalismo vasco, se entiende.

http://hamabost.net/categorias/la-cruda-realidad/