Intimidad en tiempo de extroversión

Hace poco, en una entrevista televisiva a pie de calle sobre la futura instalación de cámaras de vigilancia en un paseo, un joven se quejaba con indignación impostada: “¡No encuentro aceptable que se pueda espiar si estoy dando un beso a mi chica!”. La protesta del chico era contradictoria: ¿cómo podía ser que sintiera invadida su intimidad si era él quien exponía el beso a la mirada de la calle? Este tipo de indignación retórica me hizo pensar que el problema no era la invasión de la intimidad como planteaba el periodista, sino el cambio profundo que se da en la manera de concebirla. Y no hablo sólo de cámaras de vigilancia sino de todo este alboroto exagerado sobre la circulación de datos personales a través de las redes.

Posiblemente, el origen del debate está en el mismo carácter paradójico de la noción de intimidad. Según el Coromines, la palabra íntimo –del latín intimus, derivado de interior– significa “de muy adentro”. Y al mismo tiempo intimar –del latín intimare– significa “hacer saber, dar a conocer”. Es decir, el concepto sugiere al mismo tiempo reserva y confesión, y lo que varía es dónde se sitúa la frontera. En mi juventud, un beso de enamorado a la chica no se daba a la vista de todo el mundo hasta que la relación se formalizaba socialmente y era pública. Ahora, en cambio, a plena luz del día se pueden ver no ya besos sino indiferentes contorsiones de pareja que hacen desviar la mirada a los que conservan un cierto sentido –sí, antiguo– del pudor. O las contorsiones de ahora no pertenecen a la intimidad de la pareja, o la nueva intimidad ya no necesita el tipo de discreción y que antes le suponíamos.

Las ciencias sociales han estudiado bastante a fondo la privacidad como para que no nos sorprenda el carácter histórico y social de la noción de intimidad. Desde la imponente obra de los historiadores franceses Philippe Ariès y Georges Duby, los cinco volúmenes de la Histoire de la vie privée publicados entre 1985 y 1987, hasta obras más próximas como De la vida privada del sociólogo catalán Lluís Flaquer (1982), tenemos pistas de sobra para seguir la evolución de la noción de intimidad. Y ahora que vivimos tiempo de extraversión –que a los antiguos les puede parecer de descaro–, ahora que somos capaces de fotografiar la más pequeña nadería de nuestra vida personal y de ir por el mundo arrastrando un palo para poder hacernos selfies adoptando todo tipo de posturitas extravagantes para colgarlas en Facebook o Instagram, ¿dónde está la frontera entre público y privado? ¿Es una frontera débil o borrosa? ¿Quizás se han establecido nuevos espacios Schengen sin fronteras formando nuevas comunidades que, a la vez que amplían el espacio privado, se los quiere cerrados a nuevas extrangeridades?

El escándalo que provocan las TIC y su supuesta invasión de la intimidad personal va de los miedos habituales ante los cambios tecnológicos que intuimos que cambian nuestra vida a fondo al fariseísmo de los que viven de alimentar el catastrofismo tan bien pagado en tiempo de crisis. No es que quiera minimizar los riesgos y las formas de control que derivan del uso de las nuevas tecnologías. Pero, en primer lugar, hay que recordar de dónde venimos. Y venimos de unas formas de vida tradicional que habían controlado a los individuos de manera total. Entonces, vida urbana pareció un refugio seguro para los que querían huir para protegerse en el anonimato de la multitud. Pero no tardamos mucho en añorar la vida comunitaria que habíamos perdido. Richard Sennet supo señalar ya hace cuarenta años cuáles eran las nuevas “tiranías de la intimidad” ( The fall of public man, 1977) que ahora reavivaban en un espacio público en crisis.

Como escribe mi antiguo discípulo Jordi Morales en su reciente tesis Soberanías enredadas (2017), vivimos en una sociedad “enredada”, en el doble sentido de red y de enredo. No es que hayamos inventado las relaciones en red, sino que las hemos incrementado y acelerado y, además, se han hecho visibles, medibles y, por lo tanto, pueden ser estudiadas. Pero las objeciones que se ponen al uso de estos conocimientos me parecen verdaderamente exageradas. Primero, porque son las mismas que ya podríamos poner al uso de las viejas –y cada vez más inútiles– encuestas de opinión. Después porque el tratamiento de los grandes números – big data– nos permite conocer nuestras rutinas colectivas de comportamiento, pero sin penetrar en nuestra privacidad si no lo permitimos. Hasta el punto de que, a pesar de los nuevos desafíos –como la gestión de la muerte digital–, la privacidad de los datos nunca había estado tan bien protegida.

Desde mi punto de vista, pues, la cuestión está en saber cuál es la concepción de intimidad que actualmente rige la relación entre aquello que consideramos íntimo y queremos guardar en secreto, y aquello que damos a conocer cuando intimamos en la red. No fuera que el catastrofismo de ciertos análisis resultara de observar fenómenos nuevos con categorías obsoletas.

LA VANGUARDIA