Todo al alcance de la mano, pero más lejos que nunca

En la época de la disponibilidad total, tendemos a pensar que todo nos es accesible y disponible, a toque de clic. Tenemos al alcance, en unos segundos, textos que unas décadas atrás habrían sido patrimonio exclusivo de las élites, y siglos atrás sólo de los príncipes y reyes. Podemos ver en nuestras pantallas, nada más buscarlas, obras de arte o piezas musicales que ni los mejores espíritus del pasado, o los especialistas más eruditos, habrían podido soñar. Las obras de arte que pudo ver Johann Joachim Winckelmann, el casi mítico fundador de la historia del arte y la arqueología como disciplinas modernas, palidecen ante las que cualquier escolar tiene al alcance de su pantalla. Y lo mismo podría decirse de casos similares respecto a los libros: la biblioteca de María Antonieta tenía 736 libros, y la de Franz Kafka, 674. ¿Cuántas películas vieron Fritz Lang o Chaplin?

Walter Benjamin, que vivió la época de generalización de la fotografía como forma de comunicación, profetizó, sin ni siquiera adivinar las posibilidades que se abrirían con la revolución digital e internet, que la aparición de los dispositivos de reproducción mecánica de la obra de arte estaban cambiando nuestra relación con las imágenes. En este contexto, explicó que las obras de arte únicas se habían quedado sin el aura, este tipo de pátina mágica, propia de la relación de culto que provocaban, cuando, para verlas, había que ir, quien podía, al lugar donde estaban: con su reproducción en forma de fotografías, al contrario, decía, las obras de arte, antes exclusivas, ya circulaban por todas partes y todo el mundo podía verlas sin esfuerzo. Benjamin quizás no adivinó que este efecto de inmediatez que proporcionaba la fotografía, en relación con el patrimonio de la cultura visual, era el mismo que pronto afectaría a todos, absolutamente todos, los productos del pasado.

Aún más: hoy paseamos por algunas obras de arte, gracias a Google Art Project, como nunca lo podríamos hacer en la realidad, mirando lo que nuestro ojo, delante de la obra del museo, no tendría tiempo, espacio, capacidad ni paciencia para poder ver. Podemos leer en pantalla, en la edición original en griego, todos los textos que nos han llegado de la Grecia clásica, con los que se formó nuestra sensibilidad, se impulsaron las ciencias y se formateó nuestro pensamiento, los mismos textos que hace sólo unos años había que ir a buscar en peregrinación a la biblioteca de Montserrat porque era el único lugar en la Península en el que podían encontrarse. ¿Las partituras de Monteverdi, de Bach, de Beethoven o Wagner? Es fácil imaginarlo, a toque de teclado y en unos segundos en la pantalla.

Toda nuestra relación con el pasado ha cambiado. Y saber, porque lo sabemos, que todo nos está disponible, sin embargo, no nos lo hace más cercano, ni más accesible, sino, paradójicamente, más lejano y quizás más inaccesible.

Dentro de unos años, ¿cuántas personas entre nosotros estarán en condiciones de leer el griego clásico, el hebreo del Pentateuco, el arameo o el latín? Editaremos millones de libros, tendremos más usuarios de bibliotecas que ciudadanos en las ciudades y más planes para el fomento de la lectura que gobiernos habremos tenido, pero ¿tendremos más lectores, o más que tengan la tentación de acercarse a las obras del pasado o de leer con criterios distintos de los que utilizan para comprar en el súper o en el mercado? Tenemos al alcance maravillas artísticas que bastarían para enloquecer cada día, y cada noche, durante una vida entera, pero ¿estamos todavía en condiciones de tener un orgasmo como el que debía atravesar a Winckelmann cuando se plantó, por primera vez, ante el Apolo de Belvedere?

ARA