La literatura y el mal

Sobre la novela ‘El caparazón’, en la que el autor, Mustafa Khalifa, exiliado en Francia, narra su experiencia en las cárceles sirias de Hafez Al-Asad entre 1981 y 1994

 

La experiencia de la lectura viene siempre determinada por dos coordenadas, si se quiere, materiales. Una tiene que ver con el texto, que nos llega en diferido, en la distancia de un pasado que, cristalizado y conservado entre las tapas del libro, como en una lata de conservas, dejó de existir hace ya tiempo y nos alcanza por tanto amortiguado, despuntado y vencido: es lo que llamamos “ficción”. La otra coordenada tiene que ver con el cuerpo del lector. La lectura reclama la postura sedente y condiciones más o menos confortables para la concentración; ponerse a leer es, de alguna manera, aburguesarse. Se puede leer también, es verdad, en una trinchera o de pie en un vagón de metro, pero hasta tal punto el libro impone unas reglas ergonómicas de recepción que, apenas abrimos sus páginas, incluso baqueteados en medio de una tormenta, la lectura nos protege tanto de las verdades que contiene el libro como del mundo en que lo leemos. Esta diferencia en el tiempo y esta comodidad en el espacio constituyen la fuente de todos los peligros asociados a la literatura: el de que nos tomemos demasiado en serio lo muy lejano, como Don Quijote, y el de que, al revés, nos tomemos como imposible o increíble lo más cercano.

El primer riesgo es apenas la patologización de la experiencia literaria misma como contrato y compromiso, y como condición, por tanto, de ampliación del mundo y de progreso moral y emocional. El segundo riesgo, al otro lado, está asociado a la resistencia del lector, protegido por el marco de la ficción, a relacionar lo que lee con el mundo en el que vive; y a su insistencia, por tanto, en encerrar la experiencia literaria en el cajón del libro. Don Quijote se creía las novelas de caballería porque estaban en un libro; pero preferimos igualmente no creernos las torturas sufridas por Mustafa Khalifa porque están en un libro.

El propio Mustapha Khalifa, en el prólogo a la edición española, recuerda las dudas que le embargaron a la hora de escribir y publicar la obra. Se temía una de estas dos cosas: que el lector en general, sobre todo el europeo, considerase falso o al menos exagerado su testimonio; y que el lector sirio considerase invencible, y aceptase con resignación, un régimen capaz de someter a sus ciudadanos, de manera arbitraria, a una violencia semejante. Pero, ¿de qué libro estamos hablando? De El caparazón, publicado por Ediciones del Oriente y el Mediterráneo, en el que el citado Khalifa, hoy exiliado en Francia, novela su experiencia en las cárceles de Hafez Al-Asad, el padre del actual dictador sirio, entre 1981 y 1994. El libro, publicado en 2008, ha sido trágicamente reactualizado por el mundo mismo en los últimos seis años, verificado desde fuera por una realidad que, de pronto, convierte casi en travesuras las atrocidades que el autor vivió en la nefanda prisión de Tadmur, junto a Palmira. Atroz contrapunteo y desbordamiento entre la realidad y la ficción, lo que en 2008 era inalcanzable para la conciencia hoy es inalcanzable para la literatura.

Toda lectura es lectura del pasado; y toda lectura es la lectura que hace un cuerpo a salvo. Son precisamente estas dos coordenadas las que estallan mientras seguimos a Mustapha Khalifa, ingenuo y apolítico, a los báratros de las agencias de seguridad del régimen y al infame campo de exterminio en el desierto. Todo lo que cuenta ahí ha seguido ocurriendo y sigue ocurriendo en Siria mientras lo leemos, y no porque lo estemos leyendo (que es la experiencia contractual rutinaria de la ficción), sino porque Bachar Al-Asad y sus sicarios siguen cometiendo los mismos crímenes. Al mismo tiempo, la escritura sobria de Khalifa, casi clínica, despojada de todo victimismo y toda complacencia literaria, boicotea la comodidad del cuerpo sedente del lector. Incluso cuando leemos de pie una novela, estamos virtualmente sentados. Salvo en este caso, en el que, incluso si estamos sentados, estamos virtualmente de pie y atados y colgados y golpeados.

No es, pues, una lectura cómoda. Como muy bien lo expresan en el posfacio los dos traductores, Ignacio Gutiérrez de Terán y Naomí Ramírez Díaz, El caparazón no es un libro sino una desgracia; y si es necesario escribirlo y leerlo no es porque faltara o hiciera falta en nuestros cánones literarios. La humanidad se lo hubiera ahorrado de muy buena gana si la humanidad se pareciese un poco a lo que, en Siria y en otras partes, ayer y hoy, millones de personas normalmente justas, normalmente democráticas y normalmente decentes reclaman. Lo que no es necesario, lo que no falta ni hace falta son las dictaduras, los campos de concentración, las ejecuciones sumarias, las torturas; en definitiva, el régimen del clan Al-Asad que aplasta Siria desde hace 41 años y contra el que se levantó en 2011 buena parte de su pueblo. Es ese levantamiento, si acaso, el que hace “necesaria” esta lectura, en el sentido de que revela la monstruosa continuidad del régimen sirio y la paladina legitimidad –imperativa legitimidad– de la revolución derrotada. Ahora que Siria se ha convertido en una “pequeña guerra mundial”, conviene que no olvidemos ni la responsabilidad de la dinastía Al-Asad ni la soledad acusatoria de sus víctimas.

Ahora bien, El caparazón no es sólo un testimonio y una denuncia. Es, mal que le pese a su autor, una “obra literaria”. La crudeza expeditiva de su arranque –con esa facilidad kafkiana del que, mediante un gesto normal, deja de ser dueño de su cuerpo y de su vida– se remansa luego en la atroz cotidianidad de la prisión. El infierno mismo tiene sus rutinas y, por lo tanto, sus defensas antropológicas. Estos “asideros de humanidad”, a veces torcidos, extravagantes o casi inmateriales, son los que, en la larga tradición de “literatura carcelaria” (de La casa de los muertosSi esto es un hombre), salvan a los presos de la extinción, como salvan a los lectores de la insoportable realidad del mal. La lucha dentro de la cárcel es la lucha entre los que quieren despojar al preso de toda humanidad y los que, con más o menos conciencia, se agarran a una astilla para reconstruirla en cada minuto a duras penas (el rezo clandestino, la memorización colectiva de los nombres de las víctimas o el establecimiento de una jerarquía solidaria que invierte la de los verdugos). Khalifa, que es cristiano y vive dentro de un doble caparazón en una celda de abrumadora mayoría musulmana, sobrevive gracias a la universalidad moral de algunos compañeros, a un agujerito en la pared y a la amistad apasionada con un inesperado afín cuya intensidad es inseparable de la tragedia que acabará destruyéndola. La cárcel, en definitiva, inversión paralela de la corte (según la caracterización de Dino Baldi), concentra en su más acendrada expresión la máxima inhumanidad y la máxima humanidad. La maldad gratuita y la bondad desinteresada sólo la encontramos allí donde la impunidad choca contra el chasis desnudo de una última resistencia humana sin recompensa. Así como hay un “arte por el arte”, hay también una “humanidad por la humanidad”, por el puro gusto instintivo de seguir siendo humano; y ese instinto es la razón oculta de nuestra supervivencia antropológica. Lo terrible es que se revele sobre todo allí donde está más amenazada.

Cuando decimos de una “obra literaria” que “me gusta” no estamos diciendo que la hayamos leído con gusto. Sólo un sádico perverso disfrutaría con El caparazón. Pero hay algo en el incomodísimo disgusto que nos produce su lectura que es narrativa, política y éticamente reivindicable. Estas son las paradojas de la literatura, su peligro y su formidable potencia: que no podamos dejar de leer con pasión aquello que preferiríamos que no estuviese ocurriendo. Por eso la actividad del lector, incluso de lejos y sentado en un sillón, se vierte a veces sobre el mundo y, tras introducir cambios en la mirada, ayuda a cambiar la realidad de la que procede. Eso, creo, es lo que consigue Mustafa Khalifa en El Caparazón con la inestimable colaboración, en este caso, de Ignacio Gutiérrez de Terán y Naomí Ramírez Díaz, dos de nuestros mejores arabistas, cuya traducción limpia, precisa y rica hace dolorosamente “españoles” los dolores del protagonista.

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