El 1-O y el antifranquismo franquista

Más o menos, el referéndum que se celebró el domingo fue como el que convocó Franco en 1966 con la intención de legitimar el régimen. Esto explicaba recientemente el presidente y exdirector del diario El País, Juan Luis Cebrián, en un artículo titulado «Carnaval político en Cataluña». Su relato, sin embargo, es confuso. Se presenta como un buen chico antifranquista que se vio obligado a votar mientras hacía la mili, y asegura que votó no. Todo ello es extraño. De hecho, resulta simplemente increíble. Cebrián fue subdirector nada menos que de Pueblo, diario del Movimiento (su padre, Vicente Cebrián, era director de Arriba, voz oficial de Falange Española). En 1974, con Franco aún vivo, fue nombrado director de Radio Televisión Española: colaboró con la dictadura ocupando un cargo en ese momento decisivo. Al cabo de sólo dos años, sin embargo, fue el primer director del diario progre por antonomasia, El País. Dos años, dos: ¿esto es una evolución o un simple truco de prestidigitación? Cuando tienes un periódico, ni una cosa ni la otra: puedes tunear el pasado y hacerte pasar por quien no eres. Consolidar una impostura es una pura cuestión de cuartetos. No es casual que el mito extravagante del franquismo antifranquista, o del antifranquismo franquista, se haya consolidado justamente en el seno de este diario.

Hace cosa de un año Félix de Azúa publicaba un artículo («Querido padre») en el que afirmaba: “ Verás, tú fuiste un hombre honrado. Alférez provisional, pero de los honrados. Te tocó dirigir la arquitectura y urbanización de uno de los conglomerados económicos más enormes de la España de los años cincuenta. […] A tus hijos nos empujaste a la única dignidad que dejaba el franquismo, la revolución soviética aplicada a ritmo de jota”. Es el mundo al revés.

Me pregunto -creo que legítimament- por qué, pues, mis abuelos, que estaban en el otro lado de la trinchera, pasaron años en prisión y en el exilio, mientras que a este señor «le tocó»(?!) un cargo tan goloso. Me pregunto igualmente por la improbable congruencia de esta furia revolucionaria soviética (secreta, por supuesto) en relación con el urbanismo salvaje de la época. Pienso que tengo derecho a dudar de la fiabilidad del relato, como otros han dudado también de lo que contaba Eugenio Trías en cuanto a su familia después del documental de Dolors Genovés, o del ambivalente testimonio de Esther Tusquets y de tantísimos otros. Todos tienen derecho a explicar su pasado familiar como quieran, evidentemente; pero yo también tengo derecho -supongo- que no se meen en la memoria de quienes, como mi abuelo materno, sí que acabaron en el campo de concentración de la isla de Saltés, por ejemplo, por haber defendido la República y las libertades de Cataluña; o de quienes fueron perseguidos por los alemanes en la Francia ocupada, como mi abuela y mi madre, que entonces tenía sólo dos años; o de mi abuelo paterno, que perdió la salud en un penal infecto.

La impostura, en todo caso, no deriva de los palos del domingo. No: es la divisa fundacional del diario El País. En 1979 Manuel Fraga Iribarne publicó ‘Memoria breve de una vida pública’. En algunas de las 378 páginas del libro se podían leer cosas realmente desconcertantes. Por ejemplo, se ponían en boca del general Franco frases como «Yo me estoy volviendo comunista» o «¿Por qué se empeñan ustedes en ser dictadores?». Pues bien: el 10 de febrero de 1980 el diario El País publicó una elogiosa reseña firmada por el periodista canario Juan Cruz en la que, entre otros aspectos, estas dos frases se daban por buenas. Ninguna actitud crítica.

El discreto proceso de revisionismo histórico, elaborado a escala industrial, comenzaba a dar sus frutos. En nombre de la concordia y de la reconciliación, se acababan equiparando moralmente las víctimas y los verdugos, como si todo fuera lo mismo. Este es justamente el espíritu con que se edificó el Valle de los Caídos: todos los muertos juntos, todos los muertos iguales. Todos felices, progres y amnésicos. Algunos pesados, como un servidor, lo estamos repitiendo desde hace décadas, con poco éxito. Desde el pasado domingo, con el escenario siniestro de un apaleamiento masivo (¡qué cobardía, la de estos ‘perros’ barriobajeros uniformados!), las cosas han cambiado. No hablo desde un punto de vista político, sino moral. No es lo mismo agredir que ser agredido. Un minuto antes del 1 de octubre ciertas actitudes me parecían, al menos, bienintencionadas. Hoy ya no. Quien no entienda esta distancia moral -repito que ahora no hablo de política- me da miedo.

ARA