La ciudad destripada

La protección del patrimonio arquitectónico y arqueológico continúa siendo, en nuestro «pragmático» país, un tema que no acaba de ser suficientemente asimilado, a pesar de responder a principios universalmente aceptados e insertos plenamente en la cultura contemporánea; los congresos de expertos amparados por organismos internacionales, Sociedad de Naciones, Unesco (Conferencia de Atenas-1931; Carta de Venecia-1963; Carta de Cracovia-2000), recogiendo largas experiencias, contienen conceptos y recomendaciones básicas en tal sentido:

La noción de monumento comprende tanto la creación arquitectónica aislada, como el ambiente urbano o paisajístico, las grandes obras y también las modestas…

Los bienes deben mantener su autenticidad e integridad, incluyendo los espacios internos; en su protección deben aplicarse estudios y técnicas interdisciplinares…

Las ciudades históricas deben considerarse integralmente: estructuras, espacios y factores humanos; la pluralidad de valores e intereses concurrentes requiere una comunicación entre especialistas y administradores, con participación efectiva de los habitantes, priorizándose el interés colectivo frente al particular…

La conservación del patrimonio puede contribuir al desarrollo económico y social; el turismo cultural, potencialmente positivo, es factor de riesgo, etc.

En la problemática del patrimonio arquitectónico, los centros históricos (incluyo los ensanches del siglo XIX) desbordan el campo de la mera protección cultural, por su tamaño y su importancia urbanística y social. La cuestión de su conservación ha preocupado a toda Europa desde la Segunda Guerra Mundial; las bombas causaron enorme destrucción, pero fue mayor la producida por los posteriores desarrollos expansionistas: abandono, degradación, sustituciones edificatorias salvajes, afectaron negativamente a sus habitantes. A partir, sobre todo, de los años 1960-70, dicha situación provocó la reacción de urbanistas, arquitectos, sociólogos, geógrafos, etc., así como de responsables políticos consecuentes: la vieja ciudad, además de sede histórico-artística, fue ámbito de regeneración ambiental y residencial, redistribución de usos y equipamientos, etc. Ciudades de Italia, Reino Unido, Alemania… iniciaron un esfuerzo recuperador que añadía a los fines rehabilitadores, una amplia visión urbanística de la ciudad, ligando los aspectos culturales con los socioeconómicos de interés general. Las presiones inmobiliarias incidieron, sí, en los desiguales resultados de aquellas experiencias europeas, pero no invalidaron el cambio de enfoque: desde la visión simplista del problema (la ciudad vieja sería un indeseable «îlot insalubre» destinado al derribo; una serie de solares edificables; un parque temático…), a otra más compleja y socialmente más justa. Aun viendo que la «planificación» en urbanismo tenía componentes de incertidumbre que podían llevar a optar preferentemente por un planeamiento de carácter físico-formal, no era menos cierto que su ausencia dejaba el campo libre a las acciones especulativas perjudiciales para el tejido social.

En nuestro País Vasco los problemas de la ciudad antigua no son, en general, muy diferentes de los europeos aunque las condiciones sociopolíticas sean bastante distintas; sin embargo, la legislación existente en materia de suelo, cultura y rehabilitación permite, en teoría, afrontar su protección en la línea de las positivas iniciativas citadas, incluyendo aspectos tales como el mantenimiento de la población, especialmente la más vulnerable. Pero, sin una voluntad pública, difícilmente se puede activar el potencial normativo.

Hay que decir que hoy no se dan en nuestros cascos históricos actos de destrucción masiva; pero las situaciones de desprotección y/o de pérdida de bienes de valor arquitectónico son frecuentes; asimismo siguen dándose episodios de degradación y abandono poblacional, pobres reconstrucciones «imitativas», terciarización excesiva (hostelería, comercios, oficinas, etc.), o privatización de equipamientos públicos, que han afectado a la calidad de vida y el equilibrio funcional. Recientes episodios de contestación ciudadana –por ejemplo en Donostia, en relación con derribos, saturación de actividades, supercentralización…– apuntan hacia cierta permisividad de la administración ante iniciativas donde asoman intereses económicos privados; situación en la que parece dominar el laissez faire y el negocio.

Los viejos centros urbanos no son únicamente objetos, están llenos de vida; su ordenación, no puede desligar los aspectos formales-culturales de otras cuestiones que interesan a sus habitantes; por ello debe incluir dos grandes temas:

Un adecuado análisis disciplinar sobre su situación física, su historia, arquitectura, arqueología, arte… (los descuidos en estos campos han llevado a errores de valoración cultural) donde el estudio específico y particularizado de los edificios y elementos urbanas es indispensable.

Una fundamentada fijación de objetivos socio-urbanísticos; que aunque puedan parecer ajenos a la protección cultural en sí, no lo son absolutamente, puesto que las relaciones orgánicas con el conjunto urbano, el tipo de población, los usos, las necesidades residenciales, dotacionales, etc., influyen en la estrategia y modos de intervención y gestión, y, por lo tanto, en las propuestas técnico-normativas.

La protección meramente física, si bien tiene un alto grado de autonomía disciplinar, no es completamente aséptica ya que pueden darse diferentes condiciones que la afectan (degradación, despoblación, saturación, funcionalidad, propiedad…) y/o distintos modelos existentes o previstos («ciudad-taberna», «ciudad-fonda», «ciudad-bazar»…). Por ejemplo, la visión pintoresquista, folclorista, escenográfica, inmaculada, (¿¿…la ciudad medieval «tal y como era…»??) supone un enfoque elitista que condicionará los tipos residenciales, los usos y la población; y no precisamente en el sentido de la deseable variedad urbana.

Importan, pues, tanto los objetivos como el evitar cualquier simplificación gratuita.

Sería, por ello, inadmisible que la «protección» de la Parte Vieja donostiarra, permitiera, desde una normativa preconcebida y genérica, el «vaciado» de los edificios históricos (mayoritariamente neoclásicos), destruyéndolos internamente. Tal sistema –aplicado ya en el Ensanche (quizás justificable en su día, dado el riesgo evidente; pero que hoy debería reconsiderarse)– supone un reduccionismo normativo extremo. Ningún plan de protección cultural puede ignorar el carácter integral de una obra de arquitectura, ni eludir el rigor necesario de los estudios previos, o los más prudentes modos de intervención como la restauración o la rehabilitación; la ciudad no es una mera reserva de parcelas económicamente aprovechables, cercadas por muros decorativos (privilegiadamente ubicadas, urbanizadas y equipadas a costa de toda la ciudadanía…) ¡deseable botín!

Los destripes o vaciados internos de los edificios son altamente especulativos; el consecuente incremento de los precios inmobiliarios produce un fuerte cambio social: desde la estratificación (vertical) de clases en una misma finca –que la ciudad burguesa del XIX aceptaba, hasta cierto punto, con naturalidad, diversificándola positivamente– a la distribución (horizontal) según los precios inmobiliarios, donde los habitantes menos pudientes son «expulsados» de las áreas centrales hacia barrios y municipios periféricos.

Nuestro tradicional pragmatismo no puede reducir este tema a esquemas simplistas, no siempre justos ni colectivamente baratos. La protección de la ciudad histórica exige, además de necesarios análisis disciplinares, objetivos sociales de interés general, participación ciudadana efectiva, programación y financiación pública y privada; ello resulta claramente rentable en lo social pero también puede serlo, sin duda, en lo económico.En un momento en que se prepara un cambio legal sobre patrimonio cultural, sería necesario y oportuno reflexionar sobre tan importantes cuestiones.

NAIZ