Una flagrante estupidez

Sabemos que en la evolución de la vida en el planeta (Darwin) no hay ningún plan establecido. Y también sabemos que la historia de los humanos se caracteriza por su carácter abierto. No hay leyes inexorables que la conduzcan. Hegel y Marx se equivocaban. El progreso existe, especialmente en algunos ámbitos (ciencia, tecnología), a veces incluso ha venido a través de ideas que ­resultaron erróneas pero que ayudaron al avance del conocimiento (el flogisto, el calórico, el planeta Vulcano, el éter…).

En el ámbito político también hay progreso, pero su recorrido es mucho más caótico, incierto y tortuoso. Sin embargo, el contraste entre las monarquías del Antiguo Régimen y las democracias liberales actuales y sus estados de bienestar resulta espectacular en términos de derechos, libertades y procedimientos de control legal y político del poder.

Pero este tipo de democracias muestran, por una parte, muchas imperfecciones en relación con el cumplimiento práctico de sus propios valores y objetivos (vulneraciones de derechos y libertades, disoluciones de la separación de poderes, usos espurios o ilegítimos de la legalidad, prácticas de guerra sucia, corrupción y fraude fiscal, limitaciones del pluralismo nacional, cultural o religioso, conculcaciones autoritarias de la seguridad jurídica por parte de los gobiernos, influencia en las decisiones colectivas de grupos y lobbies económicos, etcétera). Por otra parte, la realización de los ­valores liberaldemocráticos se muestra como un viaje siempre inacabado. Entre otras razones porque de hecho no compartimos los mismos valores, y cuando los compartimos no los interpretamos de la misma manera, y cuando sí que lo hacemos los jerarquizamos de maneras diferentes. Un tanto paradójicamente para los racionalistas, el consenso moral de base de las democracias resulta a veces más precario cuando más profundizamos en los pretendidos conceptos y valores que lo sustentan.

Es lo que observamos en nuestro contexto. No hay consenso normativo sobre cómo se tiene que regular en términos democráticos el pluralismo nacional. A veces ni siquiera se acepta que exista este tipo de pluralismo. Eso no sería un drama si este consenso normativo, que en el caso español creo imposible de alcanzar por varias razones (conceptuales, históricas, analíticas, políticas y morales), se supiera sustituir por un consenso de carácter pragmático. Es decir, por un acuerdo del tipo que los filósofos llaman ‘modus vivendi’ basado en pactos institucionales prácticos que permitieran salir de los callejones sin salida donde nos sitúan actualmente la combinación de una rígida cultura jurídica heredada de tipo francés –en contraste con la cultura anglosajona, de carácter general más flexible y pragmático– con la tradición del nacionalismo estatal, de carácter jerárquico y antifederal, que es transversal tanto en la derecha como en la izquierda española.

Sin embargo, las esperanzas de llegar a consensos pragmáticos también se han evaporado. El conflicto actual entre el Estado español, de un lado, y las instituciones y buena parte de los ciudadanos de Catalunya, del otro, muestra el contraste entre dos culturas políticas, entre dos imaginarios paralelos, entre dos países cada vez más disjuntos.

La ruptura de las esperanzas presenta raíces profundas. La degradación del Estado de derecho español resulta tan notoria como su incompetencia para reconducir su crisis nacional-territorial, que es una crisis profunda, una crisis de régimen, una crisis de Estado.

Vivimos inmersos en un océano de mentiras políticas y jurídicas que los medios de comunicación amplifican, sobre todo los medios nada plurales de la capital. Algunos clásicos ya lo detectaron. “Imaginaban y al mismo tiempo se creían sus propias imaginaciones”, decía Tácito en relación con las noticias falsas que circulaban en los primeros tiempos del imperio romano. Y Carlo Ginzburg destaca cómo Hobbes dice una cosa parecida sobre cómo los hombres contemplan “con temor reverencial sus propias imaginaciones”.

Comentando la obra de Tocqueville, Stuart Mill constata que “la mayoría, allí donde constituye el único poder, un poder que decreta sus órdenes en forma de disturbios, inspira un terror que a veces no consigue excitar al monarca más arbitrario” (…) El mal gobierno del que hay un peligro permanente en la civilización moderna toma la forma de malas leyes y de malos tribunales”.

El tema o problema irresuelto de fondo se puede resumir como el del reconocimiento y acomodación desde la igualdad del pluralismo nacional del Estado. Si Catalunya no alcanza la independencia vamos hacia una constitucionalización todavía peor que la actual. En la política comparada de las democracias plurinacionales hay soluciones institucionales que permiten, si no resolver definitivamente el problema, como mínimo gestionarlo de manera civilizada a partir de acuerdos pragmáticos que garanticen “protecciones liberales” a las naciones minoritarias. Sin embargo, en las últimas semanas se están poniendo las bases (artículo 155) para deslegitimaciones y confrontaciones futuras que provocarán una inestabilidad estructural que puede durar mucho tiempo. Una flagrante estupidez.

LA VANGUARDIA