La vida no es normal

A finales del siglo pasado publiqué un libro de cuentos titulado La vida normal (Proa, 1998). Como quiera que un jurado tan subjetivo como cualquier otro tuvo a bien de premiarlo con el Ciutat de Barcelona, obtuvo más eco del esperado. La portada era una imagen del Liceu incendiado, porque en una de las narraciones un lampista anarquista volvía a quemarlo. En combinación con el título, aquella imagen me comportó preguntas recurrentes. Todos los entrevistadores querían saber si me parecía normal que alguien quemase el Liceu y si yo llevaba una vida normal. El título provenía de una anécdota doméstica. Décadas atrás, una noche de manta, peli y sofá, veíamos El padrino de Ford Coppola y mi pareja se durmió. En un momento determinado, se despertó, fijó la mirada en la pantalla y me preguntó: “¿Ahora dónde estamos, en el pasado o en la vida normal?”. Con la vida normal se refería al presente, contraponiéndola a los episodios recordados del pasado, pero la expresión me pareció tan inquietante que me la quedé y de ahí saltó a la portada del libro que estaba escribiendo.

La normalidad es un concepto resbaladizo. Proviene de una norma establecida, pero también se asocia al curso natural de las cosas, lo que da munición a los moralistas ansiosos por excluir al divergente. También puede tener una dimensión estadística, en el sentido que indica una elevada frecuencia de aparición. Pero el diccionario jerarquiza los sentidos. En el DIEC la primera acepción es la de la norma (“d’acord amb una norma establerta, que no se’n desvia”), la segunda la de la naturaleza (“que no se separa del seu estat natural”) y la tercera la frecuencia (“que és conforme al tipus més freqüent”). El DRAE no contiene esta tercera acepción, y aún invierte la jerarquía de las otras dos priorizando la naturaleza sobre la norma. Cada vez que las fuerzas constitucionalistas invocan la normalidad para Catalunya lo hacen pensando en las dos primeras acepciones. La norma es la Constitución, claro, y el estado natural, ser español (gente normal, en garcialbiolés). En cambio, el independentismo se aferra a la tercera acepción, la que no contempla el DRAE. Igual como quería el 1-O, quiere que el 21-D seamos contados para constatar cuál es el tipo más frecuente de elector catalán. La única (mínima) diferencia que se intuye entre Iceta y el dúo Albiol-Arrimadas es en la definición de normal. Los tres se llenan la boca con el hecho de no desviarse de la norma, pero ­Albi-Arri, diría, se sienten más cómodos que Iceta con el argumento natural. Para ellos, el independentismo es contra-natura. Ahora bien, diga lo que diga el DRAE, en una sociedad democrática la única acepción de normal que cuenta el próximo 21-D es la tercera del DIEC. A más votos, más normales todos. No hacer caso de ello sería pasar de la normalidad a la anormalidad.

LA VANGUARDIA