Un problema español

Es posible que, como sostiene algún ilustre opinador, el «problema catalán» de estos últimos años sea en realidad el gran problema español. Lo que es seguro, en todo caso, es que el proceso independentista ha hecho aflorar serios problemas de la cultura política y social española, problemas que la relativa quietud y la estabilidad aparente del treintenio 1980-2010 habían enmascarado. Y entre estos uno de los más importantes es la ausencia, a lo largo del siglo XX, de una concepción de España y de un patriotismo español realmente democráticos e inclusivos.

De este tipo de patriotismo brillaron algunas chispas, espejismos. Tal vez la más conocida e intensa fue el discurso de Manuel Azaña en Barcelona en marzo de 1930. El futuro dirigente republicano, «español por los cuatro costados«, propuso entonces a los catalanes «una unión libre de iguales con el mismo rango» ; y añadió: «Tengo que deciros también que si algún día dominara en Cataluña otra voluntad y resolviera ella remar sola en su navío, sería justo el permitirlo y nuestro deber consistiría en dejaros en paz, con el menor perjuicio posible para unos y otros, y desearos buena suerte … » Por desgracia, cuando al cabo de un año y medio llegó al poder, el mismo Azaña olvidó eso de la «unión libre de iguales con el mismo rango» y sostuvo apenas una autonomía regional otorgada -y regateada- por el legislativo español. Más tarde, ya en la amargura de la Guerra Civil, se volvería contra el catalanismo y contra los catalanes en general, hasta el punto de añorar «el sistema de Felipe V «: «Es una ley de la historia de España la necesidad de bombardear Barcelona cada cincuenta años«.

Si, en el caso de Azaña, este fue el punto de llegada, para la porción más decisiva del pensamiento político español contemporáneo este punto de vista -el de la negación, el desprecio, la amenaza, la descalificación y la represión- fue siempre el terreno desde el que abordar la cuestión de la pluralidad identitaria de España, o de la existencia de nacionalismos alternativos al español.

Desde los grandes nombres de la Generación del 98 (Unamuno, Baroja, Azorín, Maeztu…) hasta Ortega y Gasset, todos ellos -con las matizaciones y evoluciones de cada uno- contribuyeron a alimentar y difundir una concepción esencialista y mística de España, de una España eterna, metafísica, dogmáticamente uninacional, forjada en el molde castellano. «Es Castilla -escribe Ortega, y hay que saborear sus palabras precisas- quien reduce a unidad española a Aragón, Cataluña y Vasconia «, en un proceso de «sometimiento, unificación e incorporación«. Es la lengua castellana, y ninguna otra, la que expresa el auténtico espíritu colectivo del pueblo español. Para los defensores de esta España cualquier aceptación de la pluralidad, de los «espíritus regionales«, de las «lenguas vernáculas«, abría las puertas a la disgregación política.

Es sobre estos fundamentos como se levantaron las obsesiones nacionales y nacionalizadoras de aquella dictadura nacionalista española -aunque muchos historiadores se resistan a identificarla así- llamada franquismo. Un franquismo que, caricaturas en parte, tuvo tiempo, medios e ideólogos capacitados (Pedro Laín Entralgo, Antonio Tovar, José Antonio Maravall, Gonzalo Torrente Ballester, Alfonso García Valdecasas…) para impregnar profundamente las élites de dos o tres generaciones con sus concepciones antidemocráticas y excluyentes sobre la identidad española. Como, después de 1977, no se hizo nada para desmontar ni sustituir aquellas concepciones, el cóctel orteguiano-falangista sigue hoy en plena vigencia.

Permítanme un pequeño experimento. Yo transcribo que, «en relación a Cataluña, ni la más mínima concesión puede ser hoy tolerada «; que «el separatismo es signo de decadencia«; que hay que acabar con los «residuos de reinos antiguos, de fueros y, un poco más atrás, con los ecos de tribus y cavernas«; que «Cataluña no es de Esquerra ni de los catalanes. Cataluña es de España «; que es urgente » descuajar aquel patriotismo primitivo, parcial y antagonista [el catalán] para sustituirlo por el gran patriotismo que hizó grande a Cataluña [español]». Y ustedes creerán que están leyendo a Pepe Borrell, o a Rivera, o a García Albiol, o al editorialista de cualquier diario de Madrid.

Pues bien, no. Las citas recogidas, y muchas otras similares, pertenecen a Ramiro Ledesma, Onésimo Redondo, José Antonio Primo de Rivera, Ramón Serrano Suñer y otros autores falangistas, y están fechadas entre 1931 y 1941. No, esto no quiere decir que los que hoy las reproducen casi literalmente sean también unos fascistas. Pero muestra hasta qué punto el actual discurso político español está, por debajo de fachadas constitucionales y democráticas, empapado de tópicos y esquemas mentales que provienen del pasado más negro.

Los vencedores de la Guerra Civil querían «nacionalizar las regiones separatistas«; en 2012, el ministro Wert decía: «Nuestro interés es españolizar a los niños catalanes«. En 1939, el fascista Ernesto Giménez Caballero escribía, como para justificar el empleo y el aplastamiento de Cataluña: «La maté porque era mía«. En 2017 ciudadanos ordinarios despedían la policía enviada a reprimir a los catalanes independentistas con el grito de «¡A por ellos!«.

Sí, quizá sí que estamos ante un problema español.

ARA