Los últimos de Bizancio

 


Mistra se convirtió en la sede espiritual del Imperio bizantino cuando Constantinopla cayó en manos de los turcos, en 1453. Su gozo fue corto: solo ostentó el título siete años.

• Mistra, la capital griega del Imperio bizantino, es una ciudad en ruinas que se yergue en un monte coronado por un castillo medieval y en la que se intuyen vestigios del pasado

Las velas de un candelabro iluminan los frescos de una de las iglesias que todavía no han sido devastadas por el paso del tiempo.

El castillo de Mistra, con el monte Taigeto al fondo, preside los restos de la que fue una ciudad imperial. Foto: XAVIER MORET XAVIER MORET

MISTRA

Escribe el británico Steven Runciman, el historiador que mejor ha sabido narrar la caída de Constantinopla y el final del Imperio bizantino, que «la belleza de Grecia se basa sobre todo en el contraste entre promontorios pronunciados y golfos de aguas azules, entre montes pelados y valles fértiles». Uno de los lugares donde mejor se aprecia este contraste es en la península del Peloponeso y, en especial, al llegar a Esparta, cuando después de recorrer una carretera que zigzaguea por la montaña, el viajero descubre un valle lleno de olivos, regado por el mítico río Eurotas, que acoge en su centro la mancha blanca, no menos mítica, de la ciudad de Esparta.

La verdad es que no queda casi nada en Esparta que permita sospechar aquellos tiempos lejanos en los que la ciudad competía con Atenas por la supremacía de la región, o en los que el rey Menelao estaba casado con la bella Elena, cuyo rapto daría lugar a la famosa guerra de Troya y, de rebote, a obras tan maravillosas como La Ilíada y a La Odisea. Tan solo queda el nombre, ya que la antigua Esparta fue engullida por la historia y solo volvió a nacer, por decreto real, en 1834, poco después de que Grecia consiguiera librarse de la dominación turca.

Nada queda en la cuadrícula de calles de la moderna Esparta de aquella sociedad en la que el adiestramiento militar era el centro de todo, en la que, como recuerda Robin Lane Fox en El mundo clásico (Crítica), «a la edad de 7 años, lo niños abandonaban a sus familias y tenían que aprender a caminar descalzos, a dormir a la intemperie o sobre duros jergones y a robar como si se tratara de una misión arriesgada».

Es cierto que apenas si queda nada de la antigua Esparta, ocupada por los romanos en el siglo II a. C., pero aun así vale la pena viajar hasta allí para visitar, a tan solo ocho kilómetros de la ciudad, las ruinas de Mistra. Es esta una atractiva ciudad amurallada que se yergue en la ladera de un monte coronado por un castillo medieval, franqueado por un precipicio y con las espaldas bien protegidas por los más de 2.000 metros del monte Taigeto, desde donde se dice que los antiguos espartanos, obsesionados por la perfección, arrojaban a los recién nacidos con defectos físicos y a los delincuentes.

Las ocho iglesias y nueve capillas que sobreviven en Mistra entre muros caídos, montones de cascotes, caminos empedrados y cipreses mal crecidos, permiten evocar el esplendor perdido de Bizancio, ya que fue esta ciudad la que, tras la caída de Constantinopla ante los turcos, en 1453, cogió el relevo de capital espiritual, aunque solo pudo ostentarlo durante siete años, hasta 1460.

La historia de Mistra, heredera del espíritu de las cruzadas, empieza tarde, dura poco y termina mal. Steven Runciman lo resume con estas palabras: «Se fundó hace tan solo siete siglos y medio, y sus días de gloria duraron menos de dos siglos. Y ha pasado un siglo y medio de su destrucción final». A pesar de todo, hoy resulta fácil sentir el vértigo de la historia en Mistra, ciudad que en 1348 llegó a ser capital del despotado latino de Morea, establecido tras la conquista de Constantinopla durante la cuarta cruzada.

La última dinastía

Fue, de hecho, la llegada al Peloponeso de los caballeros francos participantes de las cruzadas lo que propició el nacimiento de Mistra; Guillermo de Villehardouin construyó el castillo de la ciudad en 1249 para proteger su palacio, al pie de la montaña, y solo 13 años después lo conquistaría Miguel VIII, miembro de los Paleólogos, la última dinastía reinante del Imperio bizantino.

Un manto de silencio cubre hoy las ruinas de Mistra, un lugar de reyes que atrajo en el siglo XV a filósofos como Gemisto Pletón y a numerosos artistas que decoraron sus iglesias. En ella es posible encontrar también el rastro de la curiosa dinastía de los Paleólogos, que se relacionaron con los Almogávares y que según algunos historiadores usaron la diplomacia para que los catalanes atacasen Sicilia, en 1282, en las famosas Vespres Sicilianes.

La ciudad de Mistra la fueron formando poco a poco, alrededor del palacio, gentes que buscaban la protección de las murallas en unos tiempos convulsos. Todavía hoy es posible ver el trazado de sus calles en cuesta, imaginar cómo eran las casas y admirar el palacio y las iglesias que aún se conservan.

Solo en una de ellas, la de Pantanassa, construida en 1428, reconvertida en convento y decorada con bellos frescos, viven todavía unas pocas monjas, los últimos habitantes de Mistra. Desde la entrada pueden verse las ruinas de la ciudad y, a lo lejos, en el llano repleto de olivares, la mancha blanca de Esparta.

En el pequeño museo de Mistra llama la atención una placa de mármol que recrea el supuesto ascenso a los cielos de Alejandro el Grande, símbolo de un esplendor de Grecia que queda ya muy lejos. El monasterio de Peribleptos, del siglo XIV y la iglesia de San Demetrio son también lugares que emocionan, en especial cuando se descubre labrada en el mármol el águila bicéfala del Imperio bizantino.

El último emperador de Bizancio, Constantino XI, fue déspota de Mistra antes de acceder al trono de la que llegó a ser la segunda ciudad más importante del Imperio bizantino, después, claro está, de Constantinopla. En 1460 la ciudad cayó en manos de los turcos, aunque posteriormente fue ocupada por los venecianos entre 1687 y 1715. Volvió a ser turca hasta 1832, y dos años después, el rey Otto de Grecia decidió fundar Esparta y trasladar a esta nueva ciudad a los que todavía vivían en Mistra. Con todo, aún quedaron en Mistra unos pocos residentes, que se marcharon definitivamente en 1953, dejando las calles y muros de la ciudad en manos de una historia compleja y de sus espectros. En 1989, Mistra fue declarada por la Unesco patrimonio de la Humanidad y desde entonces han aumentado los trabajos de restauración.

Mundo clásico y medieval

Fue en Mistra, recuerda Steven Runciman, donde Goethe, que por cierto nunca visitó Grecia, situó, en la segunda parte de su Fausto, el encuentro de Fausto y Elena de Troya. «No podía haber sitio mejor para el encuentro del mundo clásico con el medieval que esta ciudad construida tan cerca de Esparta», concluye el historiador, «esta ciudad en la que la cultura clásica tan bien se conservó y enseñó. De este encuentro surgió el Renacimiento».

Publicado por El Periódico de Catalunya-k argitaratua