Entrevista: Santiago Alba Rico: «Hoy el marxismo puede y debe ser nacionalista»

Galizalivre.org tuvo la oportunidad de entrevistar a Santiago Alba, un agitador político-literario (según sus propias palabras) que se ha venido significando en los últimos años por una de las denuncias más atrevidas y rigurosas del capitalismo desde la implicación en numerosos proyectos políticos y mediáticos del nacionalismo y de la izquierda. Especialmente conocido por su apoyo a la causa árabe, es colaborador habitual del periódico Novas da Galiza y participó en nuestro país en la reciente Semana de Filosofía. La conversación que reproducimos a continuación incide detalladamente en algunos de sus temas de reflexión habituales.

 

Cuéntanos cómo comienza tu compromiso con la izquierda. ¿Cómo llega esa vinculación entre pensamiento, intelectualidad y movimientos sociales?

 

La verdad es que me resulta difícil localizar en mi pasado ese punto auroral en el que comencé a interesarme por la política y a implicarme en ese terreno desde el trabajo intelectual. Lo que sí recuerdo es que para mí fue muy importante, tras la victoria del PSOE en el año 1982, descubrir hasta qué punto ese triunfo, lejos de ser un avance para la izquierda, supuso una malversación traicionera de uno de los capitales de izquierdas más importantes de un país europeo tras la IIª Guerra Mundial. Y como punto de inflexión muy claro, la campaña que el PSOE, tras haberse comprometido a sacar al estado español de la OTAN, hizo a favor del ingreso en la Alianza Atlántica. Fue en ese momento cuando mi amigo Carlos Fernández Liria y yo escribimos ese panfleto, ese primer libro llamado Dejar de pensar que, siguiendo el modelo de los viejos catecismos de adoctrinamiento marxista del siglo XIX, en un tono corrosivo, trataba al mismo tiempo de resumir las bases del marxismo y desenmascarar las políticas del PSOE. Es a comienzos de los años 80, pues, cuando mi formación filosófica se dirige ya a la intervención política: utilizar la pluma para analizar y denunciar el modelo político y soicial del capitalismo. En cualquier caso, debo decir que no recuerdo un solo momento de mi vida consciente en el que, al menos de una manera borrosa, no tuviese muy clara cuál era mi posición política, incluso procediendo de una familia como la mía, una familia burguesa. Antes de formular racionalmente mis posiciones ya tenía muy claro dónde me situaba.

 

Después comienzas tu compromiso más específico con la causa árabe…

 

Lo de la causa árabe es más bien una casualidad. Por mis lecturas, por proximidad sentimental e histórica, todo me empujaba hacia Europa del sur, hacia Francia, hacia Italia… pero en virtud de factores que cambian la propia actividad intelectual, incluso la propia vida, este giro tuvo que ver sobre todo con un momento muy personal de mi vida en el que necesitaba una ruptura espacial y lingüística con lo que hasta entonces había sido mi biografía, de manera que el hecho de que acabara viviendo en El Cairo responde más bien al azar. Podría haber acabado igualmente en Islandia o en China. Lo cierto es que, retrospectivamente, uno tiende también a creer que la existencia está regida por una suerte de providencia que te dirige siempre hacia ese lugar que sin saberlo era el tuyo. Y es verdad que la casualidad me llevó a una zona del mundo en la que, aparte de haber aprendido mucho, personalmente siempre me sentí muy cómodo. Al mismo tiempo, y esto sí que es una desgracia que nada tiene que ver con el azar y sí con determinaciones históricas muy duras, lo cierto es que elegí para vivir una zona del mundo que es desde hace muchos años, y seguirá siendo todavía por muchos años, uno de los focos privilegiados de la atención pública y del sufrimiento humano más intenso. Por eso era inevitable que acabase de alguna manera implicado en lo que allí ocurre y me comprometiese en alguna medida con la suerte de esos países.

 

Formas parte de un colectivo o corriente intelectual que desde la izquierda y los medios alternativos no sólo critica al capitalismo sino que insiste en la idea de que vivimos en la crisis y en el nihilismo, al borde de la barbarie. ¿Cómo sintetizarías esta idea de que el mundo en el que vivimos no sólo es malo, no sólo no es mejorable, sino que nos conduce directamente a la catástrofe?

 

Antes del 11-S, pero desde luego a partir del 11-S, enfrentados a unos aparatos de configuración de la conciencia –o, mejor dicho, de disolución de la conciencia- que no son sólo la obra de mentes maquiavélicas operando en la sombra, sino que de alguna manera tienen su propia inercia y forman parte de las condiciones estéticas de una sociedad capitalista de mercado, comenzó a resultarme particularmente inquietante un fenómeno: ¿por qué en un mundo en el que no dejan de ocurrir cosas, como nunca antes, en el que ocurren ininterrumpidamente cosas, nunca ocurre nada, nunca nos ocurre nada? ¿Qué tiene que ocurrir para que, estemos donde estemos, siempre estemos en el mismo lugar, para que, veamos lo que veamos, siempre veamos lo mismo? Vivimos en una sociedad caracterizada por la renovación acelerada de las mercancías en la que las cosas mismas, bajo la forma mercancía y sometidas a la presión terrible de la renovación permanente, acaban por convertirse ellas mismas en imágenes. Y las imágenes, como objetos temporales que son, cada uno de cuyos momentos está destinado a desvanecerse, son soportes ontológicos muy débiles. De manera que una sociedad dominada por la mercancía y por la forma mercancía es una sociedad que no puede mirar las cosas sin despojarlas al mismo tiempo de existencia. Por eso yo hablo de nihilismo, y esto sin duda queda más claro si pensamos en la invasión de Iraq. Justo antes del comienzo de los bombardeos salí yo de Bagdad, una ciudad hermosa, una ciudad digna, una ciudad poblada de gente que nos trataba con exquisita cortesía, de gente que, aún sabiendo que pocas horas más tarde iba a ser víctima de una invasión, se mostraba en todo momento serena, digna, cortés (me gusta llamar la atención sobre esta cortesía). Cuando salía de Iraq, en dirección contraria a los aviones que iban a bombardearla, comenzaron los bombardeos y cuando llegué a Amman por la mañana, lo primero que vi en el pequeño hotel donde nos alojábamos fue una televisión encendida en la que aparecía la misma ciudad que acabábamos de dejar, expuesta ahora a las bombas de los aviones estadounidenses. Los aviones parecían estar iluminando Bagdad, en un mundo de cartones, de edificios simulados, en un escenario muerto, sin vida. ¿Qué es lo que estaban haciendo los misiles y los trazadores? Sacaban Bagdad de la obscuridad. Inmediatamente los incendios ponían esa nota entre apocalíptica y espectacular que induce a todos los niños a fijar la mirada en la luz, y entonces se produjo una especie de explosión, de bomba lógica también en mi cabeza. Veía la ciudad que acababa de abandonar, la ciudad en la que había dejado a algunos de mis compañeros, amigos iraquíes también que hoy no sé si están vivos o muertos, convertida en un espectáculo al que era imposible no dirigir la mirada. Esa tentación de mirar que está inscrita antropológicamente en la naturaleza del hombre y que bajo condiciones capitalistas se vuelve una tentación irresistible. Podemos, en efecto, reprimirnos para no oler ciertas cosas, podemos rechazar ciertos alimentos, podemos taparnos los oídos… pero es ésta una sociedad que no sabe no mirar y que acaba encontrando placer en acontecimientos que, pensados racionalmente, preferiría que no se produjesen. A mí esto me ocasionó una enorme desazón, ver esa ciudad que tanto amaba convertida en un espectáculo negado por la figura de Rumsfeld. Este hombre salía en esos momentos en la pantalla de la televisión negando que aquello fuese un bombardeo: “No estamos bombardeando Bagdad” (sobre las imágenes de la ciudad en llamas). Tuve que decirme a mí mismo: aunque parezca que están bombardeando Bagdad, en realidad están bombardeando Bagdad. Y creo que ésta es una de las cosas terribles que tienen que ver con el nihilismo y con la imagen, y que se puede traducir de esta manera: al contrario de lo que podemos creer, en la realidad se nos ofrecen las cosas tal y como son. Las cosas parecen lo que son, pero por el hecho de aparecer en ciertas condiciones, lo que aparece es la inexistencia misma de las cosas. Esto está ya de tal manera incorporado a nuestro espontáneo reflejo perceptivo, el cual es una síntesis siempre-ya-elaborada, siempre construida de antemano, que abordamos los objetos y los cuerpos sin necesidad de ninguna manipulación, sin necesidad de ninguna inducción deformativa. En efecto, en el marco de la renovación acelerada de las mercancías, mirar es ya negar la existencia de las cosas.

 

Estás trabajando en un campo que nos parece relativamente nuevo en la izquierda: más allá de centrarte en las condiciones objetivas, en los padecimientos cuantificables, pones un énfasis especial en la cuestión del lenguaje como instrumento de conformación del orden capitalista.

 

Sí, es fundamental abordar este tipo de análisis. Estamos viviendo una crisis que, en término de lenguaje, no es la primera. Tiene precedentes. Hay que pensar, por ejemplo, en el período inmediatamente anterior a la guerra mundial, lo que ocurre con el lenguaje bajo la erosión del fascismo y el nazismo; ese período de propaganda sistemática en la que se utiliza por primera vez el lenguaje, al contrario de lo que puede hacer creer la divisa de Goebbels, no tanto para convertir en verdad una mentira sino para impedir toda clase de verdad. Eso es lo que está pasando ahora y se puede traducir en una fórmula que he repetido muchas veces para explicar el proceso en virtud del cual se está erosionando el lenguaje en su intimidad misma. Las mentiras de los EEUU para justificar la invasión de Iraq estaban destinadas no tanto a fingir una verdad como a destruir todo marco de credibilidad. Se trataba de que, a partir de ese momento, la gente no pudiese creer en ninguna verdad. Esta es una ley que forma parte del capitalismo, pero que en condiciones de imperialismo y ocupación militar y colonial de un país, en términos de propaganda y construcción de la aceptación del orden hegemonista, se vuelve casi imperativa: es necesario, en efecto, borrar y debilitar todas las diferencias. Y el lenguaje se caracteriza básicamente por dos rasgos: una es el acuerdo previo que se anticipa a toda comunicación. Incluso si el lenguaje puede ser ultrajado o fragilizado con mentiras, sirve en cualquier caso para decir la verdad. De otro modo no nos atreveríamos a preguntar a nadie por la calle cómo se llega a un determinado lugar. Cuando hacemos una pregunta banal, por la calle, cotidianamente, damos por hecho que el lenguaje sirve para decir la verdad. ¿Qué sucede cuando a través de una agresión sostenida y sistemática comenzamos a dudar de ese acuerdo pre-lingüístico, paralingüístico, e incluso comenzamos a pensar que el lenguaje sirve sólo para mentir? Tampoco podemos olvidar que el lenguaje –he aquí el segundo rasgo-, además de formar parte del mundo interior e íntimo –el lenguaje acoge emociones, acoge razonamientos- pertenece también al mundo concreto y social. Nacemos en la ciudad del lenguaje, que se nos anticipa ya construida, y nosotros tenemos que respetar ciertas señalizaciones, ciertas direcciones, porque ésa es nuestra manera de entendernos. Pero ocurre que la propaganda forma parte de todos los sistemas de poder desde que el mundo es mundo y todos los regímenes han bombardeado ciertas zonas de esta ciudad lingüística. Y los hombres, cuando nos bombardean ciertas casa o edificios, lo que hacemos es reconstruirlas. Lo que hoy sucede es que tanto se han bombardeado ciertos edificios, tanto se ataca el corazón de la ciudad lingüística, que nada de lo que decimos significa ya nada. Las palabras no parecen servir ya para delimitar un espacio público a través del cual establecer un contrato social, intercambiar razonamientos, sino que, aún más, las palabras de esa ciudad lingüística ya no introducen ningún efecto. Al contrario, se diría que a fuerza de repetirlas cruzamos un umbral más allá del cual –como ocurre con los drogadictos que necesitan una dosis mayor de droga para obtener un mínimo de resultado- se desencadena una pasión inútil, llevada hasta la extenuación, la fiebre agotadora de introducir a través del lenguaje un mínimo de realidad obteniendo, en cambio, un máximo de solipsismo.

 

¿Incluyes a la izquierda en esta crítica?

 

Sí, la incluyo. Hablaba de esta voluntad desesperada por introducir realidad a fuerza de sobresemantizar términos. Alguna vez ya me he referido a ello: términos, por ejemplo, como “genocidio”. Cuando la realidad es atroz y el enemigo trata permanentemente de rebajarla, la tentación es aumentarla lingüísticamente. Pero este recurso se revela completamente inútil. Ahora, cuando hay un genocidio, el término genocidio ya no dice nada. Genocidio es un término que debería utilizarse muy cuidadosamente. Hoy está sobresemantizado en virtud de eso que yo llamaba –en un artículo que escribí hace poco para vosotros- la pansemia, una suerte de epidemia de sobresemantización mediante la cual, en lugar de comunicar, las palabras contagian una especie de vacío. Hay términos tan absolutamente sobresemantizados que más vale abandonarlos, tirarlos al basurero y forjar nuevos instrumentos. Podemos citar también el término fascismo. Es un término de tan amplio espectro, un término que hasta tal punto se intercambian unos y otros, que utiliza el PP contra Batasuna, Batasuna contra el PP, que Bush utiliza contra Sadam Hussein, que los imperialistas utilizamos contra Bush… es un término de tal manera sobresemantizado, tan pansémico, que al final se convierte en un insulto. ¿Qué queremos decir con fascista? ¿Queremos decir “hijo de puta”? De acuerdo, pero eso no explica nada, no aclara nada, no ayuda a comprender lo que está en juego. El capitalismo es siempre una batidora y también disuelve el lenguaje. Y el lenguaje es fundamental, también o sobre todo en política, para hacer distinciones. Si el término no sirve para hacer distinciones, si el término genocidio no sirve para hacer distinciones, creo que hay que buscar otras fórmulas. Y yo, en un artículo que escribí hace unos años, sugería algunas posibilidades ( www.nodo50.org/csca/agenda2001/ny_11-09-01/alba3.html ). A partir del 11-S esa vertiente subjetiva e incluso estética de cómo se configura la recepción de los objetos y los discursos a través de los cuales se construye y legitima el capitalismo me interesa especialmente. La ciudad intangible (Ed. Hiru, Hondarribia, 2001), mi último ensayo de largo aliento, fue escrito antes del 11-S, y su escritura es todavía más o menos académica, más teórica. Después de esa fecha comienza a preocuparme el modo de forjar instrumentos particulares que me permitan, de una manera particular también, hacer ver a los pocos lectores que tenga aquellas cosas que en realidad no vemos a causa del nihilismo y la sobresemantización. Hay que forjar todos los días nuevos instrumentos –en mi caso de escritura. Es algo que ya hizo Bertolt Brecht en sus tiempos, en cierta medida semejantes a los nuestros: recuperar armas que habitualmente habían sido despreciadas en la intervención política. Una es el panfleto, que hay que recuperar y dignificar. Otra es la búsqueda de un lenguaje que nos toque el hombro, que nos interpele, que no mantenga distancias con el lector. De ahí la necesidad de utilizar todos esos tropos literarios que tan bien maneja la propaganda y a los que debemos devolver su capacidad para iluminar las cosas que tenemos delante de los ojos y que no vemos. Todo esto sin olvidar que si algo nos falta en la izquierda es mucha y buena información alternativa; pero sí me parece que debemos evitar cierta retórica propia de la izquierda que sólo tiene un efecto saturador. Es como si uno se metiese en el fango y dejase que se le secase encima, sin podérselo limpiar. A la izquierda hay que pedirle información, pero también análisis y armas de intervención de mucha calidad –también lingüística- que exploren otras vías. Este es uno de esos momentos en los que, como sucedió en el período de la Revolución Rusa, es la izquierda la que está obligada a explorar, renovar, a ser muy vanguardista, como lo fue en otro tiempo. Incluso para reivindicar la necesidad de pararse, de detenerse, de ralentizar la marcha y reflexionar.

 

¿No te da la impresión de que en la actualidad hay un diagnóstico bastante completo del capitalismo en contraposición a la carencia o debilidad de paradigmas alternativos? Desde el ámbito intelectual, responsable en muchos casos de elaborar ideología y diseñar paradigmas, ¿cómo se ve este vacío?

 

Creo que hay que empezar matizando o desmintiendo la idea que acabas de sugerir, esa de que los intelectuales constituiríamos una vanguardia que debería iluminar modelos alternativos. En primer lugar, y digo esto sabiendo que me afecta desfavorablemente, porque los intelectuales sabemos muy poco, estamos muy mal preparados. Al contrario que en otras épocas, hoy vamos a remolque de procesos políticos que elaboran otros. Y procesos, como ocurre en Venezuela, que no elaboran agentes intelectuales sino sociales y políticos. Modestamente, debo decir que no me atrevería a sugerir un paradigma político alternativo. Al mismo tiempo estoy de acuerdo en que es urgente elaborarlo, no vale con deslegitimar o deconstruir el capitalismo; es imperativo contar con algo más. Se está haciendo, y pienso por ejemplo en Venezuela. Y lo hace gente muy lista, pero no particularmente intelectuales, personas encerradas en su biblioteca todo el día echando humo por la cabeza. Lo hace una democracia participativa, mucha gente junta que piensa al mismo tiempo. Claro que los intelectuales tendrán que hacer también una contribución; la contribución del intelectual será algo así como la del psicoanalista que escucha y localiza las grietas, los lapsos o vacíos del discurso colectivo que se está haciendo. Pero en principio creo que debemos escuchar y después, en todo caso, señalar humildemente cuáles son las cosas no dichas o no bien formuladas. Esto sí lo veo muy urgente. Hasta tal punto sucede que el orden de sucesión de los acontecimientos replica la sucesión ininterrumpida de las mercancías que cada vez se hace más difícil pensar. Siempre se piensa con retraso, y aquí ahora hay que pensar en tiempo real. Quizás en tiempo real se pueda responder en términos de militancia, en términos políticos, a las agresiones e interpelaciones del enemigo, pero es muy difícil pensar en estas condiciones. Todo ha cambiado en las nuevas condiciones de recepción tecnológica y esto está teniendo un coste muy alto en términos intelectuales. Podríamos decidir: vamos a destinar diez grandes cabezas exclusivamente a esto; pero siempre pensarían con retraso. Por eso es fundamental una acción política decisiva que consiga aligerar esa presión antes de reflexionar sobre cuál es el modelo.

 

Por lo demás, no debemos olvidar que ya hay modelos alternativos sobre el terreno. Está Cuba, que olvidamos con frecuencia porque también la propaganda triunfó, y está Venezuela, una experiencia –por otra parte- distinta de la de Cuba por el modo en que los bolivarianos accedieron al poder. También es el caso único de un gobierno revolucionario que resiste los embates de su propia oligarquía y del imperialismo. No debemos despreciar estos laboratorios vivos. De Cuba tenemos muchas cosas que aprender, comenzando por una lógica totalmente distinta. Con todos los fallos, los tropiezos, las limitaciones… lo que hay en Cuba desde hace 45 años es otra forma de medir el mundo, no es ya el dinero, no es el interés económico el que determina las relaciones con las cosas y las relaciones con los hombres. Y eso es una bocanada de aire fresco para cualquiera que vaya allí. Personalmente, cada vez que vuelvo de Cuba tengo la sensación de pasar de un país rico a un país pobre, y el país pobre es España. Y en Venezuela creo que la izquierda puede fijarse con entera libertad, sin sentimiento de culpa –aunque no debería tenerlo tampoco con Cuba. En Venezuela, que incluso en términos burgueses es el país más democrático del mundo, podemos localizar modelos que se están ya elaborando y a partir de los cuales los intelectuales podemos trabajar con mayor rigor.

 

Eres uno de los pocos intelectuales que rebajan, en el buen sentido, el papel de tu profesión. Te niegas a considerar al pensador como un sumo sacerdote y minimizas, incluso moralmente, su papel social.

 

El término intelectual me produce un enorme malestar. Tampoco tengo la sensación de que mi intervención en mi limitadísimo espacio público sea trascendente. Con lo que está ocurriendo en el mundo, mi actividad con la pluma o con las teclas del ordenador se empequeñece frente a la gente que está luchando, incluso con las armas en la mano, en otros lugares del planeta. Viajas, hablas, luego comes bien, conoces gente, tu militancia te reporta muchas satisfacciones que los intelectuales no suelen reconocer. Son satisfacciones antropológicas de las que todo el mundo debería disfrutar, porque la única manera de soportar una lucha larga como la que nos aguarda es la de que esa lucha constituya una forma de vida que proporcione satisfacciones. Pero por lo que respecta a los intelectuales, hay muchos mitos: el primero de ellos –y esto procede de una historia que en realidad es muy corta- procede de Zola, esa idea de que el intelectual es una persona incorruptible e independiente que señala siempre la verdad, que es capaz de llegar al martirio en nombre de lo que considera justo y honesto. Intelectuales de este tipo ha habido cinco a lo largo del último siglo: pienso en Zola, pienso en Sartre, pienso en Said, pienso en Chomsky. La mayor parte de los intelectuales a lo largo de la historia, como bien recordaba Jack London en un estremecedor fragmento de su novela El talón de hierro, lo que han hecho ha sido venderse. Cuando uno estudia, por ejemplo, la Comuna de París, descubre que allí no había un solo intelectual. El más izquierdista de todos era Victor Hugo, que sin embargo condenó la experiencia de la Comuna. Todos los demás estaban a su derecha, apoyando a Thiers y a los alemanes. En la mayor parte de las grandes transformaciones, los intelectuales recularon, se amedrentaron o se vendieron directamente, los que no se habían vendido ya. Por eso me pregunto –y la respuesta es muy obvia, no hace falta ser muy profundo-: si la mayoría de los intelectuales normalmente se han vendido, ¿por qué en nuestra memoria está asentada la imagen del incorruptible y comprometido? Bueno, porque esa ilusión presta muchos y muy buenos servicios ideológicos a una forma de gobierno cuya legitimidad se basa en la falacia de la libertad de expresión y de pensamiento. Cuando uno lee el libro de la joven investigadora Stonor Saunders sobre la guerra fría cultural, uno se da cuenta muy bien de hasta qué punto gran parte de la legitimidad política del capitalismo se basa en inducir permanentemente la ilusión de la libertad de expresión y pensamiento. Por eso conviene hacer creer que los que se venden o claudican son independientes. No me gusta el término intelectual. Cuando me obligan a presentarme, busco siempre otra manera, casi prefiero calificarme de agitador político-literario: es más exacto porque es más modesto y es más modesto porque es más exacto.

 

¿Cómo se ve desde el centro la cuestión nacional? ¿Cómo piensas que se debe afrontar desde la izquierda?

 

Es una cuestión delicada que hay que tomar con muchas precauciones. No porque me dé miedo tratarla sino porque es uno de esos temas a los que debemos dedicar muchas horas, muchos jornadas de reflexión. Es necesario un ejercicio de casuística, eso tan propio del lenguaje político que es hacer distinciones. Nacionalismo no significa nada si no se concreta en el proyecto político que vehicula. Con el nacionalismo sucede como con otros términos sobresemantizados, como es el caso de paz o democracia. Pienso que en un artículo escrito para vuestro periódico señalaba que no hay ninguno de estos términos en nombre del cual no se haya cometido un genocidio. Hablamos de nacionalismo y pensamos, sin duda, en los nacionalismos de la preguerra en Europa, en el concepto de raza… pero es que el concepto de civilización produjo tantos o más muertos que el de raza. El concepto de civilización: hoy lo estamos viendo, en nombre de la democracia se viola la legalidad internacional, se invade un país soberano. Lo que no podemos hacer, lo que constituye una tentación muy grande pero poco rigurosa desde el punto de vista intelectual, es deducir. Si quiero deducir del concepto de Islam el de integrismo, puedo hacerlo muy fácilmente. Tú puedes coger el proyecto de paz y encuentras la guerra; el de democracia y encuentras la tiranía. ¿Qué es lo que pasa hoy? Yo estoy en contra del nacionalismo estadounidense porque, como explicó muy bien el marxismo, es un imperialismo, y naturalmente que hay una línea de continuidad entre ciertas formas de nacionalismo y el imperialismo. Fijémonos, por lo demás, en que Robert Kagan, uno de los teóricos de Bush y padre del proyecto del nuevo siglo americano, definía el nacionalismo estadounidense como un nacionalismo universalista. Terrible, porque la izquierda a veces habla de nacionalismo internacionalista. Bien, un nacionalismo universalista es un imperialismo, está muy bien descrito por parte de Kagan. Un nacionalismo de izquierdas, un nacionalismo internacionalista, ¿es posible? Sí, en el sentido de que lo que no podemos hacer es reivindicar en el vacío nuestra condición de ciudadanos del mundo. ¿Quiénes son los ciudadanos del mundo? Los indonesios que trabajan en barcos en aguas internacionales y cobran medio dólar; los veinticinco millones de refugiados registrados por la ONU; los inmigrantes que tratan de llegar al presunto paraíso europeo. Esos son los ciudadanos del mundo. Cuando estuve en el Líbano, visitando los campamentos de refugiados palestinos, la verdad es que me sentí muy agitado y muy inquieto. Es muy fácil reivindicar desde la izquierda, como hace Negri, la transversalidad, el nomadismo, la deserción, el exilio… en definitiva el viaje, cuando se tiene un territorio al que volver. Pero cuando te encuentras con decenas de miles de personas encajonadas en pasillitos, en cajas de cerillas, cuando ves claramente el proyecto de negarles un territorio en el que habitar… cuando los ves desprovistos de un espacio, habitando algo así como una figura geométrica sin cielo ni suelo… Cuando uno se enfrenta a un palestino privado de tierra, se comprende que nosotros sí podemos viajar. Pero si podemos viajar es porque tenemos un territorio al que volver. Nos parece que se puede prescindir de eso y reivindicamos el flotamiento por encima de los territorios, de las tradiciones… pero en realidad porque damos por supuesto las nuestras. La identidad nacional hay que dejarla atrás, pero para dejarla atrás hay que tenerla. Como decía Terry Eagleton, sólo hay una cosa en este mundo peor que tener una identidad, y es no tener ninguna. Para poder luchar, para poder dejar atrás la identidad, primero hay que forjarse una. Y comenzar por el territorio. Precisamente porque tenemos que enfrentarnos a un nacionalismo universalista que invoca permanentemente la transversalidad, la flotación por encima de las fronteras… lo primero que tenemos que reivindicar es la necesidad de luchar a partir de un territorio. Decir sí a los nacionalismos cubano, palestino, a los nacionalismos de izquierdas del Estado español, a condición de que esos proyectos que plantean la lucha a partir de un territorio tengan muy clara su inspiración marxista, anti-imperialista, de izquierdas, de clase. Que no confundan su enfrentamiento con el Estado y con el imperialismo como un enfrentamiento de tradiciones, de razas, de culturas esencialistas. En estos momentos, frente a ese nacionalismo universalista de Kagan es imprescindible reivindicar un territorio y una identidad que luego se puedan dejar atrás como un dique frente a las presiones imperialistas; en este contexto, se puede perfectamente ser nacionalista. No sólo en el caso gallego, vasco o catalán, sino también en el de otras fuerzas con las que me identifico menos ideológicamente en otras latitudes, es fundamental no incurrir en una criminalización sumaria. Aún más: el internacionalismo y el marxismo deben ser en estos momentos selectivamente nacionalistas, están obligados a serlo.

 

Para buena parte de la izquierda occidental, hoy parece suficiente denunciar la violencia del imperialismo y el recorte de libertades sin entrar en la polémica cuestión de fondo. ¿No está prevaleciendo una posición tímida o cobarde que elude pronunciarse sobre la legitimidad de la violencia defensiva?

 

Creo que sí . Es delicado porque este asunto, del que hasta hace no muchos años se hablaba con cierta libertad, hoy es hasta tal punto tabú que da miedo plantearlo. Sabes que en el estado español puede llevar incluso a la cárcel. Pero pienso que la izquierda occidental, si quiere jugar un papel en la lucha anti-imperialista global y si quiere desmontar esa falsa construcción del choque de civilizaciones, debe mantener una posición realmente internacionalista y estrechar relaciones con todos los otros agentes anti-imperialistas del mundo, y aquí incluyo a Hizbullah en el Líbano o a la resistencia iraquí. Se corre el riesgo de que la izquierda occidental permanezca anclada en una tradición discursiva que ya no introduce ningún efecto en el mundo, y de que la izquierda de otras partes del mundo le vuelva las espaldas. Los activistas árabes, la izquierda árabe, se siente en estos momentos abandonada por la izquierda occidental. Hubo un momento en el que había que decir no a la guerra y hoy hay que decir sí a la guerra de liberación nacional. Si nos mantenemos en posiciones de pacifismo abstracto corremos el riesgo de que todos los grupos de resistencia nacional que no se inclinan al islamismo acaben refugiándose en posiciones culturalistas o de civilización. Lo que hay que hacer es establecer contactos y diálogos para tener una perspectiva amplia que permita superar esa inercia especular en virtud de la cual se tiende cada vez más a enfrentar, no ya clases o proyectos, sino culturas esencialistas. Ahí hay un peligro y los responsables somos en gran medida nosotros, la izquierda occidental. No supimos asumir el coste inicial de legitimación en los medios que podía acarrear el apoyo a la resistencia iraquí. Desde luego, estableciendo diferencias y demarcándose de esos atentados salvajes contra civiles de los que no sabemos quién está detrás, pero sí a quién benefician. Pero la resistencia armada contra las tropas estadounidenses y contra las fuerzas de seguridad colaboracionistas es legítima y legal de acuerdo incluso con el derecho internacional de las Naciones Unidas.

 

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