De la cultura del conflicto al conflicto de las culturas

NO es que Samuel Phillips Huntington, renombrado autor de Clash of Civilizations (El Choque de Civilizaciones), ni sus ideas, mucho menos aquellas referidas a la identidad que desgranó en su última obra –Who Are We? The Challenges to America»s National Identity (¿Quiénes somos? Los desafíos a la identidad nacional americana) sean éticamente las más idóneas, vistas desde el pueblo más antiguo del Viejo Continente. Y quizás baste para explicarlo que Huntington defendió en su día los bombardeos de zonas rurales en la guerra de Vietnam o que fue más recientemente uno de los pensadores de cabecera del Gobierno de George W. Bush. Pero el profesor de Ciencias Políticas de Harvard, en su análisis sobre el futuro inmediato de la política mundial, sugiere dos hipótesis universales que resultan irresistibles para que les sea aplicada la archifamosa dicotomía Think globally, act locally que se atribuye a Patrick Geddes, biólogo y urbanista escocés de principios del siglo XX, aunque su paternidad y aplicación se hayan extendido en estos inicios del XXI tanto como la telefonía móvil.

Huntington apunta en primer lugar que la fuente fundamental de conflictos en el nuevo mundo que se nos avecina no será ideológica o económica, sino cultural. Y lo remata con una segunda teoría más propia del tratado De la Guerra de Clausewitz: «Occidente no conquistó al mundo por la superioridad de sus ideas, valores o religión, sino por la superioridad en aplicar la violencia organizada. Los occidentales suelen olvidarse de este hecho, los no-occidentales nunca lo olvidan». Esos dos planteamientos se podrían resumir, no sin cierta libertad y quizás con alguna simpleza, en el principio de que es en la resistencia cultural de los pueblos a la superioridad militar de las potencias, los Estados, donde radica el origen de los conflictos venideros, que ya son los actuales.

Y al situar la raíz conflictiva en el hecho diferencial de la cultura en lugar de en las diferencias económicas o en las divergencias ideológicas, lo que se antoja muy probable una vez que los dos grandes bloques doctrinales del siglo XX, el socialismo y el liberalismo, se han mezclado y confundido en un magma único sin más límites definidos que la oportunidad política y económica; Huntington coincide curiosamente con el sociólogo Daniel Bell, su amigo pero uno de sus más fervientes críticos, quien ya en 1960, haciendo honor a su ganada fama de clarividente, avanzó un horizonte similar en The End of Ideology (El fin de la ideología).

El propio Bell ha definido a la cultura como «un proceso continuo de sustentación de una identidad mediante la coherencia lograda por un consistente punto de vista estético, una concepción moral del yo y un estilo de vida (…) La cultura es, por ende, el ámbito de la sensibilidad, la emoción y la índole moral, y el de la inteligencia, que trata de poner orden en esos sentimientos». Bell, en su día, se había explicado a sí mismo como «un liberal en política, un conservador en cultura y un socialista en economía», lo que reforzaba su teoría sobre el fin de las ideologías, pero esa misma definición, seguramente, le surgía de una identidad concreta, basada en esa concepción conservadora de la cultura, de su cultura, que se relacionaba -y por tanto condicionaba- con sus ideas políticas y económicas.

Resumiendo ambos discursos, si el conflicto, como dice Huntington, se enmarca en la cultura; lo hace en el escenario de las sensibilidades y las emociones personales asimiladas, desarrolladas, durante generaciones, como afirma Bell. Y fue el propio Bell quien, en una conversación con el historiador y editor mexicano Enrique Krauze hace ya seis años, se refería no al origen de los conflictos sino a las herramientas para su solución al citar curiosamente al principal pensador del liberalismo histórico. «El propio Tocqueville -replicaba Bell a Krauze- señaló que la democracia puede ser una tiranía, una tiranía de la mayoría. Hay una cuestión aquí no de democracia, sino de libertad y de derechos». La alusión de Bell a Alexis de Tocqueville, a la libertad y los derechos, se refería lógicamente a EE.UU., pero su extensión a otros Estados no es gratuita. Ya en el siglo XIX, Tocqueville denunciaba la posibilidad del despotismo del Estado como una de las debilidades en las que podía caer un régimen democrático.

Apliquemos ahora, a todo lo anterior, la dicotomía de Geddes trasladando la idea global a la situación más cercana y concluiremos que la lucha ideológica, el clásico enfrentamiento derecha-izquierda, no es ya núcleo del conflicto político en Euskadi -no lo es en realidad desde hace algo más de una década- y que la raíz económica del mismo, con permiso de la temible crisis que nos afecta, parece haberse también diluido en el peldaño del estado de bienestar que hemos alcanzado antes del inicio de este nuevo siglo gracias en buena medida al autogobierno. Ni una ni otra, al menos, pasan de ser sumandos, añadidos, de la divergencia cultural o, si se prefiere en los términos más duros de Huntington, no son más que complementos de la identidad en el choque de civilizaciones, de culturas. Se habría pasado así de la cultura del conflicto, instalada en la sociedad vasca de modo indeleble durante el último tercio del siglo XX, al conflicto de las culturas, a la cultura como conflicto.

Queda, pues, en el origen de la cuestión a solucionar -todo conflicto, como coexistencia de tendencias contradictorias en el individuo (o en la sociedad) capaces de generar trastornos, tiende históricamente a la solución aun con fases de enconamiento- lo que Bell denominaba «el ámbito de la sensibilidad, la emoción y la índole moral» y, al igual que en los pueblos no occidentales respecto a Occidente, la sensación apuntada por Huntington de que la superioridad impuesta no descansa en la validez de los valores, las ideas o la religión, sino en la superioridad indiscutible e irrevocable para aplicar la violencia organizada, lo que sin embargo el Estado ha depositado convenientemente en el olvido histórico a lo largo de los últimos dos siglos.

En cualquier caso, seguirá habiendo quienes pretenden reducir el futuro, bien por interés ideológico -lo que según Huntington y Bell les situaría aplicando al porvenir recetas del pasado-, bien por carencias en la reflexión; a las consecuencias de la violencia. «Incluso cuando desaparezca ETA -decía Joseba Arregi en un artículo reciente- en la sociedad vasca seguiremos teniendo un problema serio con los esquemas mentales que se nos han hecho habituales, con las formas de pensar condicionadas por la existencia de ETA y acomodadas a ella, por sus planteamientos, por su dominio del lenguaje, por las reacciones o falta de ellas, que hemos desarrollado ante la experiencia de la violencia y el terror». Sin embargo, ya ha quedado explicado que el conflicto va más allá, que supera el ámbito de lo ideológico y lo físico -la violencia de ETA ha sido durante cincuenta años básicamente ideológica y trágicamente física- para instalarse en un medio tal vez intangible pero socialmente constatable e intelectualmente superior que es el origen de ese problema que no terminan de reconocer aun cuando admiten que seguirá existiendo.

Y si el conflicto existe, si perdura, como un enfrentamiento entre culturas y ésta, la cultura, el «proceso continuo de sustentación de una identidad», se constituye en la única o la principal materia diferenciadora, la solución al mismo, como apuntaba Bell, no puede hallarse únicamente en la defensa de la democracia como sistema político implantado, por cuanto ésta también puede entenderse desde una de las partes mayoritariamente despótica, sino en el medio ético, en la comprensión mutua de los derechos y libertades que cada cultura se atribuye. Es decir, en el respeto mutuo a que cada cultura sustentadora de la identidad -sus sociedades- tome las decisiones pertinentes sobre el modelo propio de organización local y de relaciones globales.

Publicado por Deia-k argitaratua