El hada Marx y el ogro Aznar

El autor, que ha publicado recientemente ‘El ratoncito Roquefort’, propone una recuperación, y revisión, del maniqueismo, de la dualidad entre buenos y malos para la configuración de una literatura infantil de izquierdas.

La primera gran ventaja de los cuentos tradicionales es que no estaban hechos con “valores” sino con “objetos” y funcionaban, por tanto, como instrumentos de medición y no de instrucción o adoctrinamiento. Caperucita Roja contiene, sobre todo, una lista de la compra y una breve lección de anatomía, un acercamiento empírico a los colores elementales, a los sabores esenciales, a las funciones básicas del cuerpo. Una de esas funciones –y uno de esos objetos– es el lenguaje y por eso, a edad temprana, el niño come también palabras, y no sólo pan o leche, y a veces se ‘apalabranta’ (que es lo que ocurre cuando uno se atiborra y atraganta de vocablos): por una especie de empirismo fundamental los niños aman no sólo el barro y los ‘mejunjes’ alimenticios sino también los trabalenguas, los calembour, las repeticiones y encadenamientos que, como en El Gallo Kiriko, inducen los placeres de la acumulación y el descarrilamiento. En los primeros años, todo se juega en el plano digestivo. Está el placer de comer, también palabras, y el temor de ser comido, que es al mismo tiempo el de ser reducido al silencio.

Chesterton, que nunca tuvo hijos, entendió mejor que nadie que “la moraleja les resbala a los niños como el agua en la espalda de un pato”. Perrault y los hermanos Grimm, recopiladores burgueses, añadieron las moralejas a los cuentos tradicionales, ya un poco edulcorados, para tranquilizar a los padres. Por mi parte, si en El ratoncito Roquefort he añadido una ‘politeja’ ha sido para provocarlos. En todo caso, se trata –como tanto otros que me inventé para mis hijos– de un cuento típico de acumulación y encadenamiento presidido por el empirismo de los números y las viandas y tensado por el conflicto elemental entre comer y ser comido. El error de una gran parte de la literatura especializada, como ya denunciaba Chesterton y revelan de un modo hilarante los Cuentos infantiles políticamente correctos de James Finn Garner, es el de querer construir los relatos a partir de esa cuña artificial –la moraleja, que por eso mismo deja de ser necesaria– y con “valores” y “buenas intenciones” en lugar de con “objetos” y “conflictos”. Nunca un mundo tan canalla ha tenido una literatura infantil tan moralizante.

La otra gran ventaja de los cuentos tradicionales es que aterrorizaban a los niños al tiempo que les dejaban siempre una salida. “Enseñan”, decía también Chesterton, “que existen los ogros y que se puede vencerlos”. Desde el punto de vista literario y pedagógico ese esquema me parece insuperable y una narrativa infantil de izquierdas debería al mismo tiempo restablecerlo, contra la cursilería políticamente correcta, y rellenarlo con una musculatura diferente. El juego de las oposiciones binarias (lógicas y éticas) es irrenunciable y tratar de fundar un relato sobre la conciliación de los opuestos, reivindicando los grises, señalando la ‘ogritud’ de Pulgarcito y la ‘pulgarcitez’ del Ogro, no sólo es aburrido sino retórico y falso. Para tomar posiciones –que es a lo que debe conducir una verdadera educación– es necesario partir de un maniqueísmo radical: antes de que John Silver nos resulte irresistiblemente simpático debemos haber aprendido que es, en cualquier caso, el malo. El problema de Walt Disney no es que distinga tajantemente entre Bien y Mal sino que en sus películas los buenos son blancos, machistas, racistas, cursis y convencionales y los malos tienen la piel oscura, hablan con acento hispano y ocupan un rango inferior en la escala simbólica animal. ¿No puede invertirse este reparto?

Cuando mis hijos eran pequeños inventé para ellos –también lo hacía en Los electroduendes– toda una saga muy tradicional en la que Karl Marx, en el papel de hada, comparecía en el último minuto, blandiendo El Capital a guisa de varita, para salvar a una familia de enanitos privada de vivienda, o a un cerdito explotado en la cocina de un restaurante, de las garras de un Ogro rico, pijo y caprichoso. A edad temprana, a los niños les da igual que sea un Rey Barbudo o un Revolucionario Barbudo. Pero a edad temprana son los padres los que leen a sus hijos y a ellos -a los padres- les están destinadas las “moralejas”. Su obligación será explicarles a su manera la diferencia.

Fuente: http://www.diagonalperiodico.net/El-hada-Marx-y-el-ogro-Aznar.html