«No hay palabras para describir aquello»

Con la frase que encabeza este artículo suele comenzar, o acaso suspenderse una vez iniciada, la narración de muchos supervivientes de los campos de concentración y exterminio nazi. Es una conciencia de que la experiencia de la barbarie quedaría empobrecida al expresarse en un lenguaje que nació como instrumento racional y de entendimiento. Pero es también una paradójica afirmación pues, a renglón seguido y a despecho de su declarada insuficiencia, la víctima prosigue el relato de su trauma impulsada por una necesidad de hablar. Algo semejante ocurre con los documentos visuales o audiovisuales que muestran imágenes de cuerpos deteriorados hasta límites inimaginables, cadáveres hacinados arrastrados por las grúas mecánicas o un montón de cenizas de lo que fueron hombres y mujeres en los hornos crematorios. Numerosas voces, encabezadas con tesón y pasión por el cineasta Claude Lanzmann, afirman que esas imágenes, a pesar del horror que encierran o quizá por causa de él, no dan cuenta de lo vivido, son meros efectos, que ocultan el sufrimiento de las víctimas.

En uno y otro caso, se abre paso la idea de que nuestros instrumentos para pensar, para comunicarnos o para dejar testimonio de la experiencia resultan inadecuados para enfrentarnos con lo inhumano, es decir, con la barbarie que unos hombres perpetraron sobre otros hombres. Pero si el relato, aunque tocado por la advertencia sobre la inefabilidad de lo vivido, concita la piedad, en su sentido aristotélico, hacia el sufrimiento humano, de igual modo el documento audiovisual ha visto crecer su importancia y efectos sobre nuestros contemporáneos.

Los juicios de Nuremberg por los crímenes de guerra y contra la humanidad del nazismo lo convirtieron en prueba jurídica que sirvió para imponer castigos y evitar la impunidad de los verdugos; Francisco Boix, el único español que testificó en dichos procesos, aportó numerosas y útiles fotografías que los SS captaban en Mauthausen y, tras la huida de los alemanes, tomó el mismo, con su Leica, otras muchas imágenes. Insuficientes o no respecto a lo sufrido, el testimonio vivo y el documento visual han desempeñado y continúan desempeñando un papel irremplazable en nuestra imagen de la historia reciente, en su comprensión y en sus límites. No en vano ambos invaden día a día nuestros medios de comunicación cotidianos y han sido reconocidos como fuente por los historiadores.

Ahora bien, algo me dice que estos dos briosos y necesarios instrumentos de la memoria (el testimonio que humaniza la historia y el documento visual que certifica los detalles imperceptibles) entrañan también sus riesgos; riesgos que el vertiginoso desarrollo de los medios de comunicación y la capacidad de almacenamiento de los mismos han acentuado en los últimos años. Y es que tanto uno como otro están siendo pasto de una voracidad sin límites en nuestro mercado cultural, editorial y de comunicación. En su imparable vértigo se agita por momentos la ambición de levantar acta de todo, no dejar un solo testigo de la historia sin que nos aporte su experiencia. Mas, ¿qué hacer con todo ello? El fin de los medios, de los documentalistas, no se resigna a levantar un inventario, a acumular información, sino que lleva aparejada una mitificación que opera por sustitución de otros instrumentos de comprensión a los que debiera auxiliar y enriquecer pero no reemplazar.

Dos versiones perversas se están generalizando: mientras el documento tiende a exhibirse como desencadenante de la emoción, el testimonio se convierte, sin análisis ni verificación, en índice de la verdad. Tales riesgos están invadiendo un espacio para nosotros dramático: la Guerra Civil española. Dar la voz a las víctimas, especialmente a aquéllas que fueron silenciadas, es un acto de justicia y, además, aproxima una parte de la historia a lo humano; descubrir y difundir imágenes es contribuir a dar las coordenadas de una época que día a día se nos va. En cambio, identificar una historia vivida con la historia sin más es una mistificación de graves consecuencias para la transmisión de nuestro pasado, como lo es agitar por medio del documento la emoción irracional. Refería el historiador Raul Hilberg unas palabras que Claude Lanzmann le confió cuando éste se hallaba embebido en su proyecto de hacer una película sobre la Shoah: para describir el holocausto sería necesario hacer una obra de arte, pues sólo un artista consumado puede recrear un hecho así, con un filme o con un libro, pues esa recreación representaría un acto de creación en sí misma.

Quizás no le faltara razón, pues, lo queramos o no, hacer de la reflexión un acto humano no es sinónimo de hacernos humanos sin reflexión. Si aceptamos esto, el interdicto adorniano de la supuesta imposibilidad de escribir poesía después de Auschwitz debería mutarse en su contrario: sólo el arte sería capaz de aproximarse, con respetuosa distancia y humildad, a una forma de decir, a una forma de representar, que desplegara el duelo de nuestra culpabilidad y diera al testimonio y a la imagen su verdadera dimensión humana. Pero este arte al que aspiramos será, en realidad, una moral del arte.

La Vanguardia