El tiempo de los amondawa

De vez en cuando, todavía, aparece la noticia del descubrimiento de alguna nueva tribu, o etnia o pueblo, escondida bajo la espesura de la selva amazónica. Nosotros, pues, los des-cubrimos a ellos, les quitamos la protección antiquísima de que gozaban, a menudo los echamos a la destrucción física, o al menos a la desintegración cultural, y todo ello se supone que en nombre del progreso, de la extensión implacable de nuestra manera de vivir y de pensar, y en el mejor los casos en nombre de la protección que alguna institución -en Brasil hay, y bien eficaces y serias- les puede ofrecer. Con un poco de respeto, de asistencia sanitaria y escolarización delicada, parece que ya hemos hecho nuestro deber. Nosotros, los civilizados. Y entonces, si es posible y alguien se interesa, los estudiamos, salvando -o no- los puentes que incluso para el antropólogo más inteligente y penetrante parecen insalvables. Es el caso, pues, que hace unos 25 años, en 1986, los amondawa fueron descubiertos en la Amazonia, es decir, que llegó hasta ellos por primera vez un mundo exterior, el nuestro, antes desconocido por  completo. Esto se llama contacto. Con el primer contacto, y con los posteriores, ahora sus pueblos son ya de casas que parecen prefabricadas en serie, todo el mundo va vestido con indumentaria aproximadamente moderna, y parece que la mayor parte ya hablan portugués. Espero que los beneficios del contacto sean superiores al destrozo o borrado de una cultura. Y, en todo caso, ya se sabe que una cultura, para quienes la observan desde fuera, puede reservar sorpresas inexplicables. Distinguidos antropólogos, estadounidenses y brasileños, han estudiado a los amondawa, especialmente en materia de lenguaje y cognición, y han concluido que esa buena gente no tiene un concepto abstracto del tiempo. O sea, que no poseen las estructuras lingüísticas que relacionan el tiempo y el espacio, como cuando decimos, por ejemplo, «hemos caminado durante todo el día». No se trata de que los amondawa sean «una gente sin tiempo», o fuera del tiempo. Ellos, como cualquier otro pueblo, pueden hablar de acontecimientos y de secuencias de eventos: hemos hecho ésto y aquéllo y luego lo otro… Pero los investigadores no han encontrado una noción del tiempo independiente de los acontecimientos o hechos que pasan. Es decir, parece que no tienen una noción del tiempo como aquella dimensión dentro de la cual se producen los acontecimientos. Habitualmente, vemos el tiempo como una línea indefinida, a lo largo de la cual situamos los hechos pasados, o futuros o presentes, y que se puede cortar en trozos cortos o largos (horas, días, años o siglos) para expresar cuándo, qué distancia, ha pasado o pensamos que va a pasar tal o cual hecho de nuestra vida o de la historia. Ellos, allá bajo en los árboles de la Amazonia, no hacen absolutamente nada de eso.

Y si ésto es así, el señor Immanuel Kant debería revisar más de un concepto clave y universal. Porque, ¿qué pasa si el espacio y el tiempo no son tan universales como parecía? ¿Qué es esta noción, condición o categoría a priori del conocimiento, si una parte de la humanidad, aunque sea pequeña, no tiene ni el concepto ni el nombre? Los amondawa no hablan de tiempo, ni de meses ni de años. No hablan de la edad que tienen, sino que tienen nombres diferentes para las distintas etapas de la vida, y parece que con eso basta para aclararse. No hay palabras para situarse en el mapa del paso del tiempo a través del espacio: ni el antes y el después en la línea, ni una unidad de tiempo correspondiente a una de espacio. No es cuestión de incapacidad mental, ya que cuando aprenden portugués asimilan y gastan sin problemas nuestros conceptos habituales. Es cuestión de cultura, de relación con la realidad, y evidentemente de lenguaje. Ahora ustedes hagan un pequeño esfuerzo y imaginen que son amondawa: imaginan que no hay horas, semanas, meses ni siglos. Que no pueden decir «ésto fue hace diez años», ni «de Valencia a Barcelona son tres horas», ¡ni siquiera «cuánto tiempo ha pasado!», Ni «no tengo tiempo», ni «todavía faltan tres días». Imaginan que el tiempo no existe en el lenguaje, simplemente, y miran si pueden seguir viviendo. Inténtenlo un día, sólo un día, y comprueben cuál es el resultado. Los amondawa pueden, siempre han podido, y no parece que por ello hayan sido más infelices ni menos humanos que cualquier otro pueblo. Debo decir que, pensándolo bien, me gustaría compartir esta experiencia, pero sólo durante un poco… de tiempo.

Publicado por El Temps-ek argitaratua