El descubrimiento de las alturas

El 25 de julio de 1796, a las 4 de la madrugada, un joven filósofo de veinticinco años salía de Berna para adentrarse, durante siete días, por los Alpes suizos. Era su primera incursión en la alta montaña, que le llevaría hasta Wengernalp, Grindenwald, la cascada de Reichenbach, Grimsel y Andermatt. Durante ese viaje insólito, por entre montañas escarpadas y glaciares amenazantes, escribió un cuaderno para dejar constancia de su descubrimiento de aquellos paisajes “encantadores y agrestes”, donde descubre que hay “algo asfixiante y angustioso” pero a la vez fascinante. Este manuscrito no se publicó hasta 1844, trece años después de su muerte.

Descubre la sensación de pequeñez ante la grandeza de las cimas, que la abruman, pero experimenta también la inmensa fuerza del pensamiento, “que queda libre de toda coerción, liberado de la necesidad natural”. Y reconoce al mismo tiempo una naturaleza que desborda cualquier pretensión de ser pensada como algo existente por el ser humano: “Dudo que hasta el teólogo más creyente se atreva a atribuir a estas montañas la finalidad de una utilidad para el hombre”. A diferencia de los paisajes rurales que, en su época, rodeaban pueblos y ciudades, y que habían sido convenientemente domesticados, el descubrimiento de los Alpes es la confrontación con una naturaleza indiferente a la existencia humana. Aquel joven era Georg Wilhelm Friedrich Hegel, el gran talento filosófico de su época y el arquitecto del idealismo alemán.

Hizo su viaje por las montañas seis años después de que el poeta William Wordsworth, que dejará testimonio en su libro ‘Preludio’, y seis años antes de que el pintor Turner, que plasmará en sus cuadros algunas imágenes robadas de los mismos paisajes que impresionaron a Hegel. Modificando el destino del gran tour que, durante siglos, había dirigido a los viajeros europeos hacia Venecia, Florencia y Roma para redescubrir los valores de la civilización grecorromana y nutrirse de la savia de unas culturas idealizadas pero ya perdidas, la generación de Hegel se orientaó hacia aquellos espacios que, durante siglos, habían sido evitados como una molestia engorrosa, incompatibles, se pensaba, con cualquier tipo de experiencia estética.

Aquella generación, sin embargo, protagonizó el descubrimiento de nuevos paisajes naturales, hasta entonces despreciados, como fuente de inmensas emociones estéticas, ligadas al sentimiento de lo sublime. Pero el auténtico paisaje que descubrían era, en realidad, un paisaje interior, de manera correlativa a la emergencia de nuevas sensaciones ante el carácter desbordante y agobiante de la naturaleza no domesticada. Es el momento de la primera crisis moderna, digna de tal nombre, que afecta al lugar del ser humano en el mundo, confrontado a una experiencia de la infinitud que ya no es sólo la noción de la nueva física, sino una especie de palpitación concreta ante la naturaleza inalcanzable.

Esta fascinación por el carácter ‘inhumano’ de la naturaleza marca el descubrimiento moderno de los paisajes inclementes, opacos, impenetrables. Y constituirá, durante más de un siglo, la raíz de un sentimiento estético equívoco y paradójico: la experiencia de un placer inmenso que ya está inextricablemente ligado a la experiencia de un cierto peligro y de una amenaza difusa. Un siglo antes, Madame de Sévigné ya había hablado, en sus cartas, de estas “aterradoras bellezas”, y John Dennis, de un “horror delicioso” y de un “disfrute terrible”. Oxímoron que pronto se convertirán en tópicos. En el corazón de las Luces se estaba resquebrajando la confianza en el orden y la racionalidad de la naturaleza. Allí comenzó todo. Todavía somos sus herederos.

ARA