¿Y si Le Pen no fuera lo que parece?

Los resultados de las elecciones francesas nos vuelven a poner ante este dilema: ¿se pueden calificar los votantes de unas elecciones en función de los partidos a los que han dado el voto, como se suele hacer, o debemos calificar a los partidos en función los perfiles de sus votantes? Lo digo porque cuando un partido de extrema derecha es quien recoge más voto de los obreros, de los jóvenes o de las mujeres, podemos seguir afirmando que quienes le han votado también son de extrema derecha. Pero, ¿y si damos la vuelta a la dirección de la identificación entre partido y electorado, y empezamos a plantearnos si nuestras clasificaciones clásicas siguen teniendo sentido, si son las únicas a considerar, o si no es el electorado quien nos ha de ayudar a entender qué son los partidos que votan?

Lo que pasa en Francia, por otra parte, no es más que la continuación de un movimiento generalizado en la política occidental. De la victoria de Donald Trump al Brexit británico; de los resultados del FPÖ en las presidenciales austriacas a los últimos resultados de Geert Wilders en Holanda; del Beppe Grillo italiano a… Ciertamente, nos podemos echar las manos a la cabeza, rasgarnos las vestiduras y considerar que los valores del mundo occidental democrático, tal como los hemos entendido hasta ahora, se acaban. Podemos insistir en el mantenimiento de los esquemas de siempre para censurar esta nueva realidad. Pero ¿no es razonable pensar que a unas transformaciones tan notables necesitan unas nuevas categorías de análisis para poder comprender y superar las lecturas meramente apocalípticas? Dicho de una manera muy directa: ¿para comprender los resultados de las elecciones francesas, nos basta con seguir hablando del peligroso crecimiento de la extrema derecha de Marine Le Pen?

Mi opinión es que necesitamos nuevos ejes de análisis que nos saquen del juicio fácil -y catastrofista- y favorezcan la comprensión del fenómeno. Propongo una lista provisional e incompleta de ellos, pero que me parece pertinente. En primer lugar, hay que entender que partimos de un clima de desconfianza generalizada causada tanto por los comportamientos ilícitos de una parte de las élites políticas como también por una información alarmista y poco cuidadosa de estos hechos que ha acabado haciendo dudar de todo y de todos. En segundo lugar, tanto los liderazgos como el discurso y las formas de la política se han ido alejando de sus destinatarios hasta hacerse incomprensibles. En tercer lugar, hay que considerar el impacto de los nuevos canales de información y de debate político en la red, que han ido arrinconando los medios tradicionales, incapaces de seguir creando el consenso básico sobre el que se construía el escenario de la política. En cuarto lugar, está el fracaso de las viejas instituciones de socialización política, como los mismos partidos, la escuela, la universidad o los sindicatos. Y, además, habría que revisar el papel de una intelectualidad atrapada en la corrección política, en un cosmopolitismo arrogante y en la promesa de un futuro que sólo le beneficia a ella misma. En definitiva, en unos modelos de sociedad que la mayoría ve inalcanzables, y que muestran hasta qué punto esta intelectualidad se ha vuelto insensible a los sufrimientos, los miedos y los intereses legítimos del ciudadano corriente.

A mi tampoco me gustan Trump, Le Pen, Grillo, Wilders y todos los demás. Pero estamos hablando de la decisión de unos electores cada vez mejor formados; más conscientes de sus derechos -aunque no sé si de sus deberes-; con más acceso a todo tipo de información; más viajados y leídos… Y, en cualquier caso, que votan profundamente marcados por el modelo político del que ahora parecen querer deshacerse. Podemos seguir buscando explicaciones fáciles en los efectos de la crisis, en el populismo o en cualquier otro argumento que nos quite las pulgas de encima. Pero el remedio sólo lo encontraremos en la comprensión de los cambios, no en su condena.

ARA