La Diada de la Moreneta

La entronización de la Virgen de Montserrat en 1947, en pleno régimen franquista, canalizó anhelos nacionalistas y propició una tenue reconciliación entre los catalanes

La entronización comenzó de una manera típicamente eclesiástica: como una colecta. Pero muy pronto, desbordando las intenciones y las expectativas iniciales, se convirtió en una movilización popular, no sólo religiosa, sino también nacional, porque se convirtió en una llamada a la reconciliación de los catalanes, después de la guerra incivil.

El P. Adalbert Franquesa, sacristán mayor o rector del santuario, era testigo de los inconvenientes prácticos del acceso de los fieles para venerar la imagen de la Virgen en el trono antiguo. Quería dedicarle un trono nuevo, más digno, más precioso y sobre todo más funcional. El antiguo estaba bastante destartalado, con una sola escalera para subir y bajar, como aún se puede ver en un cuadro expuesto en la pinacoteca de Montserrat. El P. Adalbert propuso el proyecto al abad Aureli M. Escarré, pero entonces éste estaba muy metido en las costosas obras de la fachada, y en el primer momento rechazó la idea por falta de recursos. El P. Adalbert le aseguró que la devoción popular sería suficientemente generosa para sufragar todos los gastos. Con el permiso del P. Abad para hacer un primer tanteo con algunos párrocos y otras personas significativas, y la respuesta fue tan entusiasta que el proyecto se puso en marcha. A medida que se ponía de manifiesto la reacción del pueblo, el mismo P. Abad Escarré se lo hizo suyo. Descubrió qué era el pueblo para Montserrat, y qué debía ser Montserrat para el pueblo: un gran crisol. Los catalanes nos movemos, como en un péndulo, entre la asociación (en ningún lugar del Estado hay tantas asociaciones como en Cataluña) y la división (nos peleamos en los momentos en que más haría falta la unidad).

En aquella primera posguerra, la situación de Cataluña era muy penosa. En España, unos habían ganado la guerra y otros la habían perdido, pero en Cataluña todos la habíamos perdido. En España, la Iglesia se sentía triunfante, pero en Cataluña hasta la Iglesia estaba vencida. La Iglesia catalana había sido perseguida en 1936 por ser Iglesia, y en 1939 lo era por ser catalana. El cardenal Vidal i Barraquer, muerto hacía cuatro años en el exilio, era su símbolo. Los fejocistas (miembros de la Federación de Jóvenes Cristianos de Cataluña), que habían tenido tantos muertos en la persecución en Cataluña y también muchos luchando en el Tercio de Montserrat, fueron prohibidos. Por increíble que parezca hoy, el diario falangista Solidaridad Nacional (los días 7, 8, 9 y 12 de julio de 1939) había llegado a denunciar a los sacerdotes que casaban o confesaban en catalán: “No es pecado, no señor, confesar y anunciar en catalán los desposorios, en las tablillas de las iglesias; es… algo peor. Durante todo lo que va de siglo, el separatismo catalán ha tenido feudos casi invulnerables en la Iglesia y en la Escuela. Jamás propaganda política ni discurso demagógico alguno hizo más daño a España que esta labor constante e inteligente que desde la Escuela y desde la Iglesia se hizo[…]. ¡Cuidado que se filtran! Se filtran y se sitúan y hablan y chillan… ¡Y obran! ¡Habrá, pues, que obrar también!”. Ahora, aquella Iglesia catalana que parecía muerta rebrotaba y haría de crisol.

Los santuarios suelen ser lugares donde se practica la piedad individual y los fieles rezan por sus necesidades personales o familiares. En Montserrat también se da esta práctica individual, pero, además, es un lugar de encuentros. Años atrás había, en el rellano de la subida al Camarín de la Virgen, toda una gran pared cubierta de banderines que habían ofrecido grupos que habían subido a Montserrat y querían dejar un recuerdo. En un cierto momento se retiraron, por razones higiénicas, todos aquellos banderines, pero la hilera de grupos que suben a Montserrat no ha parado. Y no se trata únicamente de entidades religiosas, sino también de deportivas, culturales, empresariales, corales, grupos, excursionistas, etc. Sobre todo los domingos, en que la radio y la televisión retransmiten la misa conventual solemne, unos representantes de las asociaciones presentes cogen el micrófono y explican a toda Cataluña quiénes son y por qué han subido a Montserrat. El más colectivo de todos estos actos fue la Entronización de la Virgen, el 27 de abril de 1947. No fue un acto meramente religioso, sino que aquella invocación religiosa convocó una movilización de todo el país. La cantidad de joyas de familia que se ofrecieron para el trono y para las obras que habría que emprender fue extraordinaria. Al valor material se añadía el sentimental, muy superior. El motivo inicialmente explicitado era recoger fondos para un trono de la Virgen, pero muy pronto emergió otra motivación: la reanudación de conciencia de la identidad del pueblo catalán y la reconciliación nacional.

Para la preparación de la fiesta se creó un organismo que llamaron la Comisión ‘Abat Oliva’. Se tuvo que pedir permiso a las autoridades, que lo concedieron sin imaginarse el tsunami que les caería encima. Presidía la Comisión Abat Oliva el Sr. Félix Escalas, hombre bien visto por el régimen (había sido presidente de la Generalitat tras el 6 de octubre de 1934). Era el secretario Félix Millet i Maristany, el antiguo presidente de los fejocistas, que entonces hacía de mecenas de un grupo de proyectos culturales. Pero hubo alguien que tuvo la idea genial de excitar la tendencia asociacionista de los catalanes y convertir aquella recaudación en una movilización popular. Este hombre fue Josep Benet, secretario particular de Fèlix Millet; por tanto, el secretario del secretario de la Comisión Abat Oliva. Estaba muy vinculado con Montserrat: las páginas en las que habla de los años que estuvo en la escolanía son sin duda las más sentidas de sus memorias.

A veces, alguien confiere un gran contenido a un cargo que sobre el papel era insignificante. Pensemos en Prat de la Riba y la Mancomunidad. Salvando las diferencias, desde aquel rincón del organigrama (secretario del secretario), Benet, con un grupo de jóvenes entusiastas, creó una red de delegaciones de la Comisión Abat Oliva que eran como lo que ahora, en la Asamblea Nacional Catalana, llaman sectoriales. En cada parroquia procuraba que el párroco escogiera una persona bien considerada y a la vez muy catalana y agrupara a todo el que se quisiera añadir para la delegación parroquial. Pero surgieron, además, delegaciones comarcales, municipales y de muchos otros ámbitos, religiosos o no, como los catalanes de Venezuela o de Argentina, los empleados del metro, los ciegos de Cataluña u otros grupos diversos. Yo, por ejemplo, trabajaba en la delegación universitaria, que coordinaba Josep M. Ainaud de Lasarte. Las lámparas votivas que llenan la basílica de Montserrat han querido perpetuar la presencia de aquellas delegaciones. En Montserrat, a los pies de la Virgen, se tenían que encontrar todos los catalanes, creyentes y no creyentes, vencedores o vencidos de la Guerra Civil. Fue la primera vez, después de la terrible guerra fratricida, que podían coincidir multitudinariamente. Josep Benet organizó hábilmente la propaganda. La Comisión Abat Oliva se instaló en un local en Barcelona (corre la leyenda de que la policía fue y quería llevarse detenido al Abad Oliva. La leyenda no es histórica, pero es histórico que la hacíamos correr). Desde allí se iban enviando circulares informativas a las delegaciones repartidas por todo el país, y mantenían el calor entusiasta y lo atizaban a medida que se acercaba la gran fiesta. Se había pedido permiso para hacer propaganda, y se pidió poder hacer algo en catalán. El gobernador Barba Hernández (fundador y director de la Unión Militar Española; había sustituido a Correa Véglisson, y por eso se decía que el nuevo uniforme de la Falange era “sin correa y con barba”) explica en sus memorias que el abad de Montserrat quería ponerlo en la situación impopular de negar la autorización, pero él, astutamente, había dado el permiso. La Comisión Abat Oliva hizo alguna cosita en castellano, para justificar el permiso, pero la gran campaña fue toda en catalán. Habían prohibido toda propaganda por radio en catalán, y también se impidió la publicación de una revista o boletín, que habría retomado el nombre histórico de ‘La Veu de Montserrat’, pero la prohibición se obvió con circulares, sin periodicidad y enviadas como cartas particulares. Aquella manifestación de catalanidad fue tan sonada que Barba Hernández fue destituido quince días después de la entronización. Le sustituyó Baeza Alegría, que fue destituido tras la huelga de tranvías de 1951. Después vendría aquella gran bestia llamada Acedo Colunga, al que también despidieron después del asunto Galinsoga de 1959 y los hechos del Palau de la Música 1960. Franco nombraba los gobernadores civiles, pero Cataluña los tumbaba.

Para la propaganda de la entronización se distribuyeron millones de unas estampitas sencillas y baratas, con unos simpáticos dibujos de Lola Anglada. Para una de ellas, Josep Benet redactó este texto, que era una llamada a la unidad catalana y a la reconciliación: “La construcción del nuevo Trono de la Moreneta, a la que han contribuido todos: mayores y pequeños, ricos y pobres, ha demostrado que nuestro pueblo todavía cree y ama, y ​​que ante un gran ideal todavía es capaz de los más bellos y grandes sacrificios. Bajo la mirada amorosa de la Virgen de Montserrat nos sentimos todos hermanos, y solamente en el regazo de nuestra Madre común podemos ahogar aquel individualismo y egoísmo que es el gran pecado de nuestro pueblo y que tan grandes y prometedoras esperanzas ha frustrado. Es por eso que todos debemos esforzarnos para que la fiesta de la inauguración del nuevo trono, el día 27 de abril de 1947, sea la fiesta de hermandad y unión de la gran familia catalana y de todos los devotos de la Moreneta. Ese día todos nos hemos de encontrar en la gran casa de la Madre para ofrecerle el símbolo de la devoción y amor de nuestro pueblo en su rico Trono. Nadie debe ser excluido de esta fiesta de familia, piense como piense, a menos que él mismo se excluya por odio a sus hermanos o por desamor a su Madre”.

En aquellos momentos tan difíciles para nuestro país, y en aquellos años tan oscuros del primer y más duro franquismo, la entronización, muy transversal, fue precursora de las Diadas de estos últimos años. También se asemejó por la perfección de la organización, con el lema “En Montserrat todo está previsto”. Eran casi estructuras de Estado: información, transportes con trenes y autocares especiales, coordinación del tráfico, atención sanitaria, servicio de orden (en curiosa colaboración con las fuerzas de orden público, el día de la entronización, la policía armada repartía estampitas de Lola Anglada).

El P. Mauro M. Boix hablaría más tarde de la cara y la cruz de la entronización, el contraste diametral entre la vela de aquella noche del 26 de abril, devota, popular y muy catalana, y la rigidez nacionalcatólica de la celebración del día 27. Presidió el acto el cardenal Arce Ochotorena, arzobispo de Tarragona, que Pío XII había nombrado legado apostólico, pero el Ya, diario oficioso de la Iglesia española, encabezaba el 28 la crónica del acto con este titular: “En nombre del Caudillo, el Ministro de Asuntos Exteriores preside los actos celebrados en honor de Nuestra Señora de Montserrat”. Después, durante el franquismo, la cara y la cruz se repetían cada año por la fiesta de la Virgen. La noche de la Vigilia, entre largas oraciones, cantos y sermones de catalanidad encendida, los representantes de las delegaciones locales o institucionales de la antigua Comisión Abat Oliva hacían la ofrenda simbólica del “aceite de la lámpara”, las lámparas que se multiplicaron después del 1947 y que todavía adornan la basílica. De día, en cambio, venían todas las autoridades: capitán general, gobernadores civiles y militares, rector de la universidad, jefe superior de policía, etc. Asistían a la misa solemne y luego tomaban parte en la procesión de la imagen por las plazas. Comían con los monjes en el refectorio del monasterio y a los postres aparecía la escolanía, que les cantaba algunas canciones, y se iban contentos y satisfechos. En una de esas ocasiones, siendo yo novicio, me tocó servir de comer al inspector Vicente Juan Creix, que cuando yo todavía era seglar me había sometido a duros interrogatorios. Venía en representación del jefe superior de policía, y por lo tanto ocupaba un lugar preferente. Dice la regla de san Benito que los huéspedes serán recibidos como Cristo mismo. Hice lo que pude. Después de comer, lo cogió el secretario del P. Abad, P. Maur M. Boix, y lo acompañó a visitar el monasterio. Fue entonces cuando Creix, llevado de un arrebato místico, pronunció aquella frase inmortal: “Lo que más me cuesta entender de nuestra religión es que la Virgen del Pilar y la de Montserrat sean la misma”. Y añadió aún: “¡Qué grandes son los misterios de la Redención!”

No todo fue nacionalcatólico, el día 27. En la roca llamada el ‘Gorro Frigi’ apareció una gran senyera, perfectamente visible desde las plazas y que en todo el día no pudieron retirar. En contraste con el pesado discurso del cardenal Arce Ochotorena, de unos buenos tres cuartos de hora, sin compasión de la multitud que le escuchaba a pleno sol, Fèlix Millet, que era muy buen orador y declamaba maravillosamente, dirigió como un ángel el asunto de la Visita Espiritual a el ‘Mare de Deu’ de Montserrat, de Torras y Bages, en catalán, con aquella quinta deprecación que dice: “Haz que no se deshaga nunca este pueblo catalán que Vos, espiritualmente, engendrasteis”.

Un epílogo importante. El grupo de los ‘Cuadernos del exilio’, con Joan Sales y Raimon Galí, desde México, construían un cuerpo de doctrina nacionalista, a partir de una visión nueva de nuestra historia reciente. Como la mayoría de los exiliados, creían que se habían llevado la patria con ellos al exilio, pero con las noticias de la entronización que les llegan descubren que Cataluña todavía está en Cataluña, y que, sin embargo, se puede hacer buen trabajo. Abrazan aquella ‘incierta gloria’, preparan un último número de sus ‘Cuadernos’ dedicado todo él a la entronización y vuelven.

Hilari Raguer es monje de Montserrat y historiador.

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