El discreto encanto del proletariado

En ‘Elisabeth Costello’, uno de los libros más interesantes del escritor sudafricano J.M. Coetzee, la protagonista, una prestigiosa intelectual que hace un ciclo de conferencias en todo el mundo, mientras prepara el discurso de aceptación de un premio internacional, rememora un episodio negro y doloroso de su juventud nunca revelado a nadie. Cuando tenía diecinueve años, era una joven rebelde y con inquietudes sociales que rechazaba su vida pequeñoburguesa y que pensaba que sólo los valores de la clase trabajadora eran puros y auténticos. Un día, mientras paseaba por el poco recomendable barrio portuario de Melbourne, conoce a un estibador en la treintena. La atracción física por aquel hombre que parecía simbolizar su imaginario, era inferior a lo que parecía representar, y sin embargo, la protagonista parecía dispuesta a la experimentación. Al cabo de muy poco tiempo, él se la lleva a la pensión maloliente donde vive, y poco antes de iniciar los prolegómenos, ella se lo piensa. Tom, que ya llevaba muchas copas encima, no se detuvo. Mientras trata de violarla, la narradora se resiste desesperadamente. Al principio, el hombre se toma esta actitud como un juego, sin embargo, cuando ve que realmente ella no quiere, comienza a golpearla de manera sistemática, le rompe el maxilar, le llena todo el cuerpo de moratones, y cuando ya está a punto de perder la conciencia, le arranca la ropa y la quema. Cuando el maltratador baja la guardia, ella se encierra en el lavabo. Cuando cree que la borrachera de su agresor hace que se acabe durmiendo, recupera lo que queda del vestido, coge un taxi y se refugia durante una semana en casa de una amiga. Nunca dirá nada sobre aquella primera experiencia sobre el mal, en la que el placer de ocasionar dolor parece más atractivo a muchos hombres que el propio sexo.

Cuando escucho determinados discursos de la izquierda sobre los resultados de las pasadas elecciones y los relativamente buenos resultados obtenidos por Ciudadanos, una fuerza política que en Cataluña está claramente emparentada con el franquismo sociológico que anida de manera discreta en nuestros barrios, no puedo dejar de pensar en Elisabeth Costello. Como la protagonista del libro de Coetzee, hay cierta izquierda que se rebela contra los valores presuntamente pequeñoburgueses de sus orígenes y que ve en las clases trabajadoras pureza y autenticidad. A partir de la década de 1960, paralelamente con la eclosión del mundo hippy el LSD, buena parte de la izquierda europea empieza a consumir vulgarizaciones marxistas y relecturas de aquellos teóricos heterodoxos como Trotsky, Althusser, (lo que Tony Judt llama “marxismo de perdedores”), o aún peor, “El libro rojo de Mao” y empiezan a elaborar simplificaciones teóricas del estilo “el nacionalismo es burgués” y a aceptar aquellas narraciones chapuceras del realismo socialista que habla del proletariado como referente moral. En cierta medida, en vez de hacer un intento de leer la realidad con elementos analíticos sólidos, cae en la trampa de los mitos, unos mitos tan poderosos que aún hoy empañan la capacidad de entender la sociedad actual. Los discursos izquierdistas vigentes consideran que las clases trabajadoras (que ya no tienen nada que ver con la lógica de trabajadores fabriles, organizados en sindicatos y con conciencia de clase) deberían votarles a ellos por la magnificencia de sus discursos. Y, como ha ocurrido el pasado 21 de diciembre, se encuentran como la propia Elisabeth Costello, golpeada y humillada por aquel a quien querían redimir. Si tiráramos de Buñuel, se puede decir que los barrios han hecho un “Viridiana”.

Una constatación empírica, tan evidente que a muchos se les pasa desapercibida, es que clase social y altura moral concreta no tienen nada que ver. En otros términos, la malparidez está muy bien repartida, por sexo, por edad, por nacionalidad, y también por condición social. Quien escribe estas líneas sabe de qué va la película: soy originario de Nou Barris (donde viví hasta los diecinueve años, y aún mantengo vínculos), trabajé en una cadena de montaje de inyectados plásticos, hice de maestro durante la década de los noventa, y he hecho investigación histórica sobre el mundo anarcosindicalista del primer tercio del siglo XX. Y… primera certeza: los barrios, lo que los mitos dibujaban como cinturón rojo de las décadas de 1960 y posteriores (el cinturón rojo-y-negro según el historiador José Luis Oyón para las décadas anteriores a 1939) son, fundamentalmente, un espacio heterogéneo. Caben desde el dandy culto y sofisticado de mi vecino Antonio Baños, hasta los yonquis que morían con una jeringuilla en el brazo durante los años ochenta; desde el novelista y enigmista Màrius Serra (que, por cierto, vivía justo en el piso de abajo) hasta el tertuliano integrista católico Padre Apeles (que vivía frente a mi bloque); desde el estrafalario Mago Félix hasta uno de los corruptos policías asiduos al prostíbulo del barrio; desde el editor, traductor, fundador de Virus y uno de los líderes de los insumisos (y amigo personal) Patric de San Pedro, hasta el camello de la Plaza Garrigó que (¡oh! ‘¡Sorpresa!, lo reencontré de apoderado del PP en el mi colegio electoral en algunas elecciones de los años noventa). Con todo esto, algo que debería quedar claro: las personas tienen unos condicionantes familiares, de barrio, de clase,… y sin embargo, construyen su identidad mediante elecciones individuales. De mi grupo de amigos, el único en pisotear la modelo fue el más acomodado de todos, hijo de un dentista, que pasaba drogas en la estación de Fabra i Puig. En otras palabras: quien quiera redimir a la clase obrera, que se prepare a ser apaleado. No han entendido nada. La mayoría de la gente, como consideraba Carlo Maria Cipolla, suele situarse en el grupo de los estúpidos, aquel colectivo caracterizado por tomar las decisiones que perjudican a los demás y a sí mismos. Y la estupidez no suele tener cura: ni la estupidez “burguesa”, ni la “proletaria”.

Ahora bien, ser estúpido no implica ser inconsciente. El hecho de que haya entre una cuarta y una tercera parte del censo de Nou Barris (u otros lugares equivalentes, donde también he estado, he tenido amigos o he hecho de profe) hayan apoyado a un partido político que perjudica objetivamente sus intereses individuales y colectivos, no significa que no haya sido una opción deliberada. En las fallas tectónicas de la conflictiva sociedad catalana, muy bien retratada por Marc Andreu en ‘Las ciudades invisibles’ o en los últimos libros de Francesc Serés, la fractura social, más que monstruos, engendra resentimientos o reaccionarismo. No es casual que el racismo haya sido una expresión de cierto malestar fundamentado en hechos concretos y que resulta un fenómeno universal. También es cierto que los estrategas políticos han sabido explotar el sentimiento del miedo o fraguado los bajos instintos de una masa que ya contenía elementos potenciales. El sociólogo inglés Owen Jones ya nos ha hablado sobre la demonización de la clase trabajadora a “Chavs”, para combatirla, aunque ha sido incapaz de evitar transmitir cierto relato donde estratos sociales de los barrios empobrecidos en que el fracaso escolar, el alcohol, la desestructuración familiar y el tribalismo de larga duración está bien fundamentado. Basta haber visto cómo se comportan algunos “Chavs” descontrolados en sus vacaciones en el bar de Salou o Lloret. La novedad local es que aquí se les ha dotado de una bandera y un grito de guerra del “Yo soy español”.

Porque, efectivamente, asistimos a un ejercicio de un nacionalismo banal que no tiene traducción banal, y sí de agresividad. Un nacionalismo español que tiene sus componentes históricos que lo diferencian de otros movimientos homólogos. Debemos recordar que la identidad española se fundamenta en un sentimiento de intransigencia e intolerancia, que se fundó sobre la expulsión de la disidencia religiosa y desde un supremacismo castellanista. Que, abocada a la irrelevancia geopolítica desde 1898, ha hecho de la catalanofobia una herramienta de cohesión nacional, que mantiene una aversión a la diversidad, que posee unos elementos de autoritarismo expresado en la presencia mágica de un caudillo (el franquismo o la monarquía) y que tiene tendencia a aquel tribalismo que, freudianamente denota un complejo de inferioridad tan bien expresado cinematográficamente en el landismo. El proceso independentista ha tensionado de manera insoportable la identidad española y ha expulsado del armario a los viejos fantasmas del autoritarismo, la intolerancia, el reaccionarismo, el desprecio a la alta cultura y al unanimismo. Este último fenómeno es lo que explica la autocensura de la España moderna y sofisticada. Hay un miedo tribal a ser señalado como traidor a todo aquel que apueste por la solución más razonable ante un conflicto de naturaleza política como el actual: un pacto o negociación que permita construir un nuevo ‘statu quo’.

La presencia de cientos de miles de residentes en los barrios o las segundas periferias catalanes (y también en muchas pequeñas y medianas poblaciones) adheridas al proyecto excluyente y calanofóbico de Ciudadanos añade un ingrediente especial. Más que “ulsterizar”, como prometía Jordi Cañas, lo que hay es una voluntad de convertir a mucha gente en una especie de “pied-noirs”, aquellos franceses trasladados a la Argelia colonial que observaban con desprecio a la población autóctona, y que al final se convirtieron en un verdadero dolor de cabeza para la metrópoli. Los intelectuales de ‘buena casa’ fundadores del partido, dopado con el dinero del Ibex 35 y la FAES (que sueñan con un thatcherismo español), junto con la organización de una aristocracia económica y funcionarial (C’s empieza a ser hegemónico entre los profesionales de las grandes empresas españolas, policías y militares desplazados aquí) ha enlazado con el sustrato de la ultraderecha autóctona (muchos de los cuales son los descendientes de los antiguos ordenanzas de los ocupantes de 1939) que han convencido a buena parte de los sectores más desprotegidos y desarraigados de los barrios a canalizar su frustración en un movimiento político. El “A por ellos”, señalaron desde la cúpula del Estado ha sido la consigna y la prueba de impunidad de poder ejercer como inquisición (las denuncias contra los maestros) o como paramilitares (con patrullas destinadas a intimidar y agredir a aquel con aspecto de independentista, más o menos como ya ocurría en Barcelona durante los primeros años de la Transición). Buena muestra de la altura moral de esta gente se ha expresado en las manifestaciones organizadas por Sociedad Civil Catalana (el aparato civil del Vichy Catalán) donde se ha agredido a extranjeros o se ha aplaudido el cuartel de la Policía Nacional de Via Laietana, uno de los lugares donde más se ha torturado de toda Europa.

Ahora bien, no nos engañemos. Como decíamos al principio, los barrios son heterogéneos, y esta gente se ha unido a la fiesta para canalizar la ira contra la evolución de la sociedad catalana que choca contra su imaginario español. También hay un componente de impotencia y frustración respecto al estancamiento personal y la movilidad social descendente de las últimas décadas, relacionadas en algunos casos con la evolución de los nichos laborales, aunque también respecto a las prácticas y creencias de una sociedad moderna. Sin embargo, no debemos menospreciar las elecciones personales. Cuando tenía quince años, había gente que iba al bar, y otros íbamos a la biblioteca. Cuando hacía de maestro, algunos eran capaces de memorizar Salvat Papasseit (o García Lorca, o Bob Dylan, ¡tanto daba!) Y otros, no sólo expresaban su desprecio por la escuela, sino que acosaban a aquellos del barrio que sentían inclinaciones culturales.

Votar Ciudadanos en el barrio ha sido una elección estúpida (al fin y al cabo, su programa es letal para los intereses de sus votantes), aunque consciente. Ha sido un voto destructivo: responde a la voluntad de destruir una nación, más que a construir otra; de silenciar una lengua, antes que preocuparse por usar cuidadosamente la que consideran suya; de destruir vínculos con la sociedad de acogida antes de que de construir puentes con la diferencia. Quizás porque saben lo que hacen, y como quien esto escribe proviene de su mismo punto de partida, no se lo perdonaré nunca.

Finalmente, unas últimas reflexiones. Se ha criticado mucho a la CUP, a los Comunes, o incluso a Súmate (presidido por mi exvecino y postnacional amigo Antonio Baños) de no haber hecho suficiente trabajo en los barrios. Discrepo. La cultura, la República, el interés personal y colectivo es una opción voluntaria, que conlleva cierto esfuerzo individual. No se puede ir por la vida como Elisabeth Costello, con esta actitud de mitificar una clase obrera inexistente (hace falta un replanteamiento sociológico de cómo funcionan los grupos sociales, y no se puede analizar la realidad actual con categorías caducas), porque es probable que se acabe como la protagonista. La República será postnacional o no será. La monarquía, en cambio, es un retorno a Alfredo Landa, un hundimiento en el fango violento y reaccionario del régimen del 78.

BLOG DE XAVIER DIEZ

El discret encant del proletariat