Cenizas y diamantes

Ahora que acaba de morir a los 90 años el cineasta polaco por excelencia, Andrzej Wajda, no puedo resistirme a la memoria.

Cenizas y diamantes, recuerdo hasta el cine madrileño donde la vi, el Rosales, y aunque creo que repetí otra hará treinta años o más, tengo el recuerdo vívido de la primera vez. Sería hacia 1966. Fraga y las gentes de su equipo se inventaron unos procedimientos harto singulares para que “las minorías de las minorías” madrileñas –en Barcelona debía ocurrir otro tanto– pudiésemos acceder a un cine que estaba prohibido para el público común. Eran sesiones extrañas y proyectaban, por ejemplo, todo lo mejor del cine soviético en unas versiones espantosas; pero es lo que había.

Nos convocaban tarde-noche en el entonces teatro Beatriz –luego restaurante de moda, que no pisé jamás– y allí proyectaban a Eisenstein, Pudovkin, Dovzenko… Creo que en un filme de Pudovkin, si la memoria no me traiciona, contemplé la escena del único desnudo en décadas. La tierra (1930), se titulaba, y era de ver la conmoción que sentí cuando una campesina, al enterarse de la muerte de su hijo, se abría la ropa de un golpe quedando en carne viva. Eran sesiones que también tenían su gracia, porque siempre solíamos ser los mismos, no más de veinte, y la proporción entre policías de paisano y espectadores debía de estar a la par. ¡Y pensar que ninguno de aquellos maderos cinéfilos hizo carrera que no fuera en el campo de la tortura y la extorsión!

Recuerdo Cenizas y diamantes, un filme de Wajda de 1958, al que concedieron el premio de la Crítica en el Festival de Venecia. El guión está basado en una novela escrita por Jerzy Andrzejewski, que recomiendo vivamente. Un joven de la resistencia antinazi se desliza en antisoviético, tras la ocupación que siguió a la Segunda Guerra Mundial. Todo su mundo está trastocado y sabe que no tendrá otro final que la muerte.

Aquí aparecen las cenizas y los diamantes. Como si fuera un elaborado juego cultural, tanto Andrzejewski, como posteriormente Andrzej Wajda, aprovechan unos versos tan hermosos, que quien los compuso hubiera podido retirarse habiendo dejado a la humanidad un poso de sentimiento y cultura que ya vale por una vida. En una secuencia del filme, el joven emboscado que se ha propuesto matar al dirigente comunista que recorre los pueblos enseña a su novia, una camarera circunstancial que se ha encontrado en el hotel, una lápida que él barre con su mano, retirando barro, moho, musgo, y lee estos versos impresionantes, que dan sentido a todo el filme.

Al arder no sabes si serás libre,

Si sólo quedarán cenizas y confusión

O se hallará en las profundidades

Un diamante que brille entre la ceniza.

Si son conmovedores hasta el llanto en traducción castellana, ¡qué no serán en polaco! Los escribió Cyprian Kamil Norwid, que nació en Polonia y murió en París (1821-1883), contar su desgraciada y errante vida me llevaría el artículo entero y me faltarían páginas. Pero ese poema dio vida a una novela y un filme, como mínimo, que yo conozca.

La belleza de Cenizas y diamantes, el filme, su tristeza agobiante, heredera del romanticismo, tiene secuencias inolvidables, algunas de las cuales serían luego repetidas por otros directores de fuste. Las manchas de sangre que tiznan las sábanas puestas a secar en una casa de pobres. Bastaría con esa, que, pasados más de 50 años, aún me persigue.

Antes Wadja había rodado Kanal. Un filme sórdido como la propia historia que cuenta. El levantamiento de Varsovia frente a los nazis en 1944, donde todo transcurre en los alcantarillados; nada que ver con El tercer hombre. Aquí todo es pura bestialidad, convivencia entre héroes y ratas. No la recomiendo a gente sensible.

Salto sobre la rica filmografía de Wajda para llegar a El hombre de mármol (1977). Nadie entiende cómo pudo rodarse bajo el régimen comunista, por muy descompuesto que estuviera. Les costó el cargo a un puñado de funcionarios. La historia de un obrero “estajanovista”, el albañil que más ladrillos ponía en una hora, y en dos, y en las que fueran…, modelo del socialismo hasta llegar a su final, despreciado y odiado por su propia clase, y por sus dirigentes que le habían ensalzado, su familia, su propia conciencia de clase por los suelos.

Hay muchos filmes de Wajda que merecerían un comentario. Danton, por ejemplo, con un Gérard Depardieu desmelenado, pero confieso que me dejó frío; no logré entrar en la película. Más que la Revolución Francesa aquello parecía un debate en la Sorbona en las vísperas del 68. No era su mundo. Las grandes películas de Wajda, lo dijo él, siempre estuvieron vinculadas a Polonia y se hicieron universales.

Y así llegamos al drama vital y cinematográfico de Katyn. Un filme difícil, casi póstumo y sobre todo biográfico. En 1940 los soviéticos cometen uno de los crímenes más siniestros del periodo estalinista. La liquidación rigurosa de la oficialidad polaca, en la que veían un enemigo inmediato y, sobre todo, un ejército formado en la tradición de que Rusia siempre había sido su adversario, probado durante muchos años, casi siglos.

Wajda va a abordar un doble trabajo. Reconstruir su infancia, su familia, sus seres queridos, sus costumbres, sobre un fondo criminal que va llegando hasta su liquidación. No creo que sea un filme definitivo, ni siquiera brillante, pero es una página imprescindible en su cinematografía. Emociona, conmueve, no hay trampa ni cartón, es un relato, casi un documental del crimen. Durante muchos años los soviéticos, tras el descubrimiento de las inmensas fosas de oficiales polacos, echaron la culpa a los nazis, que las habían descubierto. Pero no hay duda de que fue una masacre que dejó al Estado polaco sin ejército y al pairo de lo que pudieran hacer nazis primero y soviéticos después.

El ritmo del relato conmueve, como si fuera una historia ajena al cronista. Pero el padre de Andrzej Wajda estaba allí, fue uno de los oficiales asesinados, impunemente, con todos aquellos engaños y falacias a las que era tan dado el estalinismo. Beria dirigía. Fueron miles. 23.000, cien por arriba o cien por abajo. Es algo que cuesta imaginar porque exige un operativo militar y represor que sólo los nazis habrán de conseguir años más tarde.

Y lo cuenta Andrzej Wajda, en la vejez, cuando ya está despidiéndose de ese mundo espectacular del cine y lo refleja con una dignidad y una sobriedad que sería difícil conseguir en una víctima a quien mataron a su padre, en la flor de la edad, y que dejaba una familia desvencijada y a la espera de acontecimientos que no podían controlar. La matanza de la oficialidad polaca en Katyn por el ejército soviético constituye una de las miserias y vergüenzas de una guerra mundial donde los vencedores siempre saben cómo cubrir sus víctimas con una sábana, como si fueran muertos sin nombre y verdugos que se amparan en el anonimato. De poco sirve decir que hay historias de los aliados, no soviéticos, que llegaron tan lejos o más. Un muerto es un muerto, y un crimen es un crimen. No creo que haya un elemento tan vivo para conocer lo que fue el estalinismo de masas, la criminalización del sospechoso, como lo que fue Katyn en 1940. Y Andrzej Wajda llegó a tiempo antes de morirse para dejar señal inequívoca del crimen.

En el fondo, reconozcámoslo como seres humanos, qué importa si se trata de un filme, de una obra maestra o de un documental magistral. Ha quedado para la historia y debemos inclinarnos hacia este director polaco que fue fiel a su época y tuvo el valor de reflejarla.

LA VANGUARDIA