Lluís Llach, el trauma de Ítaca

Lluís Llach es la encarnación del trauma y del sentimiento de culpa de la Catalunya aplastada por el desastre de la guerra y del franquismo. Si los catalanes fuéramos alemanes, Llach no sufriría menos ni habría escrito canciones mejores.

El artista de Verges ha cantado siempre a la libertad. El problema es que la libertad exige una voluntad ingenua de celebrar el impulso del cuerpo y de la vida, y en la música de Llach resuena un temblor de melancolía mórbida, que hace pensar en los pasos de Semana Santa y en aquellos cuadros del barroco que se pintaban para dar miedo a la gente.

Nacido en 1948 en una familia carlista del Baix Empordà, Llach ha tendido a cultivar un aire de viuda enlutada que exagera su dolor y que se aferra a las injusticias de la vida para chupar, de su alrededor, el amor y la ternura. Con el tiempo, se verá hasta qué punto la esperanza de su público contribuyó a elevar la música de Llach a la idea de lo que habría podido ser.

Educado en el olvido y la represión, como muchas figuras de talento de su época Llach cayó en la trampa de apuntarse a una izquierda propiciada por la dictadura que defendía cualquier causa que desdibujara la independencia. Su gran sensibilidad, combinada con una situación política explosiva, lo convirtieron en uno de los máximos exponentes de la Nova Cançó. El hecho de tocar el piano entre tantos rascaguitarras también le daba un extra de categoría.

La Estaca, su éxito más famoso, se convirtió en el himno de la Catalunya oprimida por el franquismo en pleno mayo del 68. Exiliado en París, con sólo veinte años Llach se convirtió en un símbolo de la resistencia catalana y en su embajador en el mundo. A primeros de los años setenta cantó en París y en varias ciudades de Europa y de América, en un momento en el cual el catalán hacía años que no salía de las habitaciones mal ventiladas de la resistencia.

Mientras el franquismo y sus efectos duraron, la música de Llach hizo vibrar las cuerdas reivindicativas de todo el país e incluso en Madrid lo corearon con entusiasmo. Cuando la supervivencia de la cultura catalana estuvo asegurada y fue la hora de salir a conquistar el mundo, la música de Llach no fue capaz de evolucionar hacia formas de expresión que inspiraran a los hombres libres.

Agobiado por un éxito que lo sobrepasaba y por una sociedad que se iba empequeñeciendo asfixiada por los políticos y los intelectuales, Llach se fue amanerando y complicó las melodías y las armonías. El autor de Laura, Campanades a mort, Que tinguem sort o El meu amic el mar consiguió poner su música en todos los entierros y en todas bodas del país, pero no supo librarse de las imposturas de la Transición, que él mismo había denunciado.

A medida que el recuerdo de la dictadura se alejó, se vio que Llach era un hombre que por una parte denunciaba la injusticia y por la otra te arrastraba a conformarte con el principio que ninguna idea ni bandera vale un muerto. Más rico de lo que ya lo era su familia, el cantante trató de vivir en la plaça Reial de Barcelona como un artista progre, pero harto de la izquierda cosmopolita se puso la boina y se retiró a Porrera, donde trató de hacer la vida más pasable a Martí Pol y creó una empresa vitícola.

Durante la década de los 90, Llach puso música a la obra de poetas como Màrius Torres, Sagarra o Kavafis. También sustituyó Catalunya por el Mediterráneo, como fuente de inspiración, e insistió en separar la creación de la política, como tantos otros artistas inseguros de su talento. En un país económicamente conservador y sentimentalmente de izquierdas, no tiene nada extraño que las viñas de su masía acabaran elaborando vinos de 200 euros.

Si Josep Pla influyó en la forma como los catalanes se relacionan con el mundo material, Llach influyó en la manera como la Catalunya autonómica ha entendido la espiritualidad. La expresión artística de los dos sirve para explicar las contradicciones de un país que no digiere vivir bajo la bota de un Estado gobernado por gente más bestia, pero que al mismo tiempo, como no encuentra el valor de sublevarse, tiene que inventar sublimaciones puritanas y monjiles.

En el 2007, con más de 30 discos publicados y un currículum impecable de músico internacional, Llach decidió retirarse. El último concierto, emitido por TV3, agotó las entradas en media hora y convocó más de medio millón de espectadores. Hace un par de años, en el programa El invitado, Llach reconoció que, si hubiera pensado que el independentismo estallaría poco después, habría seguido cantando. También dijo que nada le hacía tanta ilusión como la libertad de Catalunya.

Convencido de que no podría mejorar la situación de su país, hacía mucho tiempo que Llach iba dedicando sus esfuerzos a causas humanitarias de cariz internacional. Martí Pol murió en el 2003 y Llach buscó refugio en el Senegal, donde vive una buena parte del año. En el 2010, puso en marcha una fundación que se dedica a construir barcas y a suministrar material de escuela para los centros africanos. En los últimos años también ha escrito un par de novelas.

Quizás porque, como decía Nietzsche, Homero escribió la Ilíada justamente porque no era Aquiles, Llach ha necesitado el amor del público en la misma medida que este amor lo ha hecho sentir insuficiente e insatisfecho. Con 25 años la melancolía se lleva bien, pero a partir de los 50 ya es más difícil, sobre todo si has renunciado a seguir luchando para no quedar mal con el discurso políticamente correcto y no puedes dar la culpa a nadie.

En el 2015, Llach volvió a implicarse con la política del país y se presentó en las elecciones con Junts pel Sí, que tenía por programa conseguir la independencia en 18 meses. Habrá que esperar a ver qué motivos de fondo tiene esta implicación -si sólo ha encontrado a un enemigo que lo justifique o realmente quiere emancipar a su país. Dicen que es uno de los diputados que trabaja más. Un argumento habitual es que si él está en el Parlament es porque los políticos van de verdad.

La Estaca, que ha cantado tantas veces, fue adaptada al polaco por el sindicato Solidarnosc durante la lucha contra la dictadura comunista. En 1997 se convirtió en el himno oficial del equipo de rugby de Perpiñán y en el 2011 la cantaban los tunecinos de las primaveras árabes. A ver si esta vez sirve de inspiración a los catalanes para dejar de lamentarse y defender su libertad con todo su talento y su fuerza sin tener miedo del miedo, ni buscar refugio en la miseria y el arabesco.

Si Llach hubiera muerto en los años 80, ahora sería un héroe e incluso tendría alguna calle. Quedarse en el Senegal -y convertirlo en su Ítaca- hubiera sido una opción cobarde pero cómoda y segura. Su retorno quizás ayudará a poner de manifiesto, de manera cada vez más clara, que Franco no fue una excepción en la historia de España y que los catalanes que se enfrentaron a la dictadura dejaron mucho trabajo por hacer -mucho más de lo que durante tiempo han tenido el coraje de admitir.

ELNACIONAL.CAT