¿Hay alguien en el centro político?

¿Hay un espacio político de centro moderado amplio, en Cataluña? Quiero decir, ¿hay en Cataluña una mayoría de ciudadanos que se sentirían bien defendidos en sus intereses, y en los de la prosperidad y el bienestar de su país, con una fuerza política situada entre la socialdemocracia en cuanto a los derechos sociales y un centro liberal en cuanto a los derechos y deberes personales y el desarrollo económico?

Las encuestas no ayudan a responder a esta pregunta. En el último Barómetro del CEO, en una escala de 0 (extrema izquierda) a 10 (extrema derecha), los valores centrales, de 4 a 6, concentran casi la mitad de los catalanes, con un posicionamiento fuerte del resto hacia la izquierda -un 37,7 por ciento-, mientras que los que se decantan hacia la derecha son un 6,7 por ciento. En cambio, en la intención directa de voto, en la misma encuesta, los partidos que se autocalifican de izquierdas llevan prácticamente la mitad de los votos. En estos momentos las encuestas no pasan de ser fotografías movidas que construyen imágenes borrosas, tanto porque la realidad que fotografían se tambalea como por la dirección con la que mueve la cámara, a menudo, quien las hace. No puede ser que, sólo en tres semanas, de la encuesta del CEO (1.500 encuestas y un +/- 2,53% de margen de error) en la última de La Vanguardia (600 encuestas y un 4,1% de margen de error), el voto directo al PDECat pase del 5 al 11 por ciento, el de la CUP del 4,7 al 2,8, o que el conocimiento de Anna Gabriel pase del 51,1 al 91,1 por ciento.

La respuesta a la pregunta, pues, se realizará atendiendo a las circunstancias particulares que vive el país. La recomposición del espacio político es radical, pero aún está a medias. Nadie sabe qué pasará con los partidos unionistas tras la independencia. O cómo quedará dibujado el espacio soberanista en una Cataluña, pase lo que pase, postautonòmica. Ni si cuajarán las nuevas confluencias. El panorama de partidos que se hacen, se deshacen y se rehacen produce una notable agitación en los electores, sobre los que, a la hora de decidir, acaban pesando factores eventuales como la corrupción, los alegatos populistas o la misma independencia, más que los modelos sociales y políticos.

Por otra parte, las respuestas confusas que los partidos han dado a la crisis económica y la descomposición política por los casos tanto de corrupción personal como de malas prácticas de financiación de los partidos, han hundido las categorías clásicas de la cultura política y la confianza en siglas, liderazgos e ideologías de siempre. A menudo los análisis siguen utilizando los esquemas tradicionales para entender los movimientos actuales, y no aciertan ni una. La victoria -por la mínima- de Trump, el ajustado resultado -pero definitivo- a favor del Brexit o saber que quien tiene más apoyo de los jóvenes en Francia es Marine Le Pen no es fácil de digerir. Y los catalanes no estamos al margen de estas profundas transformaciones del lenguaje y del paisaje políticos.

Por tanto, la respuesta a la pregunta inicial está condicionada tanto por la posibilidad de que el ciudadano sepa identificar correctamente sus intereses y los de su país -según su posición social y expectativas personales-, como por la capacidad de las organizaciones políticas de saberlos representar adecuadamente. Y el encaje entre estos dos polos depende, en buena parte, de los medios que hacen de intermediarios entre unos y otros, entre los que las nuevas lógicas comunicativas de las redes sociales son cada día mayores.

Visto todo eso, que el PDECat -que aspira a ocupar el espacio central del que hablaba al principio- viva momentos de zozobra es perfectamente explicable. Discurso en construcción, identificación ideológica incierta, liderazgos desconocidos, confianza todavía para ganar, nombre indescifrable… El caso Pujol y el salto independentista forzaron a la antigua CDC a una refundación inevitablemente precipitada. Y ahora mismo concentra todas las tormentas posibles.

ARA