El terrorismo y nosotros

Somos expertos en atentados. La historia de España, la de Catalunya y la de Barcelona se podrían reescribir a través del terrorismo y saldría todo. Somos expertos también en la manera como las autoridades, la sociedad, la cultura y el periodismo reaccionan a cada asesinato, bomba o víctima. La educación política de muchos ciudadanos españoles, sino todos, incluye siempre algun momento de terror o de respuesta al terror. ¿Fuiste a la manifestación de Miguel Ángel Blanco? ¿Te concentraste delante de la sede del PP el 13 de marzo del 2004? ¿Cuántos grados de separación tienes con una víctima del Hipercor? ¿Has oído el silencio de Vic? El del terrorismo es una vocabulario que impregna de sentido y oportunidad nuestras leyes tanto como el de los límites del sentido común, el conjunto de convenciones que establecen los límites del debate público. También el contenido de nuestras hipocresías está empapado de la historia del terrorismo en España. Al fin y al cabo, España es un estado que ha practicado el terrorismo de estado con bastante impunidad y hasta hace solo cuatro días, y a derecha e izquierda, ha habido momentos en que la prensa y los intelectuales han querido explicar que el estado ha participado activamente o pasivamente en la administración del terrorismo o de la reacción al terrorismo como estrategia política. Lo terrorismo ha sido el huevo frito donde todo el mundo ha mojado pan.

Pero ahora la violencia ya no es como era, ya no se pueden hacer las cosas que se hacían y lo único que queda son las ruinas de un discurso desesperado y estridente que se pudre en columnas de opinión, columnas que poca gente lee, menos todavía se las creen, y solo las usa quien quiere discutir, no a quien quiere comprender.

Somos expertos en terrorismo, y no solo por ETA o los GAL, ni siquiera por los GRAPO, o los movimientos fascistas del País Valencià, o los movimientos violentos efímeros en Galicia, Asturias y Canarias. O en Catalunya. Somos expertos porque puedes escoger una década al azar desde la invención de la pólvora y tendrás tu terrorismo, de estado o contra el estado. Todo eso pervive en la memoria familiar y también, todavía mucho más robustamente, en los olvidos y las confusiones que imitan nuestro debate y nuestra vida.

Terra Lliure y ETA han sido uno de los polos contra los cuales se ha construido un ethos del catalanismo autonómico y también del soberanismo civil. La cultura pacifista, el discurso de la lealtad institucional y la disputa sobre la naturaleza democrática de la identidad política de nuestro arco parlamentario tiene siempre de espejo las capas acumuladas de violencia concreta y tangible. En Catalunya, la necesidad de separarse de las posiciones violentas se proclama como un imperativo moral en él mismo, pero es sobre todo una respuesta a la violencia concreta y a los discursos que ha engendrado. El apoyo que el autonomismo ha dado a la política antiterrorista de los grandes partidos españoles se ha querido compaginar con la resistencia al uso que se ha hecho de la constitución o del discurso de la libertad para devolverles expresiones de nacionalismo de estado. Recordad la dicotomía entre constitucionalistas y etarras, o la degradación explícita del estado de derecho que hemos visto acelerarse desde mediados de los noventa, con casos como los de Egunkaria, Otegi, la doctrina Parot o la kale borroka. En un determinado momento, la judicatura española dejó de distinguir entre la dependencia ideológica a unas ideas violentas y la jerarquía entre una acción y una organización terrorista que en el mundo civilizado todo fiscal tiene que probar. Es solo un ejemplo sutil de la erosión del sistema democrático español, una vez el GAL se hizo intolerable en la opinión pública y se pudo utilizar de arma electoral contra el gobierno. Que se acuse Asens o Salellas de hacer de abogados es la misma perversión previsible.

Como decía, la historia de España se podría escribir a través del terrorismo, también la historia de la relación entre Catalunya y España. En la memoria familiar y en la manera como entendemos el pasado y lo reproducimos, hay una violencia de fondo omnipresente. Podemos hablar del asesinato de Prim, o podemos hablar del terrorismo anarquista del XIX y el XX, y no sacaríamos el quid de la cuestión: ¿Cuántos de los atentados en Barcelona, atribuidos al anarquismo, eran inducidos por el gobernador civil para legitimar respuestas de excepción? Así han funcionado los estados europeos. No es exclusiva de España o de la patronal catalana, eso. En The confidential agent, Graham Greene ya se mete de los anarquistas ingleses y de las infiltraciones de la policía secreta. La acción directa del anarquismo se ha usado una y mil veces por justificar y provocar toda clase de leyes y políticas autoritarias, hasta biologistas. España, como buen estado moderno, es deudora de la idea de Carl Schmitt: el poder se ve en quien manda el estado de excepción.

En cada momento, la violencia no convencionalmente bélica, de particulares, de alzados, de insurrectos, de terroristas, ha expresado el momento histórico. Su resolución, vía derrota o inclusión en el tronco del estado, o su resistencia a la desaparición, han sido parte determinante de la creación de la cultura política de España, y ha sido determinante también en la relación con Catalunya. Lo mismo se puede decir de la violencia estrictamente bélica. Hoy día, solo las interpretaciones más fanáticamente guerracivilistas de la guerra del 36 niegan que el conflicto territorial, poco o mucho, es parte de los motivos y fracasos de la Guerra Civil. La historia de la violencia en España no es una cosa aislada. Es siempre también un eco del contexto internacional.
En la Guerra Civil eso es evidente, pero es igualmente cierto de las guerras e insurrecciones, incluidas las guerras coloniales de independencia, del siglo XIX, o en el nacimiento político-jurídico de la nación española y su nacionalismo liberal en las Cortes de Cádiz de 1812, en plena guerra del Francés. Tres cuartos de lo mismo se puede decir del absolutismo del XVIII que empieza con la guerra de Sucesión, una guerra obviamente europea y espejo casi perfectodel modelo de estado que la modernidad puso en juego en todo el continente. El arco histórico que va desde las guerras de religión del XVII hasta Auschwitz se aguanta sobre la relación que hay entre la sofisticación del uso de la pólvora, la invención de los ejércitos de masas y la batalla que se establece entre los estados, por una lado, y, por el otro, las comunidades humanas que señorean, las ciudades en particular. En este arco histórico España es un país importante, tanto como en el momento histórico anterior, que culmina con la desaparición del islam en Europa.

Dentro de España, el frente geopolítico más caliente siempre ha sido Barcelona. La razón es sencilla: Barcelona es la única ciudad que ha tenido bastante fuerza para disputar el poder o para soñar con dominar el estado. Lo ha sido militarmente, comercialmente, industrialmente, culturalmente, y ha sido eco o agente de las mismas ideas revolucionarias y contrarrevolucionarias del Mediterráneo y de toda Europa. Pero a partir de la modernidad es derrotada por el estado, como lo fueron tantas otras ciudades del continente. La cultura que ha articulado, junto con una decena de ciudades de su órbita, ha sido contestataria de la ideología de estado que la dominaba, y ha generado en consecuencia una dinámica colaboración-resistencia propia que define la historia de todos los movimientos políticos de Catalunya, de buena y mala fe a partes indistinguibles en la nuestra historiografía hasta hace muy poco. Por eso puedes reescribir la historia de Catalunya desde el nacionalismo, desde el marxismo, desde el anarquismo, desde el industrialismo, o desde el conflicto dinástico y siempre encuentras hechos que hacen de prueba. En toda esta historia, la violencia de estado, la violencia civil y el terrorismo han sido instrumentos. No nos define la cobardía, sino la derrota. No olvidemos que el estado moderno con burocracia y el monopolio de la violencia, y el relato nacional, no se consolida en España hasta el franquismo. El coste ha sido altísimo, y hoy ya no se puede pagar. La destrucción mística no casa con el sobrepeso. Pienso en aquel web neonazi norteamericano que daba consejos a los del alt-right sobre cómo adelgazar y parecer un dandy. O sea que el arco histórico que ha hecho posible la violencia contra Catalunya y sus productos contestatarios se ha acabado. Se ha ido acabando en los últimos 75 años en todo Occidente con la pax americana de la posguerra, y ha encontrado su cementerio en el fin de la guerra fría. La importancia de España y de Barcelona no ha disminuido simbólicamente, aunque España ya no sea una potencia y Barcelona sea incapaz de sacudirse la provincia del peinado. Se habla mucho de la rapacidad de la oligarquía española, pero se dice poco que esta rapacidad es posible porque la oligarquía tiene un instrumento poderoso a su servicio: la historia de España. Estos días se pueden resaltar las conexiones con Arabia Saudí o con Qatar porque la monarquía española y el poder simbólico de Barcelona hacen posible estas conexiones, de la misma forma que podemos rastrear escándalos empresariales y financieros en la América del Sur que llevan el sello de la oligarquía barcelonesa, la misma que le pagaba los yates al Rey que le dijo a Chávez “por qué no te callas”. No hay que ser hipócritas: la política internacional es, por definición, sucia, y siempre tienes que hacer alguna cosa insoportable moralmente que solo puedes aguantar políticamente. En el estado de naturaleza de la arena internacional, todo el mundo se defiende como puede. Que Barcelona tenga los mismos problemas que todas las ciudades globales, y que busque aprovechar las mismas oportunidades es parte de esta constante histórica. La masificación del turismo de la que hemos hablado este verano y que está en el corazón del significado del atentado del jueves pasado es también el reflejo del lugar poderoso y vulnerable a la vez que ocupa la capital de Catalunya. La vulnerabilidad no podría ser más obvia como objeto de deseo banal. Los visitantes parecen zombies porque el turismo contemporáneo busca encajar la contemplación de la belleza histórica —como un bien de consumo— con los propios prejuicios sobre la insignificancia de esta profundidad histórica en los procesos políticos que hacen posible la vida digna y libre. El atentado de La Rambla es el resumen perfecto de la vulnerabilidad al deseo de destruccción propio del terrorismo en la que es la tercera o cuarta (si contamos el Ruhr) aglomeración urbana de la Unión Europea, ahora que Londres estará fuera. Pero el puerto de Barcelona, que podría ser el más vivo del Mediterráneo, solo gana la liga de los cruceros. Los turistas suben por La Rambla de la ciudad como un rebaño de bobos en busca de una autenticidad que no obligue a hacerse ninguna pregunta seria ni a expeler ningún chiste mínimamente corrosivo —o sea, cierto—. El día que todo eso flote los turistas se pasearán con la misma cara que hice yo el día que supe que “El Joan petit quan balla” (Joan pequeño cuando baila) habla de un sublevado occitano al que fueron desmembrando: “amb el dit, dit, dit, amb la mà, mà, mà” (con el dedo, dedo, dedo, con la mano, mano, mano).

La batalla por el poder de Barcelona y de la nación que conjuga —como se ve hasta en el papel de base operativa que han jugado Ripoll, Alcanar, o el atentado de Cambrils— continúa también en juego. Se ve internamente: en los tics centralistas que hacen de Cambrils una anécdota es el avestruz con la cabeza bajo tierra. Cada vez se verá más que el discurso sobre la ciudad que el Ayuntamiento trata de reciclar del maragallismo necesita algo más que la pedantería de las redes interconectadas de mentalidades urbanitas. Maragall lo probó con la eurorregión, escondiendo la tradición transpirenaica de la que viene, y su legado político se ha habido de convertir al independentismo para no acabar humillado. Que el significado de Barcelona y de Catalunya no está cerrado también se ve en los límites de las sociedades contemporáneas como la española, tan influidas por la comodidad y el bienestar de amplias capas de la sociedad, antes dispuestas a violencias que hoy no les son digeribles. La desigualdad, si acaso, es el tema. La reacción de las autoridades y de la sociedad son la adaptación al contexto histórico de la misma razón de estado que ha definido la historia del terrorismo y de la violencia en España, tanto en sus mejores puentes de solidaridad como en sus cloacas.

Por eso la tesis del atentado de falsa bandera, tanto plausible como falta de pruebas, es inútil: desplaza el debate de nuevo a la mentalidad de víctima. Las teorías de la conspiración se alimentan del ¿cui prodest? (quién se beneficia?), pero el beneficio es difícil de calcular a priori, y a posteriori,  todo el mundo puede encontrar la forma de mojar pan, y es fácil proyectar un sentido en acciones que pueden ser cualquier cosa. Es más útil entender que los estados juegan indistintamente con la violencia y con la seguridad según conviene, y que los límites que este juego tiene en cada momento son fruto de las condiciones materiales y de las ideas que se dejan remover en el paladar. La inoperancia de el estado estos días y la normalidad de los Mossos son más significativas de la política que tenemos, igual que el instinto Pavlov de criminalización que ha acarreado la prensa moribunda del estado y la sorpresa emocionada de los catalanes ante los Mossos son la expresión de una debilidad psicológica: las categorías del pasado ya no sirven.

Nadie recuerda estos días el primer atentado atribuido al islamismo en España, el del bar El Descanso, de 1985. Nunca ha sido aclarado del todo, a pesar de que el ministro Barrionuevo y los tribunales (con menos énfasis) lo atribuyeron a la “Yihad Islámica”. Pero lleva la marca del final de la guerra fría: el contexto era la visita de Reagan, el debate era sobre la pertenencia a la OTAN, y los objetivos eran militares norteamericanos destinados a España (no murió ningún militar, sin embargo 11 víctimas eran de allí). ¿Cui prodest? Es irrelevante: España ya había caído del lado ganador de la guerra fría y se la invitaba a participar del nuevo cinismo necesario. Hay momentos que los ataques de falsa bandera y los de bandera genuina significan la misma cosa. Con el 11-M, las cosas ya habían empezado a cambiar, pero todavía no lo sabíamos. Se ha hablado mucho de la relación entre la reacción del gobierno de Aznar aquel día y la reacción del gobierno de Rajoy ahora. Hay motivos. Pero el 11-M explica algunas cosas de la historia de España que son muy concretas y han tenido un impacto no negligible desde entonces. Al 11-M se mezcla la necesidad de controlar por encima de todo el relato mediático y la tradición de cloacas del estado. El intento de colgarle el muerto a ETA indica como pocas cosas la dependencia hacia el nacionalismo español que tiene nuestra política: si era ETA, ganaba Rajoy; si era Al-Qaeda, el PSOE. La campaña de reacción “Pásalo” y la resistencia de parte de la prensa a obedecer las llamadas de Aznar pusieron de manifiesto que el tiempo histórico estaba mutando, y que el control del relato es realmente difícil y se te puede girar en contra en cualquier momento. También enseñó, con las maniobras del PSOE, que los partidos habían aprendido a atizar este tipo de revueltas espontáneas en beneficio propio. Hay un hilo que ata la cara de Acebes incapaz de tener buenas creederas y las operaciones de ortodoncia, d’alopecia o de pechos de la “nueva política.” De repente la presencia de la violencia en nuestro arco histórico, post-Guerra Fría y post-11-S, se transforma en una presencia mediada por el espectáculo, la indignación colectiva y la coordinación que la tecnología individual hace posible de espaldas al estado. Y finalmente enseñó que la derecha mediática española no tenía ningún pesar en asumir como obvio que las instituciones del estado podían haber estado involucradas en el atentado, ya fuera en forma de falsa bandera o connivencia pasiva. Los medios internacionales se reían de las teorías de la conspiración de Pedro J., Losantos, y los Peones Negros de Girauta, pero en España el discurso, hasta entendido como una paranoia, se podía enmarcar en las luchas de poder habituales en el estado. La jugada le salió mal a medias en el PP: perdieron el gobierno y algunos se abandonaron a la conspiranoia. Pero perdieron porque mucha gente salió a votar al PSOE, no porque los suyos los dejaran de votar. Como han explicado Laia Balcells y Gerard Torrats, el terror no cambia el voto de la gente, pero lo anima a participar para profundizar en la decencia que quieren ver cuando se miran en el espejo.

Si la gente salió a votar al PSOE contra la mentira del PP, o si lo hicieron porque compraron el argumento sobre la guerra de Iraq es un misterio para politólogos, pero la política española viró hacia un combate de estéticas. Zapatero y Rajoy se enredaron en una guerra cultural porque al galope de la burbuja y la cohesión nacional que la corrupción hacía posible, era la única guerra disponible. El matrimonio homosexual y la recogida de firmas — ¡firmas!—contra el Estatuto eran una batalla por la identidad telegénica. Sí, bajo las proclamas sobre la igualdad de los ciudadanos, que uno esforzado Josep Piqué tradujo al lenguaje del “patriotismo constitucional” del filósofo de izquierdas alemán Jürgen Habermas, latía el mismo nacionalismo de siempre, pero también una debilidad nueva: el lenguaje del liberalismo europeo, con toques atlánticos, era el maquillaje, sí, pero indicaba que hacía falta maquillaje. La cara seca y áspera de la aristocracia burocrática del posfranquismo era un recuerdo demasiado amargo para los tiempos del crédito fácil y la revolución tecnológica. Con el 11-M empezaba de verdad la era de los directores de comunicación, de los eslóganes norteamericanos, y del populismo nacionalista que ha acabado atrapando hasta a Podemos, una década después. El intento de decir que estos días no estamos viendo una reedición de la España contra Catalunya sino de la España carpetovetónica contra la republicana, aparte de ser indiferente a las derrotas electorales y sus lecciones, es la versión hipercolesterolémica de los años treinta: ni se matan monjas ni se fusilan poetas homosexuales. Solo se deportan periodistas contrarios a Erdogan, que no es poco, pero marca los límites. Los límites que el Estado testa se ven en la evolución de los discursos duros contra el terrorismo, que dieron barra libre a la idea de que el terrorismo solo se podía derrotar militarmente, como se ve hasta hoy en la negativa del estado a participar de la disolución de ETA. Pero hoy, ¿quién escucha a Mayor Oreja? La izquierda aberzale se refleja en el bolivarismo por exactamente las mismas razones.

España se afana por mantener su autenticidad y tiene problemas: por eso el ‘The Wall Street Journal’ puede ponerle el dedo en el ojo diciendo que los Mossos parecen una policía de estado

Eso no quiere decir que la violencia se haya acabado. Pero sí que quiere decir que en los equilibrios que España tiene que hacer en el mundo, el conflicto con Catalunya no se puede aclarar apelando a los mecanismos de antes. La escalada del terrorismo de raíz islamista y la crisis económica obligan a mirar más allá de lo que convendría. Piensa en la subordinación de Aznar a Bush y la de Zapatero a Merkel: no solo son dinero y poderes, también es subordinación ideológica, para bien y para mal. España se afana por mantener su autenticidad y tiene problemas: por eso el The Wall Street Journal puede ponerle el dedo en el ojo diciendo que los Mossos parecen una policía de estado. No es que nos quieran independientes, es que somos útiles para mantener a España a raya en la arena de los intereses de fondo. Como siempre, el principal instrumento que tiene el estado ahora para resistirse es un caos en Catalunya que la haga inoperativa: por eso organizar un referéndum es casi imbatible y por eso los miedos y los cinismos del catalanismo se han centrado en los problemas técnicos.

Con el retorno de Rusia y de China, sumados a la guerra mundial que estamos librando en Siria, la balanza entre democracia y autoritarismo está en suspensión, y hace rebrotar las ciudades como centros de poder. Por primera vez desde la invención del cañón, las ideas que han hecho que Catalunya no desapareciera pueden crecer, pero hay que saber que el camino es estrecho y lleno de matojos, y solo se puede avanzar si se hace con la seriedad del explorador que silba mientras anda, para asustar a las fieras, sobre todo las que lleva dentro del corazón.

Los atentados de Barcelona y Cambrils a menos de dos meses del referéndum han concentrado todos los vectores. El referéndum vinculante es la primera idea seria que el soberanismo es capaz de articular sin renunciar ni a la democracia ni al sentido del poder. A diferencia del 11-M, no ha hecho falta que nadie llamara a los medios para extender los discursos más chapuceros que miran de hacer uso del terrorismo para defender el estado de la amenaza de desmembración. Era previsible, visto el contexto y la historia. La respuesta de indignación moral es comprensible, pero nos nubla, en parte. La moral sirve para afirmar cosas más que para negarlas, y por eso informa la convicción refrendaria. Pero como respuesta a la instrumentalización es ineficaz. El momento tiene que servir para desenterrar los traumas y el sentido último de la política, que es el reparto del poder sin juzgar los motivos últimos, que o son inefables o son muy vulgares. La gestión de los Mossos y el intento —creciente— de desprestigio forman la tensión que siempre hay entre autoridad y legitimidad. Cuando se vaya destapando el boicot al que se ha sometido al cuerpo de policía de la Generalitat quizás podremos entender que la constante es la violencia, mientras que la novedad es su baja intensidad. Incluso algo tan administrativo como un debate de competencias y coordinación se convierte en criminal en el contexto, a ojos de muchos españoles, de las autoridades europeas, y de la prensa que leen los inversores para hacerse los cultos.

La Rambla y el paseo marítimo de Cambrils, la casa abandonada de Alcanar y la mezquita de Ripoll son tanto una necesidad de la historia como un azar caótico e incomprensible. Su uso político es inevitable porque tocan la frontera entre el poder que se puede administrar y lo que es incontrolable, más todavía en la democracia de internet. El uso que se ha hecho contra el referéndum es la única bala que realmente había en la recámara: el orden contra el caos. Es una expresión de debilidad, y no solo porque los Mossos hayan demostrado que son una policía a la altura de las circunstancias cuando se trata del estado de excepción. Por eso el PP y el PSOE fletan autobuses para ir a la manifestación del sábado — porque no pueden enviar nada más—, y por eso la única respuesta posible a la objeción de la CUP, aunque se hayan tenido que ir hasta Arabia Saudí para justificarlo, es la caricatura ad hominem que ya no cuela en Vallecas. Pasado el intento de la operación Catalunya, viendo el ridículo de los editorialistas nacionalistas que cobran de los fondos de inversión autorizados por la vicepresidenta y las columnas coquetas y frívolas que ya no saben encontrar la tecla que active al mismo tiempo a los ciudadanos españoles y los catalanes, ya solo queda poner en valor el discurso democrático sin folklorismos, con toda seriedad, con todos los costes e incertidumbres. Este no es solo un problema que el estado tiene en Catalunya, como enseña también la historia de la violencia en España. El discurso falla y los españoles, catalanes o no, cada vez tendrán más clara la dicotomía a la que se enfrentan: aceptar las premisas de un discurso degradando o proteger toda expresión democrática que se tome en serio a ella misma. La dicotomía a la que nos enfrentamos los catalanes es igualmente cruda: entre rebozarnos del discurso de la democracia folklórica, tintada de superioridad moral y aquel calorcillo que hace mantener convicciones solo en el plano estético, o salir a defender sin retroceder ni un milímetro la idea de poder y autoridad que late tras las elecciones imperfectas de la democracia real, la incierta, la difícil, la que lejos de hablar de ilusión, mantiene discretamente un gesto grave cuando vota, respeta, o no consigue comprender al otro. Contra lo que se dice, la democracia se sustenta en este miedo, que nadie puede gestionar por ti.

El Parlamento ya solo puede convocar el referéndum, cuanto antes mejor. Y poner todas las facilidades para las que todo el mundo pueda decir la suya. La historia de la modernidad, en España y a Europa, está escrita en la papeleta. La democracia española flotará porque ni los argumentos técnicos, ni los jurídicos, ni los etnicistas sobrevivirán sin destruir el estado de derecho. Habrá ruido, pero no caos, o el caos se llevará a todo el mundo por delante, incluidos los decadentes líderes de la derecha española, que son ateos, hedonistas e incultos. El campo de juego siempre ha sido mayor de lo que se nos quería hacer creer, pero ahora se ve más claro. Si su gran prensa no quiere, ya será el Parlamento que tratará a los españoles como adultos.

http://www.elnacional.cat/es