República o putrefacción

La política catalana ha entrado en una fase de putrefacción de la cual, si no hay independencia, no se salvará ni el pianista. Las verdades que hasta este octubre servían para iluminar el escenario y remover las conciencias del país serán insuficientes para mantener un mínimo de vida nacional en el Parlamento autonómico.

Es significativo que Ciudadanos, el gran partido de los afrikáners españoles, sea el menos perjudicado por la situación política. El mal prevalece siempre que todo el mundo especula excesivamente con los valores de base. Es decir, cuando el pánico se apodera de las personas comprometidas o ambiciosas.

Mientras el PSC incorpora a los náufragos de Unió, con la idea de reforzar la oligarquía de Barcelona ante los instintos depredadores de Madrid, Podemos pone en evidencia su naturaleza centralista sacrificando su activo más genuino en Catalunya, que es Albano-Dante Fachin.

Los partidos independentistas no me parecen mucho mejores, aunque tengan presos políticos. La falta de crítica que ha seguido la actuación de Puigdemont desde el día 2 de octubre, apunta que la represión funciona y que estamos a punto de ver una degradación acelerada de la vida política del país.

El PDeCAT es un partido roto entre los autonomistas cínicos de Mas y Marta Pascal y los independentistas sentimentales de Puigdemont. El pacto entre ERC y Antoni Castellà se convertirá en un callejón sin salida, si el partido republicano sigue banalizando la democracia para no interiorizar y afrontar las obligaciones propias de un estado.

La CUP se convertirá en el refugio de mucha gente de orden, pero ya sólo sirve para resistir. Su discurso, que ha sido el más normal de toda la legislatura, está demasiado infectado de comunismo y victimismo para que pueda salir nada de positivo en una situación de conflicto abierto con Madrid.

Mientras no haya políticos capaces de explicar que la democracia y la justicia responden siempre a una patria concreta, la situación política se degradará. El independentismo se siente cómodo denunciando los agravios, pero es estéril pedir a Madrid que se comporte de acuerdo con las necesidades de Barcelona.

Si el catalanismo consistió en poner la cabeza como un timbal a los españoles, de momento parece que el independentismo se esté organizando para exportar a Europa sus tácticas más decimonònicas. La única diferencia es que en Europa no hay un anticatalanismo de base, como en España, y es posible que las críticas que reciban a los políticos independentistas sean menos interesadas y, por lo tanto, más pedagógicas para sus electores.

El papel que el ejército hizo en la Transición, lo están haciendo ahora los fiscales y los jueces españoles. El mensaje que dan los hechos del último mes es que la próxima vez que el independentismo gane unas elecciones sus líderes tendrán que estar dispuestos a defender sus convicciones con más dureza y profundidad; no solamente para conservar el poder, sino simplemente librarse de la prisión.

La dinámica iniciada por el Estado llevará a un choque entre Catalunya y España mucho más fuerte de lo que hemos vivido. Muchos de los que se opusieron a la celebración de un referéndum unilateral lamentarán haberse refugiado, en nombre de la convivencia y de la paz social, en una ley hecha a punta de pistola al servicio de los intereses castellanos.

Con Puigdemont haciendo campaña en el exilio, España se ha quedado sin posibilidades de llegar a un acuerdo con los dirigentes autonomistas del PDeCAT, que son los principales responsables de la situación que se ha creado. Los españoles pronto empezarán a comprobar que Catalunya no se puede gobernar sin los independentistas y que no tienen a ningún Pujol con el cual pactar.

Si el independentismo gana las elecciones del 21-D, sus dirigentes sólo tendrán dos opciones: o bien resignarse a desangrarse en el poder con deshonor o bien poner todos los medios para hacer la República efectiva. Si España está dispuesta a mantener la unidad a cualquier coste, como ya se ha dicho muchas veces, en el mejor de los casos este coste será la democracia.

Pronto veremos hasta qué punto la justicia española tiene fuerza para tratar de criminales dos millones o más de votantes catalanes sin que se produzca un auténtico descalabro.

ElNacional.cat