¿Por qué no se hizo efectiva la República?

El independentismo no ha encauzado por el mejor carril la necesaria autocrítica que tiene que hacer después de haber dejado en punto muerto la proclamada República catalana. O, para decirlo de otra manera, no ha sabido poner en valor la gran decisión que tomó el Govern Puigdemont-Junqueras: evitar que la independencia comportara muertes y cargar con la culpa de haberlas producido. ¿Un escenario imposible, el de la violencia estatal extrema, como sostiene, escandalizado, el unionismo? ¿Puro victimismo “indepe” desbocado ante el “fracaso”? Por fortuna, no ha pasado, pero desenmascarar la presunta cara violenta del movimiento independentista y, sino, fabricarla, es y ha sido un objetivo clave en la estrategia política, policial, judicial y mediática contra el independentismo desde que Madrid empezó a considerar el fenómeno como una amenaza seria.

No es retórica. Las palabras y las querellas crean “realidad”. Y las querellas de la Fiscalía que han llevado a la prisión a los Jordis y a los consellers y conselleres, en las que se les acusa de rebelión o sedición -delitos que piden situaciones de violencia que en ningún caso se produjeron- son la máxima expresión del intento de construir la imagen del “catalán violento”. En el fracaso clamoroso de esta estrategia del Estado reside una de las grandes victorias del independentismo.

El nerviosismo de Rajoy, Rivera, Sànchez y -ay!- incluso Iceta, ante las afirmaciones de Marta Rovira que el Estado amenazó con “muertos|muertes en la calle” si los líderes independentistas sacaban adelante la República delatan hasta qué punto el asunto del quantum de violencia “legítima” -conocida y desconocida, explícita e implícita- usada para reprimir el independentismo, el factor violencia de Estado, incomoda cada vez más al unionismo en la carrera hacia el 21-D.

Pero los últimos días, el independentismo ha caído en el error de solemnizar la obviedad: que, proclamada o medio proclamada la República catalana, el Govern era incapaz por él mismo de asumir el control del territorio (que quiere decir echar a la autoridad y la fuerza policial/militar española) y que, por lo tanto, tampoco estaba en condiciones de hacer frente al grado de violencia que podía activar el Estado para aplastar la revuelta independentista. Desconozco si, como asegura la secretaria general de ERC, y como ha sugerido varias veces desde Bruselas el presidente Puigdemont, el nivel de represión que contemplaba el Estado era máximo –muertos en las calles. Pero no se me hace imposible imaginar que se hubiera podido llegar a ello después de la actuación policial durante la jornada del referéndum y el temor del Estado a que la independencia saliese adelante. O de las insinuaciones de enviar al ejército en Catalunya, formuladas públicamente una y otra vez, ya sea en boca de la titular de Defensa, la ministra Cospedal, o del ex vicepresidente Alfonso Guerra. Ahora bien: ¿es que quizás alguien se imaginaba que, en esencia, el Govern iba a hacer algo diferente a lo que hizo? ¿De verdad alguien se imaginaba al presidente Puigdemont ordenando a mossos “leales” a la causa independentista que plantaran cara a la policía española o la Guardia Civil, o animaran a la gente a hacerlo, a pasar de la resistencia pasiva a la activa asumiendo todos los riesgos, es decir, que se produjeran muertos?

Se tiene que ser muy irresponsable o muy mezquino, o estar demasiado superado por la realidad real -la realidad virtual o digital es otra cosa- para culpar a los responsables del Govern de no haber “culminado” la independencia a toda costa por temor a asumir la peor hipótesis, la de la pérdida de vidas humanas. Entre otras razones, porque la presunta “revolución completa” tampoco no garantizaba absolutamente nada en el ámbito del reconocimiento internacional, sino más bien todo lo contrario. Que Tusk advirtiera a Rajoy que la fuerza no es ninguna razón, un mensaje inequívoco, ciertamente, en el sentido que Europa no aceptaría la “resolución” del problema catalán mediante la violencia de Estado, no era sinónimo que Europa aceptara y reconociera la República catalana. Con muertos o sin muertos.

¿Por qué no se hizo efectiva la República? Esta pregunta tendría que dejar de ser una obsesión para el independentismo. No es pidiendo perdón por no haber ido más allá, creo, por donde tiene que transitar la autocrítica después de 7 años de movilizaciones masivas en la calle sin romper una mala papelera. Me parece un error que, para calmar el sector más intransigente -o más incapaz de aceptar que las cosas nunca son tan sencillas como llenar un papel con frases brillantes-, los responsables del independentismo, entre los cuales los dirigentes exiliados y presos, tengan que justificar que no hay República efectiva porque no han querido asumir el riesgo de que hubiera víctimas mortales. ¡Pues claro! Esta decisión no me parece en ningún caso asimilable a un acto de cobardía -curiosamente, los reproches del sector más intransigente del independentismo coinciden con la mofa que lleva a cabo el unionismo más troll- sino a un ejercicio de patriotismo, responsabilidad pública y sentido común. Y ello, pese a que el independentismo haya podido pagar el precio de asumir un marco impuesto por el Estado de la manera más miserable aunque sea para rechazarlo: el de asumir  la culpa por las consecuencias de una violencia ¡que sólo el Estado ha practicado! Pero es aquí precisamente donde reside la gran diferencia respecto de otros y la fuente de legitimidad mayor del movimiento: en su carácter pacífico e inclusivo, por activa y por pasiva, y en todos los escenarios. Absolutamente en todos.

El independentismo ni causa muertes ni se las deja hacer. Ni siquiera cuando tiene el objetivo en la punta de los dedos.

El independentismo, y esta es también la mejor tradición del catalanismo, ni causa muertes ni se las deja hacer. Ni siquiera cuando tiene el objetivo en la punta de los dedos. Mientras el Estado español ha parecido dispuesto a defender su unidad al precio que sea, el independentismo se ha negado a cruzar la línea roja, incluso para hacer la independencia. Lo cual no es ninguna vergüenza nacional sino un acto de inteligencia. Y un activo y un valor indiscutible. Político y ético, sí. A veces, además de democracia nos convendría un poco de etocracia a todos.

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