Nos enfrentamos al fascismo

Una de las consecuencias de haber sufrido el yugo del fascismo, especialmente si este régimen ha durado muchos años, es que después, una vez vencido oficialmente, se hace muy difícil de reconocer en todo lo que no sean sus elementos iconográficos, tales como uniformes, brazos alzados, himnos o simbología diversa. Este fascismo antiguo es diáfano. Pero si se trata de un fascismo actual, disfrazado y sibilino, tendemos a confundirlo con una simple ideología de derechas, lo que lo perpetúa indefinidamente.

Esto es nefasto, porque no sólo impide que identifiquemos esta derecha con la ultraderecha, sino que, además, hace que olvidemos que el término ‘fascismo’, como la demagogia, no es patrimonio de una ideología forzosamente derechista. También hay fascismo de izquierdas. La historia está llena de los millones de personas torturadas o masacradas en nombre de ambas tendencias a lo largo del tiempo. Y es que el término ‘fascismo’, científicamente hablando, no define sólo una ideología, también define un comportamiento, lo que hace que haya personas fascistas más allá de su opción política; y, por identificarlas, no hace falta ningún estudio en profundidad; basta con poner el oído y escuchar lo que dicen.

Otro aspecto de la cuestión es que, a menudo, ya sea por cobardía, por falta de reflexión o por ceguera, el individuo fascista, racista o machista no se reconoce como tal. Si se lo preguntamos, siempre dirá que él no es nada de eso. Pero… Siempre tiene un ‘pero’ a punto. Siempre tiene un matiz que, según él, justifica toda actitud arbitraria basada en un principio de autoridad, o que justifica un rechazo a determinados orígenes porque entre los refugiados y los inmigrantes “se infiltra algún terrorista”, o que disculpa la agresión a una mujer aduciendo que “algo debía haber hecho para provocarlo”. En todos estos casos será difícil que encontremos alguien que reconozca la violencia de su personalidad. El torturador, por ejemplo, no tiene conciencia de hacer nada malo, ya que la vida de la víctima, para él, tiene menos valor que la de una mosca. La víctima es un ser inferior, y pretender acusarlo de violento por torturarla o matarla sería como si alguien fuera llevado ante un tribunal por haber matado una mosca. Tampoco el maltratador machista tiene conciencia de ser violento. Simplemente trata a la mujer como él cree que se debe tratar a las mujeres. Y del mismo modo tampoco encontraremos ningún españolista que se reconozca como fascista por considerar que el pueblo catalán es un pueblo inferior, un pueblo que no tiene derecho a decidir su destino, un pueblo que debe ser criminalizado por osar rebela lar contra la ‘verdad suprema’ que suponen estos ‘principios sagrados’.

¿Significa esto que ser catalán españolista es ser fascista? No, claro que no. El españolismo puede ser perfectamente democrático. Todo depende del individuo en cuestión. No es lo mismo ser un prisionero vocacional, que acepta que otros compañeros quieran huir, que el que se subleva contra ellos haciendo valer la ley del secuestrador, una ley que, en ningún caso, permite la libertad de los secuestrados. Fascismo, digámoslo en términos científicos, es “la actitud autoritaria, arbitraria, violenta, etc., con la que alguien se impone a una persona o a un grupo”.

El problema, como decíamos antes, es que la víctima de esta violencia autoritaria no sea capaz de identificarla como fascismo. Es decir que, habiendo interiorizado que el fascismo, para ser considerado como tal, debe lucir símbolos fascistas, no sea capaz de reconocerlo si se disfraza de demócrata y se ampara con tribunales políticos. Sin embargo, ¿qué hay más fascista que decir que “el pueblo catalán no existe, porque sólo hay pueblo español”? ¿Qué hay más fascista que encarcelar a un pueblo aduciendo que no tiene derecho a ser libre?

El Comité de Actividades Antiamericanas de McCarthy era un comité fascista; la ideología de Donald Trump con relación a los inmigrantes es una ideología fascista; el asesinato policial, con balas de goma y gases lacrimógenos, de quince inmigrantes mientras nadaban para llegar a la costa española, es un crimen fascista; la prohibición del derecho inalienable de Cataluña para celebrar un referéndum de autodeterminación es una prohibición fascista; la persecución con sanciones económicas astronómicas a entidades como Òmnium Cultural o la ANC, por tener ideas desafectas al Régimen es una persecución fascista; el juicio a Mas, Ortega, Rigau y Homs, por poner las urnas, o el juicio a Carme Forcadell, presidenta del Parlamento de Cataluña, y Corominas, Simón y Barrufet, miembros de la Mesa, por haber permitido que los parlamentarios parlamenten, son juicios fascistas. Fijémonos, además, cómo todos estos fascismos se amparan en la ley. Una ley hecha a medida que justificaría las acciones represoras y de castigo. Y en todos los casos, también, se estigmatiza a la víctima en el sentido de que constituye una amenaza: la amenaza comunista, la amenaza terrorista, la amenaza independentista, la amenaza del que viene a robar el pan de los autóctonos… Mal asunto, cuando el amparo del autoritarismo es la ley. Una ley no es nada, absolutamente nada, si no es democrática. Y una ley que criminaliza las urnas y los políticos que las ponen para que la ciudadanía decida su destino no es ley ni es nada. Es sólo la ley del amo blanco que niega al negro toda posibilidad de equiparársele en derechos. Puro fascismo.

En el caso español, este fascismo se hace patente en el hecho de que no hay ninguna ley que diga que el pueblo catalán no puede celebrar un referéndum de independencia. Ninguna. Y los que, faltos de argumentos, blanden esta supuesta ley, mienten vilmente. Se puede decir que se basan en los artículos 2 y 8 de la Constitución española, que hablan de “patria común e indivisible” y otorgan a las Fuerzas Armadas el atributo de “garantizar” esta indivisibilidad. Pero, bien analizados, son artículos fascistas, porque nadie tiene derecho a encadenar a una colectividad en nombre de la indivisibilidad. En la vida, si se es respetuoso con la libertad ajena, todo es divisible, absolutamente todo. Además, qué indivisibilidad más débil aquella que, para mantenerse, necesita amenazar con el uso de la fuerza.

Hay, pues, abandonar el buenismo. El buenismo podía tener sentido en aquella Cataluña que se conformaba con ser un ‘hecho diferencial’, pero ahora que estamos en el umbral de la independencia y que el Estado español está desplegando todo su poder totalitario y contrario a los derechos humanos para impedirla no tiene ninguna. Nos enfrentamos al fascismo, y si no lo denunciamos en las instancias internacionales llmándole por su nombre, no haremos más que legitimarlo. El fascismo es tan fácilmente identificable como la democracia. David Cameron o el diputado Joan Josep Nuet son dos ejemplos paradigmáticos de democracia. Cameron, con relación a la independencia de Escocia, dijo: “Podría haber prohibido el referéndum, pero soy un demócrata”; y Nuet, con relación a Cataluña, dijo: “Yo no soy independentista, pero sí soy demócrata, y, como demócrata, dejaré mi vida, si es necesario, para defender que en una democracia se pueda hablar de todo”.

Queda claro, pues, que un demócrata puede no ser favorable a la independencia de un pueblo. Pero si verdaderamente es demócrata no impedirá nunca que tal pueblo decida por sí mismo. Un fascista, en cambio, es alguien que eleva su voluntad a la categoría de dogma, un dogma en virtud del cual un pueblo como Cataluña no puede ser libre.

EL MÓN