España no es una nación, España es una cárcel

La extraordinaria fuerza del proceso catalán puede ser medida desde diferentes ángulos. El principal, naturalmente, es el del espesor y la transversalidad sociales que lo configuran. Pero hay otros. Está, por ejemplo, el interés internacional que despierta –el repaso del editorial del New York Times a España, es muy reciente, o la receptividad con la que sus representantes son recibidos en varios países, a pesar de las presiones y sobornos españoles, o los informes económicos, publicados por Finantial Times y el Wall Street Journal, que constatan que la expoliación a que se ve sometida Cataluña por parte de España constituye un caso único en Europa y en América del Norte, o los informes de Credit Suisse y de Eurostad, según los cuales una Cataluña independiente se situaría en el vigésimo lugar internacional y se convertiría en el décimo Estado más rico de Europa, justo detrás de países como Luxemburgo, países Bajos, Suecia, Dinamarca, Alemania o Finlandia.

 

Sin embargo, hay otro elemento -prosaico, eso sí- que también muestra la fuerza del Proceso, y es la avalancha de ataques que recibe procedentes de los partidos nacionalistas españoles, conocidos popularmente como el bunker. Todo el tiempo y la energía que dedican a “combatir el independentismo” -este es el lenguaje bélico que utiliza Miquel Iceta- no es más que una prueba del déficit democrático que arrastran, de su vacío argumental y, en definitiva, de su derrota política.

 

En palabras de Albert Rivera, el Referéndum es un “fracaso”, y en las de Miquel Iceta, el independentismo pretende culpar a los ayuntamientos del “fracaso” del Referéndum. Son palabras que sólo pueden ser contestadas con una sonrisa, porque, por el solo hecho de haber sido dichas cuando todavía faltan tres meses para la celebración del Referéndum, ya revelan hasta qué punto sus autores confunden deseos con realidad. En apariencia, parece que se dirijan al independentismo. Pero no. Sólo son consignas internas, consignas que se dirigen ellos mismos para darse ánimos y enmascarar su impotencia.

 

Sin embargo no son los únicos que hacen esto. Xavier García Albiol y Ángel Ros también nos ayudan a ver cuáles son los parámetros mentales de los enemigos de las urnas. García Albiol, concretamente, tacha de “fanáticos” a quienes quieren la libertad de Cataluña, y Àngel Ros, alcalde de Lleida, del PSOE, hermanado con Ciudadanos, afirma que el independentismo “amenaza la paz social”. Parece realmente una competición de nacionalistas españoles para ver quién la dice más gruesa. Fijémonos que calificar de “fanática” una colectividad por el solo hecho de querer decidir su destino por medio del voto ya indica una ideología ultra y militante del pensamiento único. Y calificar de “amenaza para la paz social” a un movimiento democrático multitudinario, que ha admirado el mundo por su civismo, ya revela cuál es la auténtica personalidad de Ángel Ros, un señor que se pasea llamándose demócrata y de izquierdas pero que se expresa en términos netamente franquistas y dictatoriales.

 

La frase de Ángel Ros es la frase preferida de todos los ultras y dictadores de la historia. Es una frase de cabecera que la hemos oído y que la escucharemos infinidad de veces: “los independentistas rompen la paz social”, “los comunistas rompen la paz social”, “las feministas rompen la paz social”, “los negros rompen la paz social”, “los inmigrantes rompen la paz social”, “el movimiento obrero rompe la paz social”… Y lo remachan pensando:” la paz social soy yo”. En el caso de Ángel Ros es muy ilustrativo que la plataforma Lleida Libre de Franquismo se haya visto obligada a llevar a los tribunales la negativa de este señor a cumplir la Ley de la Memoria Histórica, que le obliga a retirar los rótulos franquistas de las calles de la ciudad.

 

Hay, por otra parte, una frase muy frecuente con relación al proceso catalán según la cual las actuaciones del Estado español serían legítimas, ya que “el Estado tiene derecho a defenderse”. Esta es una frase falaz. Porque, ¿defenderse de qué? Para defendernos, hace falta primero que alguien nos ataque. Cataluña no ataca a España ni a nadie. Tampoco el Reino Unido ataca a la Unión Europea con el Brexit. A la Unión Europea le puede gustar más o menos la decisión británica, pero no puede hacer nada porque se trata del ejercicio de un derecho inalienable. Del mismo modo, tampoco hay ataque catalán, porque decidir sobre la identidad de uno mismo y sobre la propia vida por medio de un voto es la forma más cívica de libertad de expresión que existe. Hablemos claro, pues. El Estado español no se defiende, el Estado español ataca. Es muy diferente.

 

Perseguir demócratas no es nunca una defensa, es un ataque. Amenazar a políticos, funcionarios, ciudadanos y empresas es un ataque; inventarse informes falsos y esparcir calumnias sobre personalidades independentistas o boicotear conferencias o actos culturales de catalanes ideológicamente desafectos en el extranjero es un ataque; criminalizar personas mediante juicios de intenciones estableciendo una fascista “justicia preventiva” es un ataque; crear tribunales políticos, secuestrar urnas y utilizar las cloacas del Estado para amordazar pueblos es un ataque. Es una agresión en toda regla que describe perfectamente qué tipo de Estado es España: un Estado que, además de condecorar ex dirigentes franquistas todavía vivos y responsables de crímenes contra la humanidad, olvida vergonzosamente que, por encima de sus leyes supremacistas y autoritarias, están los Derechos Humanos que un día suscribió y que no sólo están por encima de las constituciones estatales, sino que dan carta de naturaleza al referéndum catalán y lo acreditan legalmente. Así lo avalan, entre muchos otros, la Carta de las Naciones Unidas, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional de Derechos Económicos. Y cuando España esposa a Cataluña, obligándola a ser lo que no quiere ser, ataca todo esto. Lo ataca porque España no es una nación, España es una prisión. Una prisión en la que los catalanes estarían condenados a perpetuidad.

EL MÓN