El día que vivimos peligrosamente

Ya lo sé: hablar ‘del día’ es una reducción excesiva. Lo han sido, para no ir más atrás, el 1 de octubre, y el 3 y el 9, y el 10, y el 16, y el 26. Y hoy, viernes, también lo será. Y el próximo lunes, y los días siguientes. Las sonrisas se han ido volviendo desasosiego, inquietud, a veces irritación. Hay agotamiento emocional, que no quiere decir deserción política. Todo lo contrario: estos días la movilización en la calle -eso de que “las calles serán siempre nuestras”- se mantiene fuerte. Los locales donde se han hecho decenas y decenas de reuniones informativas han estado llenos a rebosar. Ahora bien, lo peor que podríamos hacer sería engañarnos: la calle puede forzar decisiones, puede acompañar otras y puede tratar de detener las que no gustan. Pero, finalmente, las decisiones políticas están en manos del liderazgo de un Proceso que ahora ya es una batalla abierta, y en el marco que el soberanismo ha escogido, las toman las instituciones democráticas.

Sin embargo, y cada vez más -si es que no había sido siempre así-, la vida política tiene una profunda dimensión emocional. Un estudio académico reciente mostraba que las identificaciones partidistas son incluso más fuertes que las raciales y étnicas. Y es obvio que si bien el soberanismo ha sido cuidadoso de no exacerbar a los adversarios, la otra parte no para de hurgar para provocar la máxima tensión. Desde mi punto de vista -lo he repetido en el ARA muchas veces-, el soberanismo ha puesto demasiada confianza en la racionalidad democrática, con un cierto olvido del papel de los sentimientos. Primero, pensando en los adversarios, y ahora también pensando en los propios. Nunca he creído en los efectos devastadores de supuestas frustraciones ni en la profundidad de las hipotéticas fracturas sociales que querrían provocar los mismos que las denuncian. Sin embargo seria inteligente pensar en la dosificación de los estados de excitación y la delimitación de los niveles de incertidumbre, poner la máxima inteligencia comunicativa y dar todas las explicaciones posibles y hacerlo con celeridad.

Como sabemos, una de las características más innovadoras del conflicto político que vivimos es que ha nacido, ha crecido y vive en las redes sociales. Es una de las expresiones de esta nueva lógica política que facilita un grado de participación no sólo más alto, sino constante. Ayer la tensión emocional que se vivió se explica sobre todo por este seguimiento permanente de la crisis en las redes. También en los medios tradicionales, por supuesto, pero no con la misma intensidad. Vivir en directo, con toda su crudeza, de manera descarnada, un proceso complejo de crisis de una negociación como el de ayer es brutal desde el punto de vista emocional. Las negociaciones se suelen hacer discretamente si se quiere que tengan éxito, y se explican una vez terminadas. Pero ayer nos levantábamos con una inesperada decisión. Inmediatamente se conocían reacciones de dimisión en caliente. Se delataban negociaciones nocturnas. Se extendían falsos rumores. Se conocían las disensiones internas. Se especulaba sobre las dudas presidenciales. En suma, una turbación similar -pero aumentada- a la que se había vivido cuando se anunció, e inmediatamente suspendió, la declaración de independencia. En todos estos casos, y los que puedan venir, visto que todo puede cambiar menos esta presencia y protagonismo de las redes, hay que poder interactuar con más previsión, más transparencia y más agilidad.

Emocionalmente ayer se transmitió la grave tensión de los intentos desesperadamente razonables -disculpen la aparente contradicción- de detener la aplicación del artículo 155, una agresión de consecuencias imprevisibles. Lo podría entender, especialmente, si incluía no sólo la suspensión de esta barbaridad, sino la salida de la cárcel de Sánchez y Cuixart, el retorno de las competencias económicas o el respeto a un juego electoral limpio. Pero a la hora de escribir este artículo, aún no sabemos qué pasó. Y necesitamos saberlo si se quiere que lo entendamos. Como habría venido bien saber algo más de las negociaciones que justificaron la suspensión de la declaración.

Soy de los que están convencidos de que, hablando de independencia, el Estado español nunca dará ningún margen de maniobra para el diálogo franco. Soy de los que creen que la confrontación será tan dura que cualquier decisión que nos cargue de razón, dentro y fuera del país, es justificable. También soy de los que temen que un procedimiento netamente democrático será insuficiente ante un Estado tan autoritario como el español. Pero también soy de los que entienden que la dignidad política sólo nos la dará la victoria final, no una derrota heroica. Es por ello que, finalmente, sólo nos queda la fuerza de la resistencia pacífica, no violenta, constante y ejemplar de muchos catalanes. Y es por eso por lo que hace falta que velemos por su bienestar emocional, estrechamente ligado a una buena estrategia de comunicación.

ARA