La verdad es importante

En homenaje a Carles Capdevila, explorador de verdades.

Desde que el pasado otoño el Diccionario Oxford eligió palabra del año el término ‘post-truth’ -postverdad- de la que no hemos dejado de hablar. Y como aquí sobre todo se han interesado periodistas y medios de comunicación, el acento se ha puesto en las condiciones de producción de buena información. Y, no sin cierta socarronería, se ha sugerido que la postverdad no pasaba de ser una palabra nueva para decir aquello de que siempre habíamos llamado mentira. De ahí la perspectiva adoptada por la revista ‘Capçalera’ (‘Cabecera’), del Colegio de Periodistas, de mayo, en el dossier titulado “Un montón de mentiras”, y por el ARA del 28 de mayo con otro dossier con el antetítulo “Lucha por la credibilidad” y una foto trucada de Trump con nariz de Pinocho.

Sin embargo, la nueva palabra no se interesa por la credibilidad de los medios -ciertamente en crisis-, sino por la credulidad de los individuos. El diccionario define postverdad así: “Relativo a -o que denota- las circunstancias en las que los hechos objetivos son menos influyentes en la formación de la opinión pública que las llamadas a la emoción y la creencia personal”. Es decir, al margen de si los periodistas y los medios de comunicación proporcionan buena información, el problema es si al ciudadano le interesa la verdad, o si más bien busca y se cree la noticia emocionalmente empática o que más se ajusta a sus creencias y prejuicios. El problema que se señala, pues, es que los hechos hayan dejado de ser relevantes.

De la credibilidad de los periodistas habría que hablar largo y tendido. Hay quien se ha cansado de decir, irresponsablemente, que “la objetividad no existe”. Es cierto que no hay objetividades absolutas, pero la subjetividad, los prejuicios y la misma ideología se pueden controlar con más o menos eficacia. Y la observación de la realidad se puede someter a una disciplina que permita una narración más objetiva, más fiel a los hechos y más cercana a la verdad. El relativismo ha sido una magnífica excusa para justificar un pensamiento vago. Tal como ya cité en un artículo anterior, las opiniones son libres, sí, pero los hechos no sólo son sagrados, sino que tienen el problema añadido de que son costosísimos de conocer.

Con respecto a la credulidad, que es la verdadera cuestión que plantea la postverdad, el desafío es mucho más grave. ¿Qué pasa cuando la mayoría de individuos dejan de interesarse por los hechos y por los saberes contrastados, y se contentan con una versión del mundo que se limite a satisfacerlos emocionalmente? ¿Qué pasa cuando las versiones anticientíficas -por no decir directamente todo tipo de supersticiones sobre la salud, la alimentación, la educación o el sexo y el género- campan tranquilamente? ¿Qué pasa cuando la creencia y el prejuicio pasan por encima de la evidencia, y cuando el gusto subjetivo sustituye la crítica fundamentada? En definitiva, ¿qué ocurre cuando la verdad deja de importar?

No es que el problema sea nuevo: lo es su magnitud. Chesterton, en 1904, ya observaba que lo que era propio de los tiempos modernos no era la desaparición de la credulidad sino todo lo contrario. Lo que se esfumaba en la ciudad moderna era el agnosticismo, el escepticismo profundo, sano y vital de la gente sensata del campo, ejemplo de “la resistencia justa y natural que ofrece la mente a las cosas que no encajan”. Y una de las consecuencias más graves de este abandono a la emoción, al prejuicio y a la superstición es la gran dificultad de mantener una ciudadanía laica, tolerante y crítica, socialmente responsable, tan necesaria en un mundo diverso y fragmentado como el nuestro.

Sí: la verdad es importante por razones de bienestar, de convivencia, de ciudadanía democrática. Y, sobre todo -como dicen Benson y Stangroom en ‘Why truth matters’-, la verdad importa porque “somos la única especie que sabemos que tiene la habilidad de descubrirla”.

ARA