La encrucijada francesa

Cuatro días después de ser nombrado ministro de Economía por Hollande en agosto de 2014, Emmanuel Macron invitó a Sigmar Gabriel, su homólogo alemán, a cenar en París. Esa misma noche los dos ministros acordaron crear una comisión para desarrollar un informe que debía servir de base para un gran pacto económico europeo en el que Alemania debía comprometerse a gastar más para estimular la actividad de la Unión Europea y, a cambio, Francia garantizaba la liberalización de su economía y de su mercado de trabajo.

Este intento de gran pacto continental, o, como lo calificó el mismo Macron, de “New Deal europeo […] para persuadir a Europa para invertir más”, tiene una larga tradición en la política francesa del último medio siglo. En 1981, François Mitterrand apostó por una política fiscal y monetaria expansiva para hacer frente a la crisis económica de finales de los setenta. Sin embargo, falto de cualquier apoyo externo (Reagan, Thatcher y Kohl acababan de ser elegidos) y en un contexto de creciente integración europea y de libre circulación de capital, aquel intento de hacer keynesianismo en un solo país fracasó absolutamente. Un año y medio después, el presidente francés se deshacía de sus aliados comunistas y abrazaba la ortodoxia monetaria de sus vecinos alemanes: un “franco fuerte” y presupuestos equilibrados.

Aquel giro económico, sin embargo, no contó nunca con el apoyo real de los ciudadanos y de los agentes económicos franceses. En Alemania, la estabilidad monetaria y la independencia del banco central se ven como una realidad sagrada: las barreras necesarias para no volver a sufrir la hiperinflación de entreguerras (que Xammar ya identificó como el huevo donde se incubó la serpiente del nazismo) y para domesticar al Estado. En Francia, en cambio, la derrota de 1940 convenció a la derecha de la necesidad de establecer un Estado intervencionista para poder modernizar la economía y estimular la demografía galas y así neutralizar el peligro germano. Por ello, renunciar a la posibilidad de hacer devaluaciones y de tener una política fiscal autónoma y activa siempre ha sido interpretado por todos los franceses como un paso decisivo hacia la pérdida final de su soberanía política.

Sin apenas capacidad de hacer una política intervencionista propia y reacios a aceptar las líneas maestras del modelo alemán, los gobiernos franceses se decantaron finalmente por intentar afrancesar la economía europea mediante la creación de un marco económico común que les permitiera hacer políticas keynesianas o incluso directamente intervencionistas a escala continental. Visto desde París, el euro se entendió como una forma de sustituir el franco (con un valor fijado respecto al marco alemán y, por tanto, fuera del control del Banco de Francia) por una moneda que Francia pudiera manipular parcialmente. Visto desde Berlín, el euro se vivió, por el contrario, como un sistema para extender por todas partes la estabilidad monetaria que los alemanes asocian con el milagro económico de la posguerra y para acabar de religar Alemania a Europa. En definitiva, el euro se construyó sobre la base de un engaño conceptual y político. Cada uno de los grandes socios europeos fue a conseguir algo diferente: Francia buscó la creación de una especie de imperio napoleónico democrático; Alemania, que es ahora mucho más bávara que prusiana, perseguió la reconstrucción del Sacro Imperio Romano Germánico de los Habsburgo, con su sistema de soberanías compartidas y contrapesos locales.

En la gestión cotidiana del euro, Francia pudo meter baza: el segundo gobernador, Trichet, fue francés, y Draghi tiene en mente la tradición de devaluaciones monetarias que, hasta la creación del euro, usaron Francia e Italia para seguir siendo competitivas. Sin embargo, la fuerza económica de Alemania, el talante institucionalista de países como Holanda y el desapego británico (que nunca ha estado en Europa del todo) permitieron a Berlín imponer sus reglas: un Banco Central Europeo independiente; un euro fuerte; déficits públicos limitados por ley, y una política industrial no intervencionista.

El pacto que Macron intentó hacer con Sigmar Gabriel -conseguir a la vez un estímulo fiscal alemán y el apoyo simbólico de Berlín para reformar Francia- resume bien la fragilidad francesa actual. París no ha podido controlar Europa y rehacerla a su imagen. Pero tampoco ha conseguido reformar Francia y adaptarla al modelo alemán, que se mostró mucho más dinámico que el francés. Con el acuerdo con Sigmar Gabriel en el bolsillo, Macron redactó una macroley (que fue bautizada popularmente como ley Macron) para liberalizar Francia. Hollande, asustado ante las movilizaciones que se produjeron en la calle, se negó a presentarla ante la Asamblea Nacional.

Supongamos que Macron es elegido presidente el día 7. Para llevar a cabo el paquete de reformas que ya propuso, necesitará una mayoría legislativa y un apoyo social que no tuvo hace dos años. Dudo que los consiga. Y…

ARA