Trump en Jerusalén: una declaración de guerra

Sobre la incendiaria declaración de Donald Trump, en la que reconoce Jerusalén como capital del Estado de Israel, se me ocurren tres reflexiones rápidas.

La primera tiene que ver con la irrelevancia –y nulidad histórica– de las reclamaciones de justicia. No hay probablemente ninguna otra causa en el mundo que concite un apoyo tan mayoritario a escala planetaria como la palestina. No sólo en el mundo árabe y musulmán, donde se discrepa ásperamente sobre Siria o Bahrein y, desde luego, sobre los malhadados y silenciados saharauis, pero nunca sobre Palestina; no sólo en las regiones que sufrieron la colonización y sufren ahora los rigores de la economía global capitalista. También las poblaciones de Europa sienten en general simpatía por los palestinos y horror por los desmanes de la ocupación israelí. Es una simpatía transversal, no ideológica, que en España, más que en ningún otro país de la UE, engloba a una mayoría abrumadora. Más allá de las razones concretas en cada caso –religiosas, nacionalistas, culturales u otras– esta cuasi unanimidad ilumina la desigualdad del mal llamado “conflicto” y su vicio de raíz, así como la inclinación natural de los seres humanos a defender siempre a los más débiles. El relato bíblico de David y Goliat forja para siempre la estructura narrativa de esta natural “alineación con el bien” de los humanos normales. La relación de fuerzas entre Israel y Palestina es tan desigual, el desprecio israelí por la vida de los palestinos –su bravuconería goliatesca– es tan ofensiva para la sensibilidad que todos percibimos como una incoherencia narrativa su dolorosa duración en el tiempo, sin que una honda reparadora venga a poner fin a la injusticia.

Porque esta es la excepcionalidad del caso palestino. No es sin duda el pueblo que más ha sufrido en la historia ni el que más tiempo ha sufrido. Lo que no tiene quizás precedentes es la simpatía mayoritaria que genera entre los pueblos del mundo y el hecho escandaloso de que esta simpatía general sea directamente proporcional a la indiferencia u hostilidad de la mayor parte de los gobiernos del mundo, incluidos los gobiernos árabes y musulmanes que dicen defender su causa. Hay un acuerdo popular que reclama justicia para Palestina y un acuerdo interestatal que se la niega, discordancia visiblemente ignominiosa en un orden mundial que se pretende fundado en la carta de las Naciones Unidas y en el Derecho internacional. Ningún atropello histórico ha hecho más daño a la ONU y su credibilidad que la ocupación israelí de Palestina; ninguno ha contribuido tanto a la desesperanza democrática de los pueblos que luchan contra dictaduras o contra invasiones extranjeras. En su pequeñez paciente y heroica, Palestina cobija esta gigantesca y dolorosa potencia simbólica: revela el fracaso estrepitoso, siempre actual, del orden jurídico internacional y la desamparada desnudez potencial de todos los pueblos del planeta.

En este sentido la decisión de Trump, tras meses de silenciosa erosión en los que los “palestinos” visibles parecían vivir en otros países, nos recuerda la existencia de Palestina como dolor “universal” y como eje de un acuerdo interestatal contra la justicia. Ese acuerdo interestatal en favor de Israel, sin el cual el presidente estadounidense no habría podido hacer su declaración, implica a los EEUU como vanguardia desde 1967, pero también a Europa desde mucho antes, al menos desde 1916, como promotor histórico del sionismo y sus consecuencias: un orden colonial aún vigente en el que Israel es el gemelo conflictivo de los regímenes que Occidente ayudó a establecer o protegió en la región: Arabia Saudí desde su nacimiento o Egipto desde 1973 –piezas centrales– son tan “israelíes” como “palestinos” son las víctimas de sus desmanes. Lo mismo puede decirse de todas esas dictaduras –de Siria a Bahrein– que han seguido tratando a sus ciudadanos como Israel trata a los palestinos –si no peor– mientras abandonan de hecho Palestina a su suerte. La Liga Árabe ha sido, y sigue siendo tras la derrotada sacudida revolucionaria de 2011, la sucursal colonial de este acuerdo interestatal contra todos los “palestinos” –palestinos o no– de la región.

La segunda reflexión tiene que ver con las variables históricas de este acuerdo contra la justicia. De la misma manera que no hay que olvidar que EEUU se convirtió tarde en el máximo aliado de Israel, hay que recordar que –al contrario de lo que pretende cierto antiimperialismo sumario– sí importa quién gobierna en Washington. Ni la posición de EEUU en Oriente Próximo es hoy la misma que hace veinte años ni Obama y Trump son iguales. La declaración sobre Jerusalén del presidente tuitero se inscribe en una impugnación total de la política de Obama, quien entendió con realismo trágico –y aceleró– la decadencia imperial de EEUU, sobre todo en Próximo Oriente, y trató de aminorar los daños con una combinación de omisiones y concesiones: es en ese marco donde se inscriben las negociaciones nucleares con Irán y el consecuente alejamiento de Arabia Saudí e Israel, que acusaron el golpe.

El reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel no es una chifladura. Más allá de que Trump sea –por desgracia– el único gobernante del mundo que cumple sus promesas electorales, hay que insistir en que ese gesto es coherente con el restablecimiento intensificado, en un contexto inadecuado, de la política estadounidense neocón de la época Bush. La intensidad se la da la personalidad de Trump; la tragedia adicional el contexto. Tras las revoluciones derrotadas de 2011, con varias guerras civiles en activo (Libia, Siria, Yemen) y en un bastidor geopolítico volátil y fluctuante dominado por Irán y Rusia, EEUU trata de “regresar” a Oriente Próximo realineándose con Arabia Saudí e Israel; es decir, alimentando ocupaciones, invasiones, guerras y conflictos que no podrá controlar y cuyas víctimas, como siempre, serán mayoritariamente “palestinas” plebeyas (y de paso algunos plebeyos estadounidenses y europeos que sufrirán las consecuencias del terrorismo renovado). Obama fue una maldición para Siria, porque se la entregó, junto con Iraq, a los rusos y los iraníes, pero evitó o retardó otros males; Trump es una maldición para los sirios y además para toda la región y para el mundo entero, incluidos los propios EEUU.

La tercera reflexión tiene que ver con las “líneas rojas” que Trump, al parecer, ha cruzado. Algunos dicen que, después de todo, la Jerusalén ocupada era de hecho la capital de Israel, que sobre el terreno no cambia nada, que su declaración es puramente “simbólica”. Eso es verdad, a condición de que tengamos en cuenta lo que quiere decir “simbólico” en este caso (o en todos los casos: ¿podemos representarnos lo que hubiera significado un reconocimiento estadounidense de la “república catalana”?). No olvidemos que los palestinos, privados de todo su territorio por la ocupación y colonización israelí (como prefiere llamarla Ilan Pappé), no pueden ya disputar otro territorio que los “símbolos”. Y no me refiero a los símbolos religiosos, frágil nitroglicerina que Trump y Netanyahu quieren hacer estallar, sino a los nombres de las cosas; a la “formalidad”; a las leyes internacionales como último suelo patrio al que aferrarse.

Es muy importante. No se trata de que el reconocimiento de Jerusalén como capital sea ilegal. Todo es ilegal en Palestina desde hace 70 años. Es ilegal la ocupación de territorio no incluido en el injusto reparto original; son ilegales las colonias; es ilegal el muro; es ilegal el bloqueo de Gaza; es ilegal la prohibición de retorno de los refugiados. Todas estas ilegalidades han sido tácitamente consentidas, cuando no promovidas bajo cuerda, por esa alianza interestatal contra la justicia encabezada desde 1967 por EEUU. Por lo demás, también lo sabemos, no había ningún “proceso de paz” en curso o ninguno digno de ese nombre; y la solución de los dos Estados estaba muerta desde Oslo. No se trata de esto. Decíamos más arriba que la potencia “simbólica” de Palestina residía en su poder para revelar el fracaso, siempre actual, del orden jurídico internacional, pretendidamente pacífico, democrático y de derecho, surgido de la segunda guerra mundial. Trump, asumiendo públicamente –formalmente, simbólicamente– la ilegalidad que hasta ahora EEUU se había limitado a consentir, asume como un hecho ese fracaso, declara en Palestina el fin material de ese orden y el establecimiento de un “estado de naturaleza” o “de guerra” en el que el Estado de Israel se yergue, incluso formalmente, como el único Estado posible, pasado, presente y futuro, en la tierra de Palestina. Todos sus predecesores sabían muy bien lo que estaba en juego y evitaron con prudencia este paso; y no es una exageración hablar de una nueva Nakba para los palestinos. Trump ha robado a los palestinos su última tierra: el nombre de Al-Quds, la legalidad nombrada y siempre escamoteada. Trump ha matado el nombre mismo de la paz y todos pagaremos las consecuencias.

Un medio satírico francés escribía: “Trump apoya la solución de dos Estados: uno judío y otro americano”. Por desgracia la región crepita de estados: estados fallidos, estados a punto de fallar, estados demasiado exitosos, estados armados hasta los dientes por Europa y EEUU. No sé si podemos medir lo que significa que Palestina vuelva de pronto al centro de la atención de este modo y en este contexto. Decía al principio que casi todo el mundo apoya a o simpatiza con Palestina. Esto quiere decir que en Oriente Próximo gente muy distinta, con proyectos muy diferentes, están de acuerdo contra Israel y su empresa colonial en pleno siglo XXI. Los yihadistas tienen razón en Palestina, Hamas tiene razón en Palestina, los nacionalistas árabes tienen razón en Palestina, Irán y Hizbullah –ocupantes de Siria y asesinos de “palestinos” sirios– tienen razón en Palestina; como la tiene la gente normal que quiere un poco de justicia social y democracia en Palestina y en toda la región. Que una Palestina ya sin esperanza, en el nuevo avispero regional, se convierta otra vez en el campo de batalla donde se combaten asesinos que tienen razón y asesinos que no la tienen deja fuera de juego definitivamente las aspiraciones de paz, democracia real y justicia social expresadas hace siete años. Ese es el verdadero acuerdo interestatal que Israel y Arabia Saudí, mientras les hacen la guerra, han firmado con sus enemigos.

¿Quien gana? Únicamente Israel, al que sólo le preocupa el tiempo, y –a corto plazo– las otras “dictaduras árabes”, incluidas la rusa y la iraní, enconadas en la nueva “geopolítica del desastre”. ¿Quién pierde? Por supuesto los palestinos, expuestos de nuevo a las balas y bombardeos israelíes y alejados como nunca de su sueño de liberación, pero también –pues Palestina es el símbolo y la matriz de todo orden, existente o futuro– la posibilidad de un nuevo acuerdo interestatal fundado en el respeto a los Derechos Humanos y, por lo tanto, en la descolonización completa de Oriente Próximo. No sirve de nada decirlo, salvo porque las palabras son también reales: Europa, responsable original de este desastre y que pagará caras las consecuencias, no hará nada en esta dirección.

http://www.cuartopoder.es/ideas/opinion/2017/12/10/trump-jerusalen-una-declaracion-guerra/