Va de libertad de expresión

Llevo tiempo preguntándome cómo es posible que en los últimos diez años la sociedad catalana viva inmersa en un gran debate político con un grado de movilización social que supera todas las proporciones conocidas en nuestro entorno occidental, que se esté desafiando un orden democrático establecido desde otra expectativa radical no menos democrática, y que determinados ámbitos sociales sigan haciendo el sordo, como si no pasara nada. Muy particularmente, me refiero al mundo universitario, que, con pocas excepciones, vive de espaldas a este reto político y social.

Puede entenderse que las universidades catalanas –en distintas proporciones– quieran mantenerse relativamente al margen de una confrontación política que, aunque su resolución las afecte muy directamente, abriría una discusión interna de gestión difícil. También puede argumentarse que los compromisos en el debate público ya se producen a título personal. En cambio, es más difícil de justificar que algunas universidades no hayan estado presentes en las diversas convocatorias del Pacte Nacional pel Dret a Decidir o ahora en el Pacte Nacional pel Referéndum, que responde al deseo democrático de casi un ochenta por ciento de la ciudadanía.

Sin embargo, si es fácil imaginar por qué algunas universidades catalanas evitan tomar una posición institucional –a pesar de que luego no querrán quedar al margen de las ventajas que podrían obtener según cuál fuera la resolución del conflicto–, lo que parece inconcebible es que ni siquiera se atrevan a analizar académicamente los hechos. Desde la mayor parte de disciplinas humanísticas y de las ciencias sociales la universidad debería estudiar lo que pasa delante de sus narices. Historiadores, politólogos, juristas, sociólogos, comunicólogos, publicistas, psicólogos sociales, demógrafos, economistas, filósofos –e incluso algún neurobiólogo– ya están haciendo aportaciones tan interesantes como contrapuestas. Pero hasta ahora, casi siempre, se dan fuera del espacio propiamente universitario.

Las razones de fondo de este silencio son diversas, aunque me limitaré a especular sobre un par de ellas que considero particularmente relevantes. La primera tiene relación con el ámbito estatal que determina la actividad profesional de la mayoría de los académicos. No es tan sólo que el profesorado sea funcionario –o que aspire a serlo– y que los sistemas de evaluación, selección y competencia sean también estatales. También son estatales la mayoría de las asociaciones profesionales, las revistas especializadas en cuyos consejos de redacción se participa y donde se publica, o los congresos gremiales que, aparte de los debates especializados, son el lugar donde establecer vínculos personales decisivos para el intercambio de intereses profesionales.

Se suele hablar mucho de los riesgos comerciales y de los boicots de una hipotética independencia que explican la enorme prudencia de ciertos sectores empresariales para no significarse. Pues bien: lo mismo puede decirse del mundo universitario, especialmente de aquellas especialidades y profesores de menor internacionalización y que dependen principalmente del mercado académico español. ¿Puede sorprender a alguien que la mayoría de los académicos que han osado explicitar más claramente posiciones favorables a la independencia sean los que están vinculados a universidades extranjeras?

La segunda razón de tanta discreción, desde mi punto de vista, tiene un fundamento más grave. Se trata de las dificultades que tienen nuestras universidades a la hora de ser un verdadero espacio de libertad de expresión. Este es un debate antiguo y serio en las universidades anglosajonas, especialmente en las norteamericanas, que aquí ni tan sólo hemos empezado a considerar. En Estados Unidos hay organizaciones como Heterodox Academy –para profesores– o la Foundation for Individual Rights in Education –de estudiantes–, especializadas en velar y debatir sobre este derecho fundamental. En el Reino Unido existe Spiked –una organización, por cierto, muy polémica–, con los mismos objetivos. Spiked, que fabrica un ranking de universidades según su respeto a la libertad de expresión, ha puesto un semáforo rojo a dos tercios de las universidades británicas.

Aquí, según mi experiencia, es casi imposible organizar un debate académico sobre el actual choque de legitimidades democráticas, sus consecuencias económicas, las características del movimiento social que lo ha acompañado o el impacto sobre las propias universidades sin entrar en un clima de provocaciones y boicots que lo harían fracasar sólo de anunciarlo. Desde algunas posiciones se ha aducido una posible “espiral del silencio” para explicar ciertas formas de censura. No estoy de acuerdo: es la baja calidad de la libertad de expresión en nuestras universidades aquello que las lleva a mirar hacia otro lado ante el mayor reto que haya vivido Catalunya en los últimos 35 años.

LA VANGUARDIA