El ocaso de la democracia

No, el populismo no es la causa, proclama en un extenso trabajo Johannes Thumfart.

Es de pocas luces reducir el éxito de Trump y compañía a populismo, su éxito es tan sólo síntoma de una crisis global. La causa de este impulso autoritario hay que buscarlo en las democracias liberales mismas.

Se desploman muros, caen dictadores, en las elecciones libres triunfan los partidos democráticos. En las tres últimas décadas, entre 1974 y 2007,  la democracia se ha propagado en el mundo como la pólvora. El “Fin de la historia”, pregonado en los noventa por Francis Fukuyama con la caída del bloque del este, parece hoy día estar al alcance de las manos.

Johannes Thumfart se doctoró en la Universidad Humboldt de Berlín con la tesis sobre “La historia de las ideas del derecho internacional de los pueblos”, enseña teoría política entre otros lugares en la Universidad Libre de Berlín, en la Universidad Iberoamericana de la ciudad de Méjico y en la Universidad de Cincinnati de Ohio.

La historia no tiene la costumbre –al igual que los ciclos de coyuntura- de discurrir linealmente y en modo alguno de finiquitar. A juicio del sociólogo conservador y muy influyente Larry Diamond de Stanford, nos encontramos en medio de una “recesión democrática”. Según él, desde hace unos 10 años se dibuja un cambio de tendencia global en cuestión de democracia. Los datos sobre derechos cívicos, procesos de elección, compromiso de la sociedad civil y corrupción, valorados y analizados por Diamond, muestran tendencias autoritarias a nivel mundial. La democracia está en retroceso ya se mire a Turquía, Méjico, Tailandia, Ucrania, Filipinas, Polonia, Hungría… y también en USA.

La tesis de la recesión democrática global es en especial un buen contrapeso para esa sensibilidad histérica en el debate sobre populismo. Si realmente percibimos una recesión global en democracia nos podemos ahorrar esos excursos psicológicos de andar por casa sobre el “narcisismo” de Trump al igual que esos safaris fotográficos, socialmente ramplones, de los fans de Trump a la cordillera de los Apalaches. Y lo mismo cabe decir sobre los rasgos característicos, claramente patológicos, de Erdogan, Kackzynski, Orbán y Putin así como de la estructura demográfica de las regiones que les apoyan. Un problema global no se puede explicar localmente, de hacerlo se cae en la trampa del culto personal de los populistas, atribuyéndoles una especie de originalidad sólo entendible por su psicología individual o por la mentalidad de una nación.

Para Diamond los populismos son más síntomas que causas de la crisis. Su verdadera raíz se hunde en las democracias liberales. El tránsito hacia el autoritarismo, según él, se apoya y ancla a nivel mundial las más de las veces en los procesos democráticos, también en los países en vías de desarrollo, sólo ocasionalmente  en un putsch militar violento.

Las más de las veces el guión del nuevo autoritarismo se desarrolla así: La población apoya a políticos, que se manifiestan como delatores de su propia clase y saben hablar el mismo lenguaje de la gente, interpretar sus quereres. Prometen una manera de ejercer el poder más directa y eficiente, lo que en las democracias con sus procesos de encontrar consensos, normalmente laboriosos, es siempre un buen argumento.

Una vez en el poder, estos políticos proceden paso a paso a minar controles y equilibrios institucionales, a reblandecer derechos fundamentales y a ampliar su propio poder, el de su grupo y clientela. Paradójicamente el socavamiento de la democracia encuentra su límite en las instituciones claramente elitistas de la jurisprudencia, que según la cultura del derecho son en mayor o menor medida capaces de resistir.

En todo esto a la población le sucede como a la citada rana respecto al agua a punto de hervir, que espabila cuando es ya demasiado tarde (dice esa fábula, narrada por Peter Senge en La quinta disciplina y por Manfred Kets de Vries en Life and Death in the Executive Fast Lane : Si echamos una rana en una olla con agua hirviendo -a veces dicen agua muy caliente-, esta salta inmediatamente hacia fuera y consigue escapar. En cambio si ponemos una olla con agua fría -a veces dicen temperatura ambiente- y echamos una rana esta se queda tan tranquila. Y si a continuación empezamos a calentar el agua poco a poco, la rana no reacciona sino que se va acomodando a la temperatura hasta que pierde el sentido y, finalmente, morir achicharrada). O incluso no despierta por no ser necesario. Porque, como muestra la China actual, regímenes autoritarios pueden ser económicamente extraordinariamente exitosos. La envergadura de los círculos beneficiados por ellos es por consiguiente grande.

Según Diamond las “democracias” fracasan cuando “el pueblo pierden la fe en ellas y las élites abandonan sus normas por una especulación políticamente provechosa”. El origen de la recesión de la democracia, para él, se encuentra en el pueblo, él es el soberano, y no en otra parte. Sólo un antidemócrata podría admitir haber sucumbido ante la belleza infantil de unos hombres malos, como se presupone una y otra vez en el debate sobre populismo.

No es casualidad que la recesión de la democracia se inicie con la recesión económica en torno a la crisis financiera de 2008. “Unos bajos resultados económicos y una creciente desigualdad agudizan los problemas de abuso de poder y la vulneración de las reglas de juego”, escribe Diamond. En los países en vías de desarrollo la crisis ha agudizado las tendencias cleptocráticas, de rapiña, existentes. En las naciones de una industria desarrollada la crisis ha contribuido y favorecido un aumento de la desigualdad social. Pero sobre todo ha mostrado de manera palpable algo que ya conocían los banqueros inversionistas desde tiempos: o que es de una ingenuidad supina el contenido del aserto liberal de que la codicia de los pocos produce valores y riquezas para todos o que lo que se busca con ello es conducir deliberadamente al error.

A la vista de este análisis sorprende que la izquierda radical en casi ninguna parte del mundo haya sacado provecho de la crisis de la democracia liberal. Pero posiblemente las capas más bajas de la clase media saben lo que hacen cuando votan a señores que actúan autocráticamente como Trump y Erdogan.

La autocracia parece ser la conclusión lógica de la ideología neoliberal, bajo cuyo yugo y opresión tiene que vivir de todos modos la población –algo que ya supieron los Chicago Boys, que engatusaron a Pinochet. Quien pone todo en manos del interés privado y no confía en la mano pública, ese tal ve necesario transformar el estado, como última consecuencia de la agenda de privatización neoliberal, en propiedad del particular.

Siguiendo la lógica neoliberal sólo así podría lograrse una gestión eficaz del estado. Y problemas de eficiencia, como también escribe Diamond,  anidan realmente en el DNS de las democracias. Sus procesos de encontrar consensos son por principio pesados y tediosos. Además producen una casta de políticos, que de hecho vive de la pesadez y lentitud de estos procesos, y desde ahí esa casta pueden desarrollar estímulos perversos tendentes a impedir una política eficiente.

Por otro lado en la decadencia y retroceso de la libertad democrática sólo las élites son las que realmente llevan las de perder, por eso, al menos en occidente,  se posicionan en contra del populismo. En la vida real de un asalariado la libertad de opinión juega un papel muy de segunda mano.

El mismo Diamond parece tomar muy en serio la analogía de su tesis sobre los ciclos coyunturales. Confía en un incremento de democracia tras la recesión, y para ello se basa en un trabajo anterior de Samuel Huntington, que observó varios flujos, decadentes y crecientes, de democracia en los siglos 19 y 20. Según Diamond ya en estos momentos la sociedad civil ha comenzado a movilizarse mediante el nuevo populismo y estaría interesada en política como nunca lo estuvo antes.

Es cuestionable que tenga razón en esta visión optimista. USA, respecto a la democracia global,  no es un país cualquiera. Su debilidad momentánea tendrá consecuencias fatales en la propagación de la democracia y potenciará aún más la recesión ya iniciada de la democracia.

Y esto es posible porque Rusia y China se van convirtiendo cada vez más nítidamente en superpotencias del nuevo autoritarismo, que apoyan movimientos antidemocráticos mediante medios basados en internet y ayuda al desarrollo. El que de una unión de autoritarismos el sistema global, como Daimond escribe, se muestre como menos estable es más escenario de horrores que consuelo. Sólo cabe esperar que Trump se comporte más razonable con el potencial nuclear destructivo que con sus mensajes twiteros.

Malas perspectivas para un final de la recesión de la democracia surgen también desde la economía. La estabilidad de la relación, no necesariamente armónica, entre democracia y capitalismo se obtuvo  tras la Segunda Guerra Mundial mediante regalos  a la clase media, generosos y en gran parte financiados mediante créditos. Es improbable que los sistemas sociales y de crédito, muy atareados, posibiliten tales regalos en el futuro.

La pregunta sobre la seriedad con la que uno toma la democracia con su promesa de libertad, igualdad y  de eficiencia consensual, también en la vida real, en absoluto resulta trivial a la vista de la creciente desigualdad y a los desafíos políticos cada vez más complejos. Sólo si las nuevas democracias son capaces de desarrollar respuestas a la altura de las circunstancias, que satisfagan a su gran tradición utópica, lograrán de nuevo comprometer en la tarea a largo plazo a amplias capas del pueblo.