De Ciencias y de Letras

Una de las mejores defensas del lugar de las Humanidades en la educación universitaria es la que tuve la oportunidad de escuchar en la toma de posesión del nuevo presidente de la Universidad de Stanford, el canadiense Marc Tessier-Lavigne, el 21 de octubre pasado. Él mismo, un prestigioso neurocientífico, después de graduarse en Física en Canadá, había estudiado un grado en Cambridge en Filosofía, Psicología y Fisiología (denominado PPP, por las iniciales en inglés) que le hizo descubrir y apreciar la estrecha relación entre Ciencias y Humanidades.

Partiendo de la crítica que Charles Percy Snow había hecho sobre la nefasta división del conocimiento, como decimos aquí, entre Ciencias y Letras ( The two cultures, 1959), Tessier-Lavigne retomaba la necesidad de vincularlas. Una universidad bien orientada, con sentido – purposeful–, ante el prestigio de los campos de la ciencia, la tecnología, la ingeniería y la matemática en los que sobresale Stanford, debería favorecer –en el sentido anglosajón– una educación liberal. Es decir, una educación que liberara la mente con el objetivo de desarrollar las habilidades clave que estudios recientes señalan para la formación de grado: el razonamiento crítico y moral, la expresión creativa, la valoración de la diversidad y, sobre todo, la capacidad para adaptar estas cualidades a lo largo de toda la vida en un mundo de cambios acelerados.

¿Y cómo se consigue esta vinculación entre Ciencias y Humanidades, según Tessier-Lavigne? Haciendo que los estudiantes compartan varias disciplinas y descubran sus ventajas. Que sepan que el arte y las ciencias sociales mejoran los diseños de los ingenieros o que pueden facilitar a los médicos la prevención de enfermedades. En sentido inverso, que sepan que los datos científicos pueden ayudar a profundizar en el conocimiento de la historia y la literatura. Y que el conocimiento sobre el cambio climático permite hacer predicciones a los politólogos sobre los conflictos regionales. O que combinando las perspectivas de la psicología, la neurociencia y la economía se pueden entender mejor las tomas de decisiones humanas. En definitiva, hace falta que los currículos académicos permitan a los estudiantes compartir, respectivamente, sus intereses por los campos tecnológicos con los de la historia, la psicología o la politología. Y –añadía– que la belleza del arte, la poesía, o la elegancia de las teorías científicas, junto con un fuerte compromiso social, enriquezca las vidas de los estudiantes y les proporcione recompensas verdaderamente trascendentes.

No hace falta que diga que nuestras universidades, hasta ahora, han seguido el camino opuesto al que sugería el presidente de la Universidad de Stanford. Ellos parten ya de un modelo abierto que hace tiempo que les permite estas interrelaciones, y sólo deben profundizar en ellas. Aquí, en cambio, a cada reforma de planes de estudios hemos forzado aún más la especialización, incluso dentro de cada área de conocimiento. Y no para responder a un objetivo formativo –que podría ser más o menos acertado–, sino simplemente para conseguir el máximo control en cada particular área de conocimiento.

Desde mi punto de vista, hay dos razones principales que nos mantienen lejos de avanzar por el buen camino del enriquecimiento mutuo entre las “dos culturas”. En primer lugar, el propio modelo académico. Hablo de la rigidez estructural de las titulaciones; de la alta burocratización y la lentitud de todos los procesos; de la actual horizontalidad necesaria para tomar decisiones a la hora de cambiar un modelo impuesto verticalmente (de manera que, paradójicamente, se acaba garantizando su pervivencia); de la contaminación por consignas políticas alejadas del debate académico de cualquier propuesta de cambio; de unos sistemas de evaluación de la excelencia que penalizan la interdisciplinariedad, y de la prevalencia de los intereses particulares en un sistema funcionarial que menosprecia toda expresión del mérito puesto al servicio del interés general.

En segundo lugar, está la dificultad del diálogo entre expertos. El británico C.P. Snow, en The two cultures, ya se preguntaba por cuántos científicos leían Shakespeare y cuántos expertos en humanidades sabrían cuál era la segunda ley de la termodinámica. La experiencia me demuestra, por ejemplo, que desde las ciencias sociales se suele ignorar la aportación de la neurología en terrenos tan apropiados para hacerlo como los estudios de género. Y me imagino que pasa lo mismo en la otra dirección. Pero si no nos queremos condenar a la irrelevancia, los de Ciencias y los de Letras deberíamos ser capaces de ofrecer las capacidades de unos a los otros. Me refiero a que desde las Humanidades o las Ciencias Sociales tendríamos que hacer propuestas docentes de interés para los ámbitos tecnológicos y científicos, y viceversa.

Hoy por hoy, en nuestro país, y a causa de las dificultades que he mencionado, este tipo de encuentros –con escasas excepciones– sólo son posibles fuera de la academia. Y, lamentablemente, la reivindicación de estos horizontes nos queda muy lejos. Demasiado lejos.

LA VANGUARDIA