¿Por qué necesitamos las raíces?

¿Por qué necesitamos las raíces? ¿Para quedarnos en un lugar, para tener un lugar propio, para sentirnos seguros? Es posible, pero todo esto no sólo no sería motivo suficiente, sino que, desde cierto punto de vista, incluso podría ser contraproducente. Porque tal vez no queremos quedarnos en un lugar, o no para siempre; o no queremos, tal vez, tener un lugar propio, ya que más que en una propiedad nos gustaría sentirnos como invitados, huéspedes y pasajeros provisionales; o, tal vez, incluso, porque no nos complace la seguridad sino más bien una cierta precariedad, reflejo de la fragilidad que define hoy todas nuestras vidas.¿Para qué, entonces, nos harían falta las raíces? Para lo mismo que para las plantas, tal vez: para nutrirnos de lo que el arraigo podría proporcionarnos. Porque sentimos, quizás de manera vaga, que las raíces nos proporcionan una cierta pertenencia a un cierto lugar y a una cierta gente, a una determinada tradición y a lo que, de una manera más bien difusa, llamamos una cultura, unos ciertos hábitos, unas ciertas formas de ser y de hacer. Y la pertenencia, claro, no tiene que ver con la propiedad sino al contrario: la pertenencia nos hace sentir parte de algo que nos precede, que no depende de nosotros y que nos liga, en cierto sentido, a lugares, cosas, eventos y personas con las que la relación que mantenemos no es de propiedad, porque sean nuestros, sino con las que, más bien, la relación es de donación. Formamos parte de algo que, en cierto sentido, nos damos.

¿Y de qué nos nutrimos, a través de las raíces a las que aspiramos, si es que lo que las raíces nos dan no es un lugar donde quedarnos? Está, claro, en primera instancia, un alimento físico, material, casi biológico, que garantiza el nivel primario de la vida: alimento, calor, cobijo, amparo. También, vestimenta, vivienda, protección de nuestra salud y nuestra fragilidad, compañía… todo lo que hace posible, en un nivel básico, la vida humana. Alimento básico. Vida básica, a nivel material. Aquello, hay que recordarlo, de lo que están privadas aún, de manera incomprensible, muchas vidas humanas, por todo el planeta, también aquí.

Pero no aspiramos, o no deberíamos aspirar, sólo, a la satisfacción de las necesidades primarias de la vida. Porque no queremos sólo vivir, que también, claro, sino que aspiramos, y lo deseamos no sólo para nosotros sino también para los demás, a una vida digna. El capitalismo surgido de la industrialización ha generalizado, durante más de dos siglos, la creencia -con el paso del tiempo revelada como insustancial y equivocada, si no es también perversa- que la vida digna dependía de las pertenencias materiales y de la mejora de las condiciones materiales de la vida, aunque fuera a costa de los demás. Este modelo, al parecer, está llegando al fin, porque ha sido la base de la devastación del planeta y, al mismo tiempo, de unas condiciones de vida extremadamente desiguales entre los miembros y las comunidades de la especie humana.

Y empezamos a pensar que el alimento que necesitamos y que bien podría definir el horizonte, para nosotros y para los demás, de una vida digna tiene que ver, más bien, con lo que de manera genérica podríamos llamar los alimentos de el alma: educación, cultura, espacio en común, participación en la forma de las relaciones que nos atan a los demás y en la forma con la que tenemos que organizarnos, libertad, igualdad, generosidad recíproca. Y sentimos que, en esto, a diferencia de las necesidades del cuerpo, ni lo lograremos solos, ni seremos capaces de aspirar a una vida digna si no es que los otros también participan. Tenemos que volver a leer a Simone Weil. Ha llegado su hora.

ARA