Posverdad y propaganda

Álex Grijelmo contaba en este periódico que la Real Academia Española de la Lengua se dispone a incorporar la palabra posverdad al Diccionario. Y el director de la institución, Darío Villanueva, aún precisando que la definición no está todavía establecida, la entendía como un sustantivo que da nombre a “afirmaciones o aseveraciones que no se basan en hechos objetivos sino que apelan a emociones, creencias o deseos del público”. Desde la elección de Trump, la palabra posverdad se ha convertido en un tópico omnipresente en los medios de comunicación. Toda palabra tiene su historia. Y sólo desde ella se puede entender que haya hecho fortuna un nombre que entrecruza y presenta como novedad a dos realidades recurrentes de la experiencia humana. Primera: que los humanos no se comportan por criterios estrictamente razonables porque en la economía humana del deseo las emociones y los sentimientos juegan un papel muy determinante (incluso en los intereses económicos). Segunda: que los discursos públicos —en política como en cualquier otro espacio comunicativo, la publicidad, por ejemplo— están cargados de demagogia, de falsedades, de voluntad manipulativa.

¿Ha sido necesario que el Brexit rompiera los pronósticos y los deseos de la Unión Europea y de buena parte de la City, y que Trump ganará a pesar de que se había impuesto la idea, eterna confusión de deseos y realidades, de que era imposible que ocurriera, para que algunos descubrieran estas dos obviedades? Desde la Grecia clásica se viene advirtiendo de los riesgos de la demagogia; Etienne de la Boètie ya nos advirtió del poder del miedo (el más manipulable de los sentimientos humanos) y las ideas recibidas para garantizar la servidumbre voluntaria; y Shakespeare nos contó en Julio César todos los mecanismos de explotación de las veleidades emocionales de las masas. ¿Y ahora resulta que hemos tenido que llegar al siglo XXI para tomar conciencia de ello y darle nombre?

La posverdad es un ejemplo de la dificultad para ponerle palabras al nuevo mundo y, por tanto, del uso defensivo del lenguaje por parte de los grandes poderes. No ha habido una sola campaña electoral en que no se pueda encontrar todo lo que contiene la palabra posverdad: seducir a la gente con falsas promesas y medias verdades, decirle lo que se cree que tiene ganas de oír aún a sabiendas de que es falso, ajustar la explicación de la realidad a los propios intereses, tocar las fibras sensibles (y las bajas pasiones de la ciudadanía). Y si nos vamos al espacio de la publicidad comercial más de lo mismo: cada anuncio es un hecho alternativo. Al llamar posverdad a estas prácticas tan viejas el equívoco se agranda. La partícula pos (o post) se utiliza a menudo para marcar un cambio de época o de acción (posmodernidad, posrevolucionario, posthumanismo, postindustrial…) con lo cual se está dando entender que la posverdad es un tiempo nuevo y que, por tanto, lo que pretende describir la palabra no ocurría antes. O sea, la palabra tiene truco. Al modo de otro término de moda, el populismo, más que describir lo que hace es etiquetar y excluir. Y así se sugiere para los incautos que la verdad ha presidido los agotados regímenes políticos liberales de Europa y Estados Unidos.

La posverdad es síntoma de dos cosas. De la pérdida de legitimidad de los sistemas de poder político y social surgidos de la posguerra europea, que se traduce en una quiebra del consenso social que las élites dirigentes se resisten a admitir (y eluden la responsabilidad transfiriéndola a la presunta inconsistencia de las decisiones de los ciudadanos). Pero, sobre todo, es síntoma del impacto de las nuevas tecnologías de la información, la dificultad de gestionarlas y las dudas sobre su compatibilidad con la democracia. Los modos y la capacidad de propagación de los mensajes (entre el monopolio de unos pocos y la jungla de las redes sociales) convierten en completamente ineficaces los viejos protocolos de la razón crítica y de la evaluación de la verdad de los mensajes, siendo el periodismo la primera víctima de ello. El poder de la viralización de los mensajes (la fuerza de un mensaje repetido millones de veces) y la dificultad de generar mecanismos fiables para reconstruir la verdad de los hechos están en el origen del palabro de moda. Gana el que más propaga. Posverdad es una variante de propaganda. Nada nuevo bajo el sol.

EL PAÍS