En defensa de Žižek

¿De qué es síntoma el que hayamos llegado a un punto tal de despachar a Žižek al por mayor por unas cuantas cuestiones concretas y aisladas además de malentendidas y malinterpretadas?

Sigmund Freud concibió el superyó como un instrumento normativo, pero se entiende mejor como si fuera un aparato productor de censura pues sus estrictas restricciones no provienen de ninguna fuente moral interior. Las normas se reciben primero del exterior y luego se internalizan y se aplican. El superyó de Freud no conduce al ego hacia principios elevados o una particular sensibilidad respecto a la injusticia: «El super-ego es como un modo de conciencia que castiga el mal comportamiento con sentimientos de culpa» (“Introducción al Psicoanálisis”). Cuando se detecta una transgresión, el superyó inflige una herida psíquica. El super-ego ya no es conciencia sino un sacerdote automatizado y el mecanismo es simple: lo que entra es el pecado y lo que sale es la censura. Y si te pasas un poco serás excomulgado.

Mucho del valor social y la autoestima de respetables progresistas de orientación intelectual (académicos, periodistas, artistas, activistas) se basa en este sentimiento interiorizado de culpa, donde la alta conciencia moral se convierte en el asidero normativo y censurador más natural y eficaz para construir y defender un cordón sanitario que no tolera disensiones. De ahí que los pocos que lo cuestionan sean apuntados públicamente con el dedo.

¿Por qué tanto progresista respetable pretende excluir el trabajo intelectual de otros en base a una moralidad virtuosa superior? ¿Por qué, además, esa pretensión se traduce siempre en aislar dilemas (éticos) específicos para así evitar abordar el contexto más amplio?

Durante los últimos meses una campaña anti-Žižek ha ido tomando cuerpo en la izquierda que también ha encontrado su debido eco en Euskal Herria. Como muestra el botón de un periodista reconocido (Gorka Bereziartua, “Jolas-ordua bukatu da, Zizek”, 2017-03-21), que podía incluso afirmar haber entrevistado personalmente a Žižek en el pasado reciente, y sintió que se encontraba legitimado para convertir al héroe en villano en un abrir y cerrar de ojos.

Pero ¿de qué es síntoma el que hayamos llegado a un punto tal de despachar a Žižek al por mayor por unas cuantas cuestiones concretas y aisladas además de malentendidas y malinterpretadas?

Es cierto que Žižek «respaldó» a Donald Trump públicamente, pero solo vio su victoria electoral como un desastre que tal vez podría instigar el resurgir de una rejuvenecida izquierda en Estados Unidos.

Es cierto que Žižek, en lugar de participar en el coro monocorde de bellas almas suplicantes al son de salmos saturados de indignación moral, adoptó una posición polémica con respecto a la crisis de los refugiados, tan polémica que solo proponía una acción concertada paneuropea e internacional para resolver la crisis.

Y es cierto que Žižek tiene una alta estima del legado radical de la Ilustración, que es esencialmente europeo, pero de ahí a sugerir que es el paladín del eurocentrismo es también una manera muy conveniente de evitar abordar la cuestión más general, a saber: el desafío de Žižek a la actual preocupación generalizada de la izquierda con la diversidad cultural, puesto que el multiculturalismo para él no es más que una simple máscara sostenida por el capital global y no, desde luego, una fuente intrínseca de liberación.

De hecho, para Žižek, que aquí se hace eco de Alain Badiou, quienes ocultan la realidad de la perversión capitalista propagando una falsa imagen de liberación son unos embusteros. Soñar con alternativas solo es posible si no nos impide pensar hasta el final los límites de nuestra propia situación, que descrita en términos psicoanalíticos, siempre extrae su energía de una dimensión de clase reprimida.

Ahora bien, la preocupación de las críticas à la mode que se intensifican ahora contra Žižek no son ni su filosofía política ni su recurso al psicoanálisis desde una perspectiva de izquierdas. Por ello no encontraremos en los comentarios que se vierten reflexión alguna en torno al hecho de que Žižek representa un reto a la imagen ufana que nos damos de nosotros mismos en tanto en cuanto portadores de una posición moral superior. Y ninguna reflexión, desde luego, sobre cómo las urgencias particulares que nos comprometen al activismo político partidario acaban, con demasiada frecuencia, en puras orgías narcisistas.

Simple y llanamente, lo que se busca es empañar su reputación y así disminuir el impacto político de su pensamiento, ya de por sí débil en la izquierda de Euskal Herria, donde el mecanismo latente en marcha parece resumirse en lo siguiente: entra(n) Laclau (y Butler) y sale(n) Žižek (y Badiou). O en otras palabras: entra el particularismo y sale el universalismo. Y si te pasas un poco serás excomulgado.

Para Žižek, el cordón sanitario de la corrección política que orienta a la izquierda (liberal y radical) es un nuevo instrumento normativo autoritario, un aparato productor de censura que, desde un sentimiento de culpa histórico predica la tolerancia hacia el otro excluido mientras que en realidad practica una extrema intolerancia hacia puntos de vista verdaderamente diferentes.

Es cierto que Žižek mantiene una posición abiertamente crítica respecto al «identity politics» que ha fagocitado a la izquierda actual. Como lo es que, en realidad, la cuestión fundamental no radica en las políticas de la identidad per se. De hecho: vive la différence! La crítica de Žižek, que yo también extiendo ahora a la actual izquierda independentista vasca, es que nuestra euforia activista nos conduce con demasiada frecuencia a evitar, si no prohibir secretamente, todo pensamiento serio porque es probable que ofenda o cause conflicto con alguna identidad marginada o invisibilizada.

En principio, no hay nada perjudicial en abrazar vigorosos y emotivos relatos multiculturales de justicia y derechos para todo el espectro de subjetividades culturales y sexuales subordinadas habidas y por haber. La idea del alcalde de Iruñea, Joseba Asiron, de clausurar las fiestas de San Fermín con una procesión multicultural es un ejemplo obvio. Pero el problema no es celebrar la diversidad. El problema es mezclar celebración con liberación. Y si la izquierda independentista no enmarca debidamente la cuestión de la diversidad y la migración en términos de economía política materialista y, digámoslo sin sonrojarnos, de dimensión universalista, acabaremos siendo unos simples embusteros.

Frente a las políticas de la identidad pensadas desde una lógica normativa (corrección política) particularista (que busca solucionar los problemas que me afectan a mi y a mi grupo cultural o sexual o de género, de edad, de discapacidad…), a Žižek se le debe dar crédito por tres posibles correctivos interrelacionados.

En primer lugar, nos ofrece un método materialista sólido y no reduccionista para identificar conflictos y contradicciones a escala global en los que él denomina bienes comunes de la producción intelectual (cultura), la ecología, la biogenética y la exclusión de las poblaciones excedentes del mundo.

En segundo lugar, Žižek desafía la falsedad extendida de que si bien sus diagnósticos son certeros sus remedios son siempre impracticables. De hecho, es pragmático y realista en el sentido de que recomienda a los auténticos revolucionarios defender políticas y propuestas modestas y razonables ajustadas al momento de retroceso político y desorientación culturalista que vive la izquierda.

Y en tercer lugar, a Žižek se le debe atribuir igualmente la rehabilitación del psicoanálisis como marco teórico subversivo. La rehabilitación lacaniana de materialismo dialéctico de Žižek supera el paradigma freudiano del ego atrapado en el sentimiento de culpa y la autocensura. Añádase a ello que también reivindica la noción de imperfección, de inspiración claramente cristiana, y ya podemos concluir que, a pesar de ciertas tentativas  excluyentes inmaculadamente concebidas, Žižek se resiste a ser excomulgado de la comunidad de creyentes en un mundo más justo e igualitario.

Naiz