Votos contra opiniones

El viernes 9 de junio el gobierno de Carles Puigdemont comunicaba fecha y pregunta del referéndum después de unas semanas de gran expectación popular y ante un impresionante despliegue de medios de comunicación. Aquella tarde, en ‘Versión original’ de Toni Clapés, Peyu hacía su encuesta particular sobre si la gente creía que realmente se haría el referéndum. Y, oh sorpresa, en la primera llamada al azar la persona interrogada no sabía de qué referéndum le hablaban, ni que se hubiera de hacer alguna. “No escucho la radio, ni miro la televisión”, se excusó.

Aquella respuesta, para los apasionados de la política, es de esas que de repente te hacen poner los pies en el suelo. Uno de los efectos perversos de la pasión política es que provoca un estado de sobreinformación respecto del interés real que tiene para buena parte de la población. Y el exceso de información fuerza análisis que sobreinterpretan la realidad para tratar de dar un falso orden y sentido a unos acontecimientos de naturaleza confusa y contradictoria. Es cierto que ahora somos muchos los que vivimos en un estado de excitación política que contrasta con aquella tan lamentada “desafección” de los primeros años de nuestro siglo, cuando el tripartito de izquierdas encargaba estudios para ver cómo se debía combatir. Pero la excitación de unos no puede enmascarar el hecho de que un número importante de individuos vivan al margen.

Las encuestas que se publican permiten intuir la magnitud de esta indiferencia e ignorancia política. Según el último barómetro del CEO, las relaciones Cataluña-España sólo son el principal problema para el 20,6% de los catalanes. Un 53,4% declaran poco o ningún interés por la política. Casi un 42% se consideran poco o nada informados. Un 17,2% no recuerdan qué votaron en “las elecciones de tu vida”. Al referéndum de consecuencias más radicales imaginables casi un 15% no lo saben o no contestan y un 23% lo harían en blanco, se abstendrían o votarían nulo. ¿Y qué decir del hecho de que Lluís Rabell sea desconocido por dos tercios de los que votan CSQP, o que Inés Arrimadas y Miquel Iceta sean líderes desconocidos para un tercio de los respectivos votantes de sus partidos?

Todos estos datos, que suelen quedar en un segundo plano en las lecturas de las encuestas, nos permiten saber mejor quién y dónde estamos. En primer lugar, está claro que hay una parte significativa de la población -quizás alrededor de un tercio- a quien importa poco la política, que no sabe casi nada y que, por tanto, tampoco la entiende. Si las encuestas, además de pedir opiniones, hicieran preguntas de conocimientos básicos, quedaríamos horrorizados. En segundo lugar, en la medida en que la información política se hace pensando en los que la entienden, acaba creando una visión sesgada de la globalidad de la realidad social. Leyendo periódicos o escuchando y mirando informativos sería difícil imaginar que la segunda institución en quien más se confía son los Mossos -sólo un 4,1% dicen que no confían nada-, mientras que la peor considerada es la monarquía, en la que hasta el 45% no tienen ninguna confianza.

Pero sobre todo, y en tercer lugar, el hecho de que una parte significativa de la sociedad viva al margen de los debates políticos, o que sólo los perciba a partir de cuatro tópicos malusados, debería relativizar el valor de las opiniones políticas del 100% de la población. Los principios democráticos obligan a considerar que a cada persona le corresponde un voto y que todos los votos son iguales, y así debe ser. Pero en el caso de las opiniones, ni todo el mundo las tiene, ni todas valen lo mismo. De modo que querer asimilar opinión y voto -es decir, opinión y voluntad política-, es una de las confusiones más graves que se suelen cometer. En democracia valen los votos, que expresan una voluntad comprometida, y no las opiniones. Por eso, lo único que cuenta y contará para el futuro de Cataluña serán los votos del 1-O y no las opiniones de aquellos que ni sabrán que ese día se hace un referéndum ni les importará su resultado.

ARA