Un país que vuelve

Mi Diada empezó a las doce en punto de la noche, hora de máxima equidistancia, con un cóctel de tequila y mango que me dejó la cabeza como un tambor. “No me creeré el Referéndum hasta que no vea las urnas y los políticos aplicando el resultado”, me decía una amiga que ha vuelto expresamente de Islandia para votar y que el día de la Hispanidad se vuelve a marchar, ahora en Sudamérica.

Como muchas personas de mi generación, esta amiga pasa el mínimo tiempo posible en Barcelona. Los incentivos que le ofrece al país no la motivan y, cuando pasa demasiados días aquí, se pone triste y la vence la pereza. Cuando estalló el proceso estaba convencida de que saldríamos adelante, pero la cursilería processista la volvió escéptica. A veces se discute con su padre, que dice que es demasiado exigente. Aun así, no ha fallado en ninguna de las citas importantes del independentismo.

En julio 2010, los dos quedamos atrapados por el gentío que gritaba al presidente Montilla, mientras se movía entre las terrazas de Passeig de Gràcia con una educación exquisita, sin tumbar una sola taza de café. Aquella manifestación cogió mucha gente desprevenida y yo recuerdo a una turista con mochila, que parecía muy bregada, que estuvo a punto de llorar de desesperación al verse atrapada en un magma humano que no entendía.

También recuerdo a Enric Juliana reivindicando la bandera europea y a Pilar Rahola escribiendo cosas rarísimas. Arcadi Espada, que había ido de vacaciones a Bretaña para aprender a dar comida a las ocas, comparó Montilla con Hitler, entre citas de Montaigne. Milián Mestre -el gruñón del PP- fue uno de los pocos columnistas de prestigio que escribió alguna cosa con cara y ojos.

– Cómo quieres que apliquemos el referéndum si un diario como el Ara, que ha vivido a remolque del processisme, es incapaz de poner la publicidad del 1 de Octubre -me llamaba mi amiga.

– Ya verás cómo rectificará o cómo se quedará sin espacio para vender su imaginario de juguete. La moralina del Ara estaba pensada para desarmarnos y no han conseguido.

A la manifestación de la tarde era fácil ver por qué todos los intentos que se han hecho de dominar la fuerza del independentismo han fracasado. Si alguna cosa asusta de estas manifestaciones es la energía monstruosa que circula. “La tía de Antoni, que tiene más de noventa años, se ha hecho acompañar desde Alella” -oí que comentaba una pareja equipada con todo el kit de la jornada, mientras esperaba mesa para comer en el Velódromo.

En el piso de arriba, Jordi Basté acababa de comer con su tropa: “Venimos aquí desde hace siete años -nos dijo, abriendo los ojos como una criatura que ve volar al padre Noel con el trineo. Venimos siempre a la misma hora y nunca lo habíamos visto tan lleno.” Cuando nos despedimos leí un tuit de Xavier Bach que me dio risa y se lo enseñé a mi madre, que estaba distraída mirando las hileras de familias con banderas que pasaban por la calle.

Me parece que este tuit te gustará -le dije. (El tuit decía: “Escucha Sepharad/ Déjame en paz, plomo).” Salvador Espriu le recordó su juventud y me explicó el miedo a que tuvo que enfrentarse la primera vez que se marchó con mi padre de fin de semana, harta de escuchar los sermones de los curas. “No entendía por qué tu abuela había podido tener tantas parejas y yo tenía que hacer de vela de mi hermana. Un día dije basta y que ya podían irse con el infierno a hacer gárgaras”.

Quería decirle que el sistema de tabúes que todavía prospera en los discursos de los políticos y los diarios ha tenido una función represiva muy parecida, con respecto a la unidad de España, pero entonces, poniéndose trascendente, añadió:

– Si los españoles organizan un pitote, los que nos tendríamos que encarar con la violencia somos las personas mayores.

– ¡Madre! -dije yo, decepcionado que no contara conmigo para defenderla.

– Las personas mayores -insistió- ya hemos vivido y, aunque tú te pienses que los políticos nos toman el pelo, somos los que tenemos más ganas de ganar. A nosotros sí que España nos ha robado; nosotros sí que hemos sufrido el autoritarismo de los castellanos.

– Este verano -recordé- un hombre de Falset me dijo una cosa muy parecida: “Los españoles ya pueden venir con lo que quieran. ¿Qué más nos pueden hacer, que no nos hayan hecho”?

– Es que es verdad. Cuando los políticos de Ciudadanos y del PP intentan despreciar el ANC diciendo que es una asociación de jubilados no saben de qué hablan. Si hacemos estos numeritos no es porque estemos aburridos, si no porque no nos queremos llevar al hoyo las cosas que hemos sufrido.

Mientras bajábamos hacia Passeig de Gràcia esquivando palos de banderas, cochecitos de criaturas y grupos que salían de los autocares, me vino en la cabeza el primer volumen de la Recherche de Proust. Si no recuerdo mal, el autor francés explica los principios de la memoria involuntaria, esta memoria que hace que demos un sentido u otro a las cosas que nos pasan en el mundo material.

El escritor recuerda que su familia se burlaba de su tía abuela cuando intentaba en vano que su marido no bebiera alcohol. Dice que la gente, cuándo ve una injusticia, a menudo acaba poniéndose del bando del injusto con una resolución alegre y decidida para convencerse de que en realidad no ve una injusticia y confiesa que, ante este espectáculo, demasiado cobarde para mover un dedo, él solía correr a esconderse en la habitación.

Y bien, embriagado por el ruído atronador de los timbales y de los megáfonos que había colgados de las farolas, pensé si este país no está conectando con un pasado que había quedado enterrado en la buhardilla del olvido y que ahora, a medida que vuelve a conquistar nuestra memoria, nos da un coraje desconocido. ¿No estaba, en la energía monstruosa que flotaba en el ambiente de ayer, la fuerza de un pasado que nada más empezamos a redescubrir?

Estoy seguro que sí. Y creo que cuándo todo eso se acabe nos parecerá increíble haber sido tan pequeños, haber escarnecido a los justos o haberlos dejado solos, con silencios lloricas o ironías de cobarde.

ElNacional.cat