No nos conocíamos

No nos conocíamos. Ni nos conocemos. Y este desconocimiento es la mejor prueba del fracaso rotundo del proyecto de nación española. Y más concretamente, del fracaso de la España de las autonomías que se improvisó de mala gana en la Constitución del régimen del 78. Y el no conocernos pone en evidencia otro hecho: que políticamente no somos lo mismo. O para ser más precisos y no ser sospechosos de supremacismo étnico: que, siendo de los mismos, el modelo de relación política entre el Estado español y los catalanes de cualquier origen nos ha impuesto una profunda desigualdad de reconocimiento y dignidad.

Que no conocíamos el Estado se hizo patente el pasado 1-O. Lo diré en primera persona para no implicar a los listillos que “ya sabían lo que iba a pasar”. Soy de los que sostenían, con toda la convicción, que el Estado español no podría soportar la imagen internacional de una policía llevándose urnas. O que la pertenencia a Europa le haría temer la censura del resto de los miembros. Que si las urnas llegaban a los colegios electorales, el Gobierno español alegaría que el referéndum era ilegítimo y, por lo tanto, irrelevante y sin consecuencias formales. Pero que si la participación era significativa, al final, se forzaría el diálogo reclamado pocos días antes. Reconozco que no conocía España.

Que el Estado no nos conocía también se hizo evidente el pasado 1-O. Los poderes del Estado creían que lo del soberanismo era una rabieta de unos pocos “nacionalistas”. Primero, para negociar más dinero: ¡ya se sabe, unos fenicios! Después, que unos líderes que se habían vuelto locos iban de farol. O que una “espiral silenciosa” tenía atemorizada a la mayoría unionista. Más tarde, que era un suflé que se desinflaría por el caso Pujol, por el paso al lado de Mas o por las discrepancias con la CUP. Pero el 1-O se descubrió a un pueblo y unos gobernantes determinados a llegar hasta el final. Las urnas llegaron a cada colegio electoral y, a pesar de las amenazas y la represión, se votó. Y así es como recurrió a la aplicación del estado de excepción con el artículo 155. Pero contra toda previsión, el 21-D volvió a ganar el independentismo en las condiciones electorales más bestias imaginables. España tampoco nos conocía.

A propósito de todo eso, he recordado una anécdota vivida entre 1997 y 1998, en unos encuentros “para entendernos un poco mejor”, como se decía en su presentación. Organizadas por el Inheca y la Fundación Encuentro en El Paular (Madrid) y en el parador de Aiguablava (Begur), las ponencias fueron publicadas en español y catalán, con el título ‘Catalunya-España. Un diálogo con futuro’ (Planeta, 1998). Por la tarde de la primera jornada en El Paular, el diálogo fluía con aquella cordialidad impostada –la de los abrazos entre desconocidos– que podía hacer pensar que todos participábamos en igualdad de condiciones. Pero en el banquillo español, todo eran nombres de peso: Herrero de Miñón, Lamo de Espinosa, Rubio Llorente, Pradera, Wert, entre otros. En el banquillo catalán, con algunas excepciones, un grupo de pardillos –que los compañeros me perdonen– voluntariosos. Pues bien, hacia el final del día, no pude evitar hacer notar que el bienintencionado diálogo, más allá de las formas amables, se producía en unas condiciones de enorme desigualdad objetiva. Los catalanes conocíamos bien a todos los interlocutores españoles, y podíamos leer cada día sus artículos. Los del otro equipo, a la mayoría no se nos conocía de nada y, a pesar de ser articulistas habituales en la prensa catalana, en su prensa nacional no nos habían podido leer nunca porque, en el mejor de los casos, nos relegaban a las páginas locales de sus ediciones. Y, obviamente, todavía éramos menos iguales con relación al control de grandes instituciones con enormes presupuestos… y en nuestras declaraciones de renta.

Nada ha cambiado desde entonces sino que ha empeorado. El éxito de cualquier diálogo no es que se intercambien ideas, sino que se produzca en condiciones de igualdad, o si se quiere, que haga posible avanzar en esta igualdad de reconocimiento. Y eso, tanto si se trata del terreno de las ideas como de los intereses políticos. De manera que, en general, cuando España y Catalunya han dialogado, ha sido bajo un simulacro en el que se enmascaraban las condiciones de desigualdad objetiva. Y cuando desde Catalunya se ha pedido un diálogo político sin condiciones previas pero sí en condiciones de igual dignidad política, se ha hecho transparente la desigualdad y España no lo ha podido aceptar.

En definitiva, que ni nos conocíamos, ni nos conocemos, ni parece que nos vayamos a conocer. Porque este es, en definitiva, el origen de todo el conflicto político entre España y Catalunya: el no reconocimiento. Dos naciones que podrían entenderse, y no sólo “un poco mejor”, sino a fondo y con grandes oportunidades para beneficiarse mutuamente. Pero sólo desde el reconocimiento. Nunca desde la sumisión, la humillación o la amenaza.

LA VANGUARDIA