Catalunya: el españolismo atonta

Escribo esto en un colegio catalán, mientras la gente hace fila para votar. Evito hablar porque a la menor un nudo en la garganta me delata. Ni cantar puedo. Hemos pasado la noche encerrados en el colegio, esperando las urnas. Vascos por doquier, arrimando el hombro discretamente. Patrulla un helicóptero, con focos delatores. Sobra comida, fruta y bebida, traída por payeses, tenderos y vecinos. Grupos de música se turnan para hacer la espera agradable. Sonrisas, humor, organización, entusiasmo.

Con orden casi militar llegan las urnas, que protegen cientos de cuerpos. Son 5.200 y todas llegan a su lugar, a su hora. Primera victoria del día. A las 9 abren las puertas. Las colas serpentean por las rúas. Llueve, nadie se va. Lágrimas al meter la papeleta. Llegan imágenes de las primeras cargas policiales; la gente espera, tranquila. «¿No les dijeron a los vascos que sin violencia todo era posible?». En las mesas, los jóvenes neutralizan las gamberradas informáticas del Gobierno. Alguien trae claveles molotov, para arrojarlos cuando asalten.

Por sacudir la emoción, me dedico a repasar con lápiz la prensa española, sobre todo su buque insignia, “El País”. De estos días que estremecieron Catalunya podría escribirse la enciclopedia del despropósito periodístico, pero lo resumo en un titular: ser españolista atonta. Y si va de progre, republicano y de izquierdas, todavía más.

Se trastabillan con el castellano. Ahora llaman libertad a detener, democracia a prohibir, defender a apalear. Para el editorial de “El País”, 48 millones de españoles están sufriendo del independentismo un «hostigamiento, señalamiento, insultos, acciones de exclusión y abusos», y leer esto en un colegio, en un país, cercado por tierra mar y aire, estremece. Pero todo el periódico es un mismo editorial: para Cebrián, es un «carnaval político»; para Vargas Llosa, «barbarie»; para Antonio Elorza, «violencia totalitaria». Al cierre, Fernando Savater nos invitaba a recuperar el espíritu constitucional de Cádiz, 1812, el gran momento de España.

Tras los gurús, los acólitos: Eduardo Madina pide a los demás que se «desnacionalicen», porque «los pueblos no le suscitan emociones». No hay más sujeto que el ciudadano y lo concreta: 48 millones de ciudadanos. Es decir que el tamaño de ciudadanía importa, o que Madina está atontado. En la página siguiente, un sesudo catedrático insiste en el narcótico que nos metemos por la vena los nacionalistas de izquierda, sin reparar que ese esfuerzo que invertimos en Catalunya bien podríamos dedicarlo a conseguir «un estado propio para los palestinos».

Y cuando uno cree que ya no caben más estupideces en los dos euros de papel que ha comprado, aparece un artículo central de Gaspar Llamazares, “La República como coartada”, sobre la contradicción intrínseca entre el concepto de república y el de independencia. Don Gaspar, todo un médico, diputado, tertuliano televisivo, dirigente del Partido Comunista y de Izquierda Unida, ha olvidado los cientos de procesos independentistas, todos podría decirse, que acabaron en una república. Otro más, atontado por el españolismo.

Ni siquiera “El País”, que blasona ser el Petronio de la prensa, ha podido resistir esa falta de elegancia, racista, de comparar las urnas con las utilizadas en Uganda. O sugerir que Rusia estaba detrás de la consulta. El oro de Moscú, otra vez. «Atropello», «Aventurismo», «Golpismo»… la sal gruesa cae al abrir cada página y señala, ojo al dato, los tres logros del nacionalismo que, lógicamente, España debe replantear: Mossos, radiotelevisión pública y escuela. Toquemos madera.

Sobre las condiciones subjetivas, a “El País” no le importa contradecirse de párrafo a párrafo. Ora sostiene que los independentistas tienen 8 apellidos catalanes y pertenecen a las rentas más altas, ora analiza con estupor un fenómeno nuevo, muy interesante para cuantos soñamos con próximas desconexiones: la irrupción de un independentismo que no proviene del patriotismo clásico, sino de gente normal, proletarios de origen español e inmigrantes, que quieren edificar de nueva planta un país sin tener que cantar “Els Segadors”. No falta quien dice que las bases de la CUP provienen del carlismo rural de Catalunya (el tardocarlismo abertzale allí también) y son continuas las invectivas contra los curas que llaman a votar, contra los anarcos que han olvidado su desapego a las urnas y contra el desbarre nacionalista de la UGT y CCOO catalanes. En su afán de pegar a todos los palos, la prensa española no hace más que mostrarnos que hasta las piedras quieren votar. Aunque no faltan quienes (como un grupo exmaoísta navarro que anda ahora en Izquierda-Ezkerra) señalan a las «élites catalanas» como los dirigentes del «procés». Mear fuera de tiesto, le dicen.

Cierro los periódicos. Acabo este artículo. La fila sigue, interminable, trayendo catalanas y catalanes emocionados. Una abuela dice «viva la República»; un muete dibuja un barco con Piolín; una familia se retrata junto a la urna. De pronto avisan que vienen, hay que trancar de nuevo las puertas. La multitud se arracima. Vuelven a cantar “L’Estaca”. Yo sigo sin poder.